Capítulo IX



Seventeen, eighteen, maids in waiting[11]

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Hércules Poirot pasó algunas horas del día siguiente con un agente teatral amigo suyo, y por la tarde se fue a Oxford. Al otro día regresó a la ciudad bastante tarde.

Previamente había telefoneado a Alistair Blunt para concertar una entrevista.

Eran las nueve y media cuando llegaba a la Casa Gótica.

Alistair Blunt hallábase solo en la biblioteca aguardando al detective, y al estrecharle la mano le preguntó:

—Bien. ¿La ha encontrado?

Hércules Poirot asintió con la cabeza lentamente.

—Sí, sí. La encontré.

Después de sentarse exhaló un suspiro. Alistair Blunt se interesó:

—¿Está cansado?

—Sí. Y no es agradable lo que tengo que decirle.

—¿Muerta?—dijo Blunt.

—Eso depende de como se mire.

Blunt arrugó el entrecejo.

—Mi buen amigo, una persona ha de estar viva o muerta. Y miss Sainsbury Seale estará o lo uno o lo otro.

—¡Ah! Pero ¿quién es miss Sainsbury Seale?

—¿No querrá decir que... no existe?

—¡Oh, no, no! Existía esa persona. Vivió en Calcuta. Enseñaba declamación. Se ocupaba en buenas obras. Vino a Inglaterra en el Maharanah, el mismo barco en el que viajaba Amberiotis, aunque no en la misma clase; la ayudó en una ocasión por cuestiones de su equipaje. Por lo visto, era un hombre amable, y algunas veces, mister Blunt, la amabilidad es recompensada de modo insospechado. Eso es lo que le pasó a Amberiotis. Encontró un par de veces a esa dama por las calles de Londres. Era expansivo y bonachón y la invitó a comer en el Savoy. ¡Y menuda ganga fue para él! Porque su amabilidad no fue premeditada... Ignoraba que aquella dama iba a ser una mina de oro sin ella misma sospecharlo. No era muy inteligente; sencilla, de buena intención, pero con el cerebro de un mosquito.

—¿Luego —intervino Blunt— no fue ella quien mató a esa mujer llamada Chapman?

—Es difícil saber ordenar este asunto. Empezaré por donde comenzó para mí. ¡Por un zapato!

Blunt repitió, aturdido:

—¿Un zapato?

—Sí. Un zapato con hebilla. Al salir de mi séance al dentista bajé los escalones del número cincuenta y ocho de la calle Reina Carlota; un taxi se había detenido ante la puerta y su ocupante se disponía a apearse. Yo soy un hombre que sé calificar a las mujeres por sus extremidades inferiores. Aquella dama tenía un tobillo bien formado y llevaba medias de buena calidad, pero no me gustaron sus zapatos. Eran nuevos, de charol reluciente con una gran hebilla. ¡De lo más chabacano! Y mientras hacía estas observaciones, se puso al alcance de mi vista el resto de su persona, y francamente, ¡qué decepción! Se trataba de una mujer de mediana edad, sin atractivo y mal vestida.

—¿Era miss Sainsbury Seale?

—Precisamente. Y al apearse le ocurrió un cóntretemps: engánchesele una hebilla en la portezuela y cayó al suelo. Me agaché, la recogí y me apresuré a devolvérsela. Eso fue todo. El incidente concluyó así. Aquel mismo día fui con el inspector Japp a interpelar a la dama; aún no había cosido la hebilla. Y aquella misma noche, miss Sainsbury Seale salió del hotel para desaparecer. Esto, podríamos decir, es la primera parte. La segunda empieza cuando el inspector Japp me llamó desde las Residencias del rey Leopoldo. Dentro de un arca para pieles habían encontrado un cadáver. Entré en la habitación, levanté la tapa y... lo primero que vi fue un zapato con hebilla muy usado.

—¿Y bien?

—No se ha fijado usted... Era un zapato viejo, muy usado. Y ya ve usted: miss Sainsbury Seale había ido a las Residencias del rey Leopoldo el mismo día de la muerte de Morley. Por la mañana los zapatos eran nuevos y por la noche viejísimos. Ya comprenderá usted que un par de zapatos no se destroza en un día.

—Podía tener dos pares —dijo sin interés Alistair Blunt.

