Capítulo IV



Seven, eight, lay them straight[4]

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Ya había transcurrido cerca de un mes desde el fallecimiento de mister Morley y todavía no se tenían noticias de miss Sainsbury Seale.

Japp se iba impacientando.

—¡Maldita sea, esa mujer tiene que estar en alguna parte!

—Indudablemente, mon cher —dijo Poirot.

—Lo mismo si está viva que si está muerta. Si ha muerto, ¿dónde está su cadáver? Supongamos que se hubiera suicidado...

—¿Otro suicidio?

—Dejemos eso. Usted sigue manteniendo que Morley fue asesinado. Yo digo que se suicidó.

—¿Ha averiguado la procedencia del revólver?

—No. Es una marca extranjera.

—Eso es muy sugestivo. ¿No le parece?

—Sí, pero no en el sentido que usted alude. Morley estuvo en el extranjero. Hizo varios cruceros en compañía de su hermana y pudo comprarlo entonces. Todos los ingleses viajan. Mucha gente al hallarse lejos de su patria gusta de tener una pistola con que defenderse —hizo una pausa y prosiguió—: No me desvíe de la cuestión. Estaba diciendo que en el supuesto..., es tan solo una suposición..., de que esa condenada se hubiese suicidado; si, por ejemplo, se hubiese ahogado, el cuerpo hubiera aparecido en la playa. Y de haber sido asesinada, lo mismo.

—Eso si no le ataron un peso antes de arrojarla al Támesis.

—Sí, desde un sótano de Limehouse, supongo. Está usted hablando como un aficionado a novelas escritas por damiselas.

—Lo sé. Lo sé. ¡Me pongo colorado cuando digo estas cosas!

—E imagino que el crimen fue cometido por una banda internacional.

Poirot suspiró y dijo:

—Me dijeron no hace mucho que, efectivamente, suceden esas cosas.

—¿Quién se lo contó?

—Reginald Barnés; vive en la calle Castlegardens, en Ealing.

—Sí, puede ser que él lo sepa —dijo Japp sin gran convencimiento—. Estuvo en contacto con extranjeros cuando estaba en el Ministerio de la Gobernación.

—¿Y usted no está de acuerdo?

—No me cuido de eso... ¡Oh, claro que suceden cosas así!... Pero, por lo general, no es lo más corriente.

Se hizo un silencio mientras Poirot se retorcía el bigote.

—Hemos recibido algunas informaciones más sin importancia—prosiguió Japp—. Sabemos que regresó de la India en el mismo barco que Amberiotis. Ella, iba en segunda clase y él en primera, así que no veo nada de particular, aunque un camarero del Savoy dice que comieron juntos un par de veces la semana antes de su muerte.

—Pero ¿pudo haber relación entre ellos?

—Sí, pero no lo creo. No puedo imaginarme a una dama misionera mezclada en «asuntos tan entretenidos».

—¿Es que Amberiotis lo estaba?

—Sí. Estaba en contacto directo con algunos de nuestros amigos espías del centro de Europa.

—¿Está usted seguro?

—Sí. ¡Oh, no es que él hiciera directamente ese trabajo! En ese caso no hubiésemos podido acercarnos a él. Su misión consistía en recibir y organizar los informes.

Japp hizo una pausa antes de continuar:

—Mas eso no nos sirve de ayuda en el caso de miss Sainsbury Seale. ¿Por qué iba a mezclarse en este asunto?

—Recuerde que vivió en la India, y allí hubo bastante jaleo el año pasado.

—Amberiotis y la excelente miss Seale..., no puedo imaginarlos como compañeros de un mismo partido.

—¿Sabía que esa señorita fue amiga de la última esposa de Alistair Blunt?

—¿Quién dijo eso? No lo creo. No eran del mismo círculo social.

—Ella misma.

—¿Y a quién se lo contó?

—A mister Alistair Blunt.

