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Tres cuartos de hora más tarde Hércules Poirot asomaba por la estación del Metro de Ealing Broadway, y cinco minutos después llegó a su destino, el número 88 de Castlegardens Road.

Era una casa pequeña, y la pulcritud de su jardín hizo brotar una frase de elogio de Hércules Poirot:

—¡Admirable simetría!—murmuró.

Mister Barnes se hallaba en casa y el detective fue introducido en un reducido comedor. Le vemos en el momento en que entra mister Barnes.

Este es un hombre de corta estatura, ojos chispeantes y bastante calvo. Miraba a su visitante por encima de sus lentes, mientras en su mano izquierda sostenía la tarjeta que Poirot diera a la doncella, diciéndole con su voz aguda, casi de falsete:

—¡Vaya, vaya! ¿mister Poirot? Me honra usted,

—Debe perdonar que me presente tan de improviso.

—Es la mejor manera—dijo mister Barnes—, y la hora también. A las siete menos cuarto, en esta época del año, sé encuentra siempre a la gente en casa. Siéntese, mister Poirot. Sin duda tendremos de qué hablar acerca del número cincuenta y ocho de la calle Reina Carlota, ¿eh?

—Supone usted bien; pero ¿por qué cree que hemos de hablar sobre eso precisamente?

—Mi buen amigo —repuso mister Barnes—, estoy retirado desde hace tiempo del Ministerio de la Gobernación, pero aún no me he enmohecido del todo. Donde hay algún negocio oculto es muchísimo mejor que no intervenga la Policía. ¡Llamaría la atención!

—Quiero hacerle otra pregunta. ¿Por qué supone que hay un negocio oculto?

—¿Y no es así? Pues bien: en mi opinión debería haberlo —inclinóse hacia adelante golpeando con sus lentes el brazo de su sillón—. En el Servicio Secreto no es el pececillo quien interesa, sino los peces gordos, pero para llegar a ellos es necesario no asustar a los pececillos.

—Me parece, mister Barnes, que sabe usted más que yo.

—No sé nada en absoluto; solo ordeno los factores.

—¿Y uno de ellos es...?

—Amberiotis —fue la inmediata respuesta de mister Barnes—. Olvida usted que estuve sentado frente a él en la sala de espera durante un par de minutos. Él no me conocía. Soy un ser insignificante, pero yo le conocía muy bien, y podría adivinar lo que vino a hacer aquí.

—¿Y qué es ello?

Mister Barnes parpadeó más que nunca.

—Somos muy cargantes en este país. Conservadores hasta la medula. Refunfuñamos siem-pre, pero no deseamos realmente cambiar nuestro gobierno democrático y probar nuevos experi-mentos. Eso es lo que descorazona a ese agitador extranjero que insiste una y otra vez. Desde su punto de vista, lo peor es que nuestra nación es solvente, casi como ninguna otra de Europa en la actualidad. Para trastornar a Inglaterra de verdad hay que desbaratar su economía, y para eso vino. No se puede mandar una economía al diablo cuando la dirige un hombre como Alistair Blunt.

Mister Barnes hizo una pausa antes de continuar:

—Blunt es el hombre que en su vida privada siempre paga sus cuentas religiosamente, vive dentro de lo que le permiten sus ingresos, lo mismo si gana dos peniques, o varios millones al año. Es de esos tipos. Y cree que una nación puede hacer igual. Nada de experimentos costosos, ni de gastos de posibles utopías. Por eso..., por eso ciertas personas han determinado que Blunt debe marcharse.

—¡Ah! —exclamó Poirot.

—Sí —le dijo mister Barnes—, sé de lo que hablo. Existen varios tipos. Algunos muy agradables: cabellos largos, ojos ansiosos y llenos de ideales para un mundo mejor. Otros no tanto, más bien repugnantes, furtivos como ratoncillos con barbas y acento extranjero. Y otro grupo perteneciente al tipo camorrista. Pero todos tienen la misma idea: Blunt debe irse.

Recostóse en su silla y luego volvió a inclinarse hacia adelante.

—¡Barramos el antiguo régimen! A los Conservadores, Los Sin Corazón, Cabezas duras y a los suspicaces hombres de negocios. Ese es su lema. Quizá tengan razón. No lo sé, solo sé una cosa: se necesita algo que pueda sustituir al antiguo régimen. No que solo suene bien. No es necesario llegar a eso. Estamos hablando de factores concretos, no de teorías abstractas. Quite las vigas y el edificio se derrumbará. Blunt es uno de los puntales del actual estado de cosas.

Barnes proseguía:

Van tras Blunt. Lo sé. Y según mi opinión, ayer por la mañana casi le eliminan. Puedo equivocarme, pero ya se ha intentado antes. Me refiero al método empleado.