—¡Ah, pero no los tenía! Porque Japp y yo estuvimos en el hotel Glengowrie revisando todas sus cosas... y no había ningún par de zapatos como ese. Podía tener un par más usado y ponérselo después de un día de mucho trajín para salir por la noche, ¿no es verdad? Pero, de ser así, el otro par habría quedado en el hotel. ¿No lo encuentra curioso?

—No veo que eso tenga gran importancia —comentó el millonario, sonriendo levemente.

—No. No la tiene, pero no me gustan las cosas que no pueden explicarse. Ante el arcón, me quedé mirando el zapato..., y la hebilla había sido cosida a mano. He de confesar que tuve un momento de duda... Sí. Me dije: «Hércules Poirot, me parece que has sido un poco optimista. Ves el mundo a través de un cristal de color rosa. Hasta los zapatos viejos te parecen nuevos.»

—Puede ser que esa sea la explicación.

—No. No lo es. ¡Mis ojos no me engañaron! —y continuó—: Estudié el cadáver y no me gustó lo que vi, ¿Por qué desfiguraron deliberadamente su rostro hasta dejarlo irreconocible?

—¿Para qué volver sobre lo mismo? Ya sabemos...

Alistair Blunt movióse inquieto.

—Es preciso—dijo el detective con energía—. Tengo que hacerle seguir peldaño a peldaño el camino que me condujo a la verdad. Me dije: «Debe de haber algún error. Aquí está una mujer muerta vestida con la ropa de miss Sainsbury Seale (a excepción de los zapatos) y aquí está también su bolso...; pero ¿por qué su cara está destrozada? ¿No será porque su rostro no es el de miss Sainsbury Seale?» E inmediatamente me puse a recordar lo que había oído sobre el aspecto de la dueña del piso, y me pregunté: «¿No puede ser esta otra la que yace aquí muerta?» Y fui a su habitación para tratar de imaginar qué clase de mujer era. Aparentemente, muy distinta a la otra. Elegante, extremada en el vestir y muy maquillada. Pero bastante parecidas en lo esencial: cabellos, estatura, edad... Solo había una diferencia: mistres Chapman calzaba un treinta y cinco y miss Sainsbury usaba el número diez en medias... Lo cual quiere decir que calzaría lo menos un treinta y seis. Por tanto, mistress Chapman tenía el pie más pequeño. Volví junto al cadáver. Si mi idea era exacta y el cuerpo fuera el de mistress Chapman, vestido como el de miss Seale, entonces los zapatos serían demasiado grandes. Tiré de uno, pero no salió. ¡Le estaba muy ajustado! Parecía como si, después de todo, fuese el cuerpo de miss Seale. Pero, entonces, ¿por qué le desfiguraron el rostro? Su identidad estaba suficientemente probada por el bolso que pudieron quitarle..., pero que dejaron. Era un rompecabezas. Desesperado busqué el librito de direcciones de mistress Chapman. Solo un dentista podía identificar el cadáver. Por coincidencia, su dentista era mister Morley, que había muerto, pero la identificación era todavía posible. Ya conoce el resultado. El cuerpo fue identificado en el depósito de cadáveres, por el sucesor de mister Morley, como el de mistress Chapman.

Blunt, impaciente, tamborileaba con sus dedos sobre la butaca. Poirot hizo caso omiso.

—Estaba ante un problema psicológico. ¿Qué clase de mujer era Mabelle Sainsbury Seale? Existían dos respuestas a esta pregunta. La primera era su vida en la India y el testimonio de sus amigos. Esto la retrataba como una mujer activa, de conciencia, aunque algo tonta. ¿Existía otra miss Sainsbury Seale? Aparentemente sí. La que había comido con un agente extranjero bien conocido, que había acosado a usted en la calle alegando amistad con su esposa (cosa que no era cierta), que había salido de casa de un dentista poco antes que falleciera y visitado a otra mujer la noche en que fue asesinada, desapareciendo luego, aunque debía saber que la Policía la buscaba. ¿Eran compatibles estas acciones con el carácter que describieron sus amistades? Parece ser que no. Además, si miss Seale no era la criatura dulce y buena que aparentaba, había de ser una asesina a sangre fría o por lo menos cómplice. Yo tenía mi criterio personal. Había hablado con ella. ¿Cómo la juzgué? Esta, mister Blunt, fue la pregunta más difícil de responder. Todo cuanto dijo, su modo de expresarse, sus gestos, sus modales, estaban de perfecto acuerdo con su carácter expresado, pero también concordaban con las de una actriz representando su papel. Y Mabelle Sainsbury Seale había empezado su vida como actriz. Yo estaba impresionado por una conversación que tuve con mister Barnes en Ealing, que también fue al número cincuenta y ocho de la calle Reina Carlota el día del suceso. Según su teoría, las muertes de mister Morley y de Amberiotis fueron accidentes, ya que la víctima debía ser usted.