—¡Ah, vamos! Ya debe estar acostumbrado a esos trucos. ¿Quiere insinuar que Amberiotis la utilizó para eso? No le hubiese servido de nada. Blunt se hubiese librado de ella con un donativo. No la hubiera invitado a su casa. No es de esa clase de hombres.

Eso era tan evidente que Poirot tuvo que asentir. Después de unos minutos, Japp continuó refiriendo sus suposiciones sobre el caso Sainsbury Seale.

—Un químico perturbado pudo sumergir su cuerpo en un tanque de ácido..., esa es otra de las soluciones que se encuentran en las novelas. Pero yo le doy mi palabra de que son cosas absurdas. Si está muerta, su cadáver debe de estar enterrado en alguna parte.

—Pero ¿dónde?

—Eso es. Ha desaparecido en Londres. Por aquí nadie posee un jardín apropiado... ¡Lo que hay que encontrar es una granja solitaria!

¿Un jardín? En la mente de Poirot apareció el cuidado jardín de Ealing con sus primorosos arriates. ¡Qué fantástico pensar que pudiera estar enterrada allí!

No quiso imaginar absurdos.

—Y si no ha muerto —continuó Japp— ¿dónde está? Sus características personales vienen publicándose en la Prensa desde hace un mes, y, pese a todo, seguimos a oscuras respecto a su paradero.

—¿Y nadie la ha visto?

—¡Oh, sí; prácticamente la ha visto todo el mundo! No tiene usted idea de la cantidad de señoras de mediana edad vestidas de verde que andan por ahí. La vieron en Yorkshire, en los hoteles de Liverpool, en las casas de huéspedes de Devon y en la playa de Ramsgate. Mis hombres han investigado pacientemente todos los informes, que no nos han conducido a ninguna parte, más que a una serie de señoras respetables de mediana edad.

Poirot hizo chasquear su lengua con simpatía.

—Y con la agravante —prosiguió Japp— de que es una persona normal y real. Quiero decir que algunas veces se tropieza con un fantasma (valga el símil), un ser que aparece en un lugar como miss Spinks... donde nunca hubo una miss Spinks. Pero esta mujer es auténtica..., tiene un pasado, un origen. Todos la conocemos desde su niñez. Ha llevado una vida perfectamente razonable..., y de pronto... ya no está..., ha desaparecido.

—Debe de haber una razón —le dijo Poirot.

—No mató a Morley. ¿No es eso lo que insinúa? Amberiotis le vio con vida después de salir ella y hemos seguido todos sus movimientos desde entonces.

—Yo no insinúo que matase a Morley—dijo Poirot impacientemente—. Claro que no, pero...

Japp le atajó:

—Si es usted quien tiene razón en el asunto Morley es posible que le dijese algo, sin ella sospecharlo, que diese una pista al asesino. En ese caso pudo ser eliminada deliberadamente.

—Todo eso supone una organización de mucha más importancia que la muerte de un simple dentista —observó el detective.

—No crea todo lo que cuente Reginald Barnes. Es un tipo muy divertido que por todas partes ve espías y comunistas.

Japp se puso en pie y Poirot le pidió:

—Comuníqueme las noticias que se reciban.

Cuando se hubo marchado Japp, el detective quedó ante su mesa con el entrecejo fruncido.

Tenía la sensación de estar aguardando algo. ¿Qué era?

Recordó que antes estuvo sentado recopilando datos y nombres y que un pájaro pasó ante: la ventana con una brizna de paja en el pico.

Él también estuvo recogiendo pajitas. «Five, six, picking up sticks...»

Tenía las ramitas..., un buen número. Faltaba ordenarlas. Tenía que dar otro paso..., colocarlas en su sitio.

¿Por qué no lo hacía? No ignoraba la respuesta. Aguardaba..., no sabía qué. Algo inevitable, imprevisto, el eslabón siguiente en la cadena. Cuando llegara..., entonces..., entonces podría continuar.

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