Hizo una pausa y luego, despacio, mencionó tres nombres. Un canciller del Tesoro muy hábil, un fabricante inteligente y próspero y un prometedor joven político que ganó las simpatías del público. El primero murió en la mesa de operaciones; el segundo, de una extraña enfermedad reconocida demasiado tarde, y el tercero, atropellado por un automóvil.

—Es muy sencillo—seguía diciendo mister Barnes—. El practicante poco diestro causó la muerte del canciller al anestesiarle; eso puede suceder. En el segundo caso, los síntomas eran confusos. Era probable que el doctor, a pesar de ser un médico famoso, no los reconociera, y en el tercer caso, una madre ansiosa por reunirse con su hijito enfermo conducía el coche a toda marcha. Un trance sentimental. El jurado la absolvió. Todo perfectamente natural y pronto olvidado. Pero yo puedo decirle dónde están ahora esas personas. El practicante ha establecido por su cuenta un laboratorio de investigaciones de primera clase, sin reparar en gastos. El doctor no ejerce. Posee un yate y una casita en las afueras. Y la madre educa a sus hijos en los mejores colegios y viven en una linda casita con gran jardín y ponyes para que monten durante las vacaciones. En todas las profesiones y pasos de la vida, siempre hay alguien vulnerable a la tentación. En nuestro caso, Morley no quiso serlo.

—¿Cree usted que fue así?—preguntó Hércules Poirot.

—Sí. No es fácil librarse de uno de esos grandes hombres. Están muy protegidos. El ardid del coche es arriesgado y no siempre tiene éxito. Pero un hombre está completamente indefenso en la silla de su dentista.

Quitóse los lentes para limpiarlos, volviendo a colocárselos antes de proseguir.

—¡Esta es mi teoría! Morley no quiso hacerlo. Sabía demasiado y le eliminaron.

—¿Eliminaron?—inquirió Poirot.

—Al hablar en plural me refiero a la organización que se esconde detrás de todo esto. Claro que lo haría una sola persona.

—¿Quién?

—Bien podría tratar de adivinarlo... —repuso mister Barnes—; pero sería solo por adivinar y pudiera equivocarme.

—¿Reilly?—pronunció despacio el detective.

—¡Pues claro! Si es la persona indicada... Puede ser que él no se lo propusiera a Morley. Lo que había que hacer era llevar a Blunt a su socio en el último momento; por haber enfermado súbitamente o algo por el estilo. Reilly habría ejecutado el trabajo... y hubiese habido otro lamentable accidente: fallecimiento de un famoso banquero, y el desgraciado dentista comparece ante el Juzgado en tal estado de temor y desesperación, que es puesto en libertad. Luego, abandona la odontología y se instala cómodamente viviendo de una renta de varios miles al año.

Mister Barnes miró de hito en hito a Poirot.

—No crea que estoy inventando. Esas cosas suceden a menudo.

—Sí, sí, ya lo sé.

Mister Barnes se dispuso a continuar, golpeando con su mano una novela de portada espeluznante que había a su lado sobre una mesita.

—Leo mucho sobre esas organizaciones de espías. Algunas son fantásticas. Pero es curioso, ninguna es más fantástica que la realidad. Hermosas aventureras, hombres siniestros con acento ex-tranjero, bandas, asociaciones internacionales y asesinos. Le asombraría leer impresas algunas cosas que yo sé. ¡Nadie las creería ni por un segundo!

—¿Cuándo aparece Amberiotis, según su teoría? —preguntó Poirot.

—No estoy seguro. Creo que fue el encargado de dar el golpe. Más de una vez ha desempeñado un doble papel, y me atrevo a decir que estaba planeado así. Es solo una idea mía.

Hércules Poirot prosiguió lentamente:

—Y de ser ciertas sus suposiciones..., ¿qué pasará después?

Mister Barnes rascóse la nariz.

—Pues que tratarán de quitarle de en medio —dijo—. ¡Oh sí! Lo intentarán otra vez. El tiempo apremia. Blunt tiene quien le vigila y hay que extremar las precauciones. No puede hacerlo un hombre con un revólver escondido detrás de un arbusto. Es demasiado crudo, y buscarán entre la gente respetable, sus parientes, criados, el farmacéutico que prepara sus medi-cinas, el vinatero que le vende el oporto. Alistair Blunt representa muchos millones, y es maravilloso lo que la gente es capaz de hacer por..., digamos una renta de cuatro mil dólares al año.

—¿Tanto?

—Posiblemente más...

Poirot habló al cabo de unos momentos de silencio:

—Reilly fue el primero de quien sospeché. Había un rastro sobre la alfombra como si hubiesen arrastrado el cuerpo. Si Morley fue asesinado por un paciente no hubiese habido necesidad de mover el cadáver. Por eso sospeché desde el principio que no le dispararon en la clínica, sino en su despacho, que está en la habitación de al lado. Eso significaría que el asesino fue alguien de su propia casa.

—¡Claro!—convino Barnes.

Hércules Poirot le tendió la mano.

—Gracias—le dijo—. Me ha servido de gran ayuda.

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