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Mientras bajaban la escalera para volver de nuevo al número 45, Japp iba exteriorizando, su sentir:

—¡Por todos mis antepasados! ¡Creo que me voy a volver loco!

Un joven elegante los aguardaba: el sargento Beddoes, que les comunicó, respetuoso:

—No he podido sacar nada interesante de la muchacha, señor. Mistress Chapman cambiaba muy a menudo de doncella. Esta, solo hace un par de meses que trabaja en la casa. Dice que mistress Chapman es muy simpática, aficionada a la radio y una agradable conversadora. Opina que su marido es un seductor, pero que ella no lo sospecha. Ha recibido cartas del extranjero, unas de Alemania, dos de América, una de Italia y otra de Rusia. El novio de la muchacha colecciona sellos y mistress Chapman acostumbraba darle los de las cartas.

—¿Ha encontrado algo entre los papeles de mistress Chapman?

—Nada en absoluto, señor. No tiene muchos. Algunas cuentas y recibos..., todo local. Pro-gramas de teatro, un par de recetas culinarias recortadas de una revista y un impreso de las misiones de la India.

—Y podemos adivinar quién lo trajo aquí. No tiene aspecto de asesina, y, sin embargo, parece que lo es, y si no, por lo menos cómplice. ¿No vieron a algún extraño aquella noche?

—El portero no recuerda...», pero no creo que se acordase tampoco habiendo tantos pisos... y en una casa que entra y sale tanta gente. No ha olvidado a miss Sainsbury Seale porque al día siguiente le llevaron al hospital y aquella tarde se encontraba bastante mal.

—¿Oyeron algo los ocupantes de los otros pisos?

El sargento movió la cabeza.

—He preguntado en el de arriba y en el de abajo. Nadie recuerda haber oído nada anormal. Los dos tenían la radio conectada.

El forense venía de lavarse las manos.

—¡Qué cadáver tan hediondo! —dijo alegremente—. Avísenme cuando estén ustedes listos, y le clavaremos una tapa de latón.

—Doctor, ¿tiene alguna idea sobre la causa de su fallecimiento?

—Imposible decirlo hasta que haya hecho la autopsia. En la mayoría de los casos les desfiguran el rostro después de muertos, pero se lo diré con seguridad en el depósito de cadáveres. Era una mujer de mediana edad, sana, de cabellos grises en la raíz, aunque teñida de rubio. Puede que tuviera algunas señales en su cuerpo; si no, va a costar identificarla. ¡Oh, ya saben quién era! ¡Espléndido! ¿Qué? ¿Que es la «dama desaparecida» de quien tanto se ha hablado? Ah, yo nunca leo los periódicos; solo hago los crucigramas.

—Ya ve de lo que sirve la publicidad —dijo Japp con amargura al salir el doctor.

Poirot revolvía en el escritorio y cogió un librito de direcciones.

El infatigable Beddoes le dijo:

—Ahí no hay nada de interés... Sombrereras, modistas..., etc. He anotado todas las direcciones particulares.

Poirot abrió el librito por la letra D y leyó: «Doctor Davís, calle Príncipe Alberto 17 Drake & Pompinelli, pescadería.» Y debajo: «Dentista, mister Morley, calle Reina Carlota, 58.»

Una lucecita brilló en los ojos del detective a! decir:

—Me parece que no habrá dificultad para identificar el cadáver.

—Pues claro..., no supondrá...—Japp le miro extrañado.

—Quiero estar seguro—repuso Poirot con vehemencia.

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