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A la mañana siguiente Poirot se dirigía al hotel Holborn Paiace para preguntar por mister Howard Raikes.

No le habría sorprendido que también mister Raikes se hubiese marchado una tarde, sin regresar. Sin embargo, Howard Raikes todavía se hallaba en el Holborn Palace y, según le dijeron, desayunándose.

La aparición de Hércules Poirot ante la mesa pareció proporcionar un dudoso placer a mister Raikes. Aunque su aspecto no era tan feroz como recordaba el detective, su ceño era formidable. Mirándole de frente le preguntó:

—¿Qué diablos le trae por aquí?

—¿Me permite?

Hércules Poirot acercó una silla perteneciente a otra mesa.

—¡Qué más me da! ¡Siéntese y haga como si se encontrase en su casa!—le dijo mister Raikes.

Poirot, sonriente, se tomó el permiso.

—Bien, ¿qué es lo que desea?

—¿Me recuerda usted bien, mister Raikes?

—No lo he visto en mi vida.

—Está usted equivocado. No hace ni tres días que estuvimos sentados en la misma estancia durante cinco minutos por lo menos.

—No puedo recordar a todo el que tropiezo por esas malditas reuniones.

—No fue en una fiesta—dijo el detective—, sino en la sala de espera de un dentista.

Un ligero sobresalto brilló en los ojos del joven para morir al instante. Sus modales cambia-ron; dejó de mostrarse agresivo y se mantuvo a la expectativa.

—¿Y bien?

Poirot le fue estudiando cuidadosamente antes de responder. Aquel hombre era peligroso. Rostro estrecho y famélico; mandíbula agresiva y ojos de fanático, aunque atractivo para las mujeres. Descuidado, casi mal vestido, y comía con una voracidad muy significativa para su observador. Poirot se dijo: «Es un lobo astuto.»

—¿Qué diablos busca usted aquí? —preguntó Raikes.

—¿Le desagrada mi visita?

—Ni siguiera sé quién es usted.

—Le ruego me perdone.

Poirot extrajo una tarjeta de su cartera.

De nuevo aquel indefinible sobresalto volvió a apoderarse de mister Raikes. No era miedo..., sino más bien agresividad.

Le devolvió la tarjeta.

—¿Así que ese es usted? He oído hablar de usted.

—Y mucha gente —dijo el detective sin modestia.

—Un detective privado, y de los caros. De los que alquila la gente que no le importa el dinero... cuando se trata de salvar sus miserables pellejos...

—Bébase el café —dijo Hércules Poirot amablemente—. Se le quedará frío.

Raikes le miró de hito en hito.

—Dígame: ¿qué clase de insecto es usted?

—De todas maneras, en este país el café es muy malo; pero frío..., peor.

—Lo es —convino Raikes.

—Si se deja enfriar, es imposible tomarlo.

El joven inclinóse hacia adelante.

—¿Qué busca? ¿Qué le ha traído aquí?

Poirot se encogió de hombros.

—Quería... verle a usted.

—¡Ah!, ¿sí?—repuso mister Raikes con sarcasmo.

Sus ojos se entornaron.

—Si es dinero lo que busca, se equivoca usted. Mi gente no puede comprar lo que desea. Será mejor que vuelva con quien le paga.

Poirot dijo con un suspiro:

—Nadie me ha pagado nada... todavía.

—¡No me diga!

—Es la verdad —repuso Hércules Poirot—:. Estoy perdiendo un tiempo precioso sin que nadie me recompense. Simplemente, como diríamos..., por satisfacer mi curiosidad.

—Y supongo que el otro día en casa del maldito dentista lo que estaba haciendo era satisfacer su curiosidad.

Poirot movió la cabeza.

—Parece usted olvidar que la razón ordinaria de hallarse en la sala de espera de un dentista es aguardar a que le revisé la dentadura.

—¿Así que era eso lo que usted hacía allí?

El tono de mister Raikes denotaba incredulidad.

—Cierto.

—Me perdonará si no lo creo.

—¿Puedo preguntar a mi vez, mister Raikes, qué hacía usted allí?

Mister Raikes parpadeó nerviosamente al decir:

—¡Ya lo vio usted! También aguardaba turno.

—¿Tal vez le dolían las muelas?

—Eso es, muchacho.

—Pero, de todas maneras, se marchó sin que le atendieran.

—¿Y qué? Eso es asunto mío.

Hizo una pausa, y luego dijo en tono iracundo:

—¿A qué diablos viene toda esta conversación inútil? Usted estaba allí para vigilar a su pez gordo. Bueno, y está ileso, ¿verdad? No le ha sucedido nada a su precioso Alistair Blunt. Usted no tiene nada contra mí.

—¿Adonde fue usted cuando salió tan de improviso de la sala de espera? —prosiguió Poirot.

—Desde luego, fuera de la casa.

—¡Ah! —el detective miró al techo—. Pero nadie le vio salir, mister Raikes.

—¿Y eso qué importa?

—¿No?... Recuerde que poco después una persona murió en aquella casa.

—¡Ah!, ¿se refiere al dentista?

La voz de Poirot tenía un timbre de dureza al decir:

—Sí, a él me refiero.

—¿Y usted intenta colgarme el sambenito? ¿Es eso lo que pretende? No puede hacerlo. Ayer leí la síntesis del proceso. El pobre diablo se suicidó por equivocarse al administrar una anestesia local, provocando la muerte a uno de sus pacientes.

Poirot seguía inconmovible:

—¿Puede usted probar que, efectivamente, abandonó la casa cuando dice? ¿Hay alguien que pueda atestiguar dónde estuvo entre las doce y la una?

—Quiere cargármelo a mí, ¿eh? Supongo, que Blunt le paga para que investigue.

Poirot suspiró:

—Me perdonará, pero creo que para usted es una obsesión mister Alistair Blunt. No estoy bajo sus órdenes ni nunca lo estuve. A mí no me atañe su integridad personal, sino la muerte de un hombre que se desenvolvía muy bien en su profesión.

—Lo siento. No lo creo. Usted es el detective privado de mister Blunt, pero no podrá salvarle. Tendrá que desaparecer con todo lo que representa. Habrá nuevas negociaciones..., él viejo sistema bancario se acabará..., y esta maldita red de banqueros de todo el mundo se desvanecerá como una tela de araña. Tendrán que marcharse todos. No tengo nada contra Blunt personalmente..., pero es el tipo de hombre que aborrezco. Mediocre..., presumido. De los que dicen: «No pueden romperse las bases de la civilización.» ¡Que espere y verá! Es un obstáculo en el camino del progreso y tiene que ser reemplazado. Hoy en día no hay lugar en el mundo para hombres como Blunt..., hombres que miran al pasado..., que viven como sus padres y sus abuelos. Tenemos bastantes seres como ese en Inglaterra, corazones disecados, inútiles símbolos de una era en decadencia, y, ¡cielos!, tiene que marcharse. Tiene que haber un mundo nuevo. ¿Me lo trae usted?

—Ya veo, mister Raikes, que es usted un idealista —repuso Poirot, mientras suspiraba y se levantaba de su asiento.

—¿Y qué si lo soy?

—Demasiado idealista para preocuparse por la muerte de un dentista.

Mister Raikes dijo, resentido:

—¿Qué importa que muera un miserable dentista?

—A usted no le importa. A mí, sí. Esta es la diferencia que hay entre nosotros.

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