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—Ya he terminado mi correspondencia —dijo Blunt al final de la mañana—. Ahora, mister Poirot, voy a enseñarle mi jardín.

Los dos hombres salieron juntos. Blunt, hablando animadamente de su afición predilecta. El jardín de rocas, con sus curiosas plantas alpinas, era una delicia y pasaron un buen rato mientras Blunt le iba indicando nombres y especies.

Hércules Poirot, calzado con sus mejores zapatos de ante, escuchaba con paciencia, descansando ora sobre un pie, ora sobre el otro, a pleno sol. Su anfitrión proseguía señalando las plantas. Se oía el zumbido de las abejas y el monótono ruido de unas tijeras podadoras que recortaban un seto.

Todo era paz y quietud.

Blunt se detuvo al borde del precipicio y miró hacia atrás. El ruido de la podadora oíase desde muy cerca, pero no se veía al podador.

—Fíjese en la vista que se divisa desde aquí, Poirot. Los claveles se han dado muy bien este año. No recuerdo haberlos visto mejores..., y aquellos alhelíes. ¡Qué colores tan maravillosos!

¡Buuum! El disparo rompió la quietud de la mañana. Alistair Blunt volvióse como un poseído hacia el seto de laureles donde se elevaba un hilillo de humo.

Se oyeron voces airadas, los laureles se balancearon mientras dos hombres forcejeaban. Una voz ronca y americana gritó, resuelta:

—¡Te he cogido, condenado! ¡Tira esa pistola!

Dos hombres aparecieron tras los arbustos. El joven jardinero que cavaba con tanto ahínco aquella mañana, contorsionándose bajo la presión de la mano de un hombre alto que le llevaba la cabeza.

Poirot le conoció en el acto, como antes reconociera su voz.

—¡Déjeme! No fui yo. ¡Le digo que no he sido! —gritaba Francis Carter.

Howard Raikes dijo:

—¡Ah!, ¿no? Supongo que estaba matando pájaros.

Se detuvo, mirando a los recién llegados.

—¿Mister Alistair Blunt? Este individuo acaba de disparar contra usted. Le sorprendí en el acto.

—¡Es mentira! —gritó Francis Carter—. Estaba cortando el seto. Oí un disparo y este revólver cayó a mis pies. Lo cogí..., es natural, y entonces esta mole me asaltó de improviso.

Howard Raikes dijo lúgubremente:

—Tenía el revólver en la mano y acababa de disparar —y con un gesto se lo tendió a Poirot—. Veamos lo que dice el detective. Suerte que le sorprendí a tiempo. Me figuro que debe de tener más balas esa automática.

—Precisamente—murmuró Poirot.

Blunt permanecía ceñudo y triste. Habló con dureza.

—Bueno, Dunning, Dunnun... o... ¿Cómo te llamas?

Hércules Poirot le interrumpió para decir:

—Este hombre es Francis Carter.

—¡Me ha estado vigilando todo el tiempo! —dijo el jardinero, furioso—. Vino el sábado para espiarme. Le digo que no es cierto. Yo no le disparé.

—Entonces, ¿quién ha sido? —preguntó Hércules Poirot, amable—. Ya ve que aquí no hay nadie más que los presentes.

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