—¡Ah, vamos, es algo traído por los pelos! —dijo Alistair Blunt.

—¿Sí, mister Blunt? ¿No es cierto que en estos momentos hay muchas personas para quienes es un asunto vital el que usted..., digamos..., sea destituido? ¿O que deje de ejercer su influencia?

—¡Oh, eso sí es verdad! Pero ¿por qué relacionarlo con la muerte de Morley?

—Porque hay cierta, ¿cómo diré yo?..., disipación en este caso..., el móvil no ha sido el dinero... ni una vida humana... Existe una temeridad..., una depravación... que señala los grandes crímenes.

—¿Así que no cree que Morley se suicidara?

—Nunca lo pensé. Ni por un instante. No. Morley fue asesinado. Amberiotis fue asesinado, y una mujer irreconocible fue asesinada, ¿por qué? Por casualidades. Barnes supone que quisieron sobornar a Morley o a su socio para que le eliminaran a usted.

—¡Qué tontería!—exclamó Alistair Blunt.

—¡Ah!, ¿sí? ¿Tontería? Quieren deshacerse de una persona que está sobre aviso, defendida, o es de difícil acceso. Para matarla es necesario acercarse a él sin despertar sospechas... ¿Y dónde estará un hombre más indefenso que en el sillón del dentista?

—Bien, puede que sea verdad. Nunca lo pensé.

—Es verdad. Y cuando me di cuenta, había dado el primer paso hacia la verdad.

—¿Así que acepta la teoría de Barnes? A propósito, ¿quién es ese Barnes?

—Es el paciente que Reilly tenía citado para las doce. Está jubilado del Ministerio de la Go-bernación y vive en Ealing. Es un hombrecillo insignificante. Pero se equivoca al decir que yo apruebo su teoría. No. Solo acepto el principio.

—¿Qué quiere decir?

El detective se explicó:

—Durante todo este caso he sido inducido, a veces involuntariamente, otras deliberadamente, a considerar este caso como un crimen público. Es decir, que usted, mister Blunt, era el foco por su carácter público. Usted, el banquero, rey de la Banca, conservador de la tradición. Mas todo hombre tiene también su vida privada. Ese fue mi error. Olvidé la vida privada. Y si existían razones de índole privada para matar a Morley (Francis Carter, por ejemplo), podía también haberlas para asesinarle a usted... Tiene usted parientes que heredarán su fortuna cuando muera. Gente que le aprecia y le odia... como hombre..., no como figura pública. Y así llegué a lo que llamo «la carta forzada»: el frustrado atentado de Francis Carter. Si era un ataque sincero, entonces era un crimen político. Pero ¿cabía otra explicación? Tal vez. Estuvo presente otro personaje. El hombre que sorprendió a Carter. Un hombre que pudo disparar y arrojar el revólver a los pies de Carter de modo que este tuviera que cogerlo y ser sorprendido con él en la mano. Consideré la situación de Howard Raikes. Estuvo en la calle Reina Carlota la mañana de la muerte de Morley. Es enemigo de todo lo que usted representa. Y hay algo más: quería casarse con su sobrina, y a la muerte de usted heredaría una bonita renta, aunque usted ha dispuesto prudentemente que no pueda tocar el capital. Entonces podía ser un crimen de índole particular, por intereses privados, por motivos de satisfacción personal. ¿Por qué lo tomé por un crimen público? Porque no una, sino muchas veces me habían sugerido esa idea, inclinándome a ella como el prestidigitador nos obliga a tomar la carta que él quiere. Y al ocurrírseme esta idea vislumbré los primeros atisbos de verosimilitud. Fue en la iglesia, al cantar un salmo. Hablaba de una red tendida... ¿Una trampa? ¿Preparada para mí? Pudiera ser. Pero ¿quién la puso? Solo una persona pudo hacerlo. No tenía sentido... o tal vez sí. ¿Habría estado enfocando el caso al revés? ¿No sería el móvil el dinero? ¿Desprecio de la vida? Sí. Porque los riesgos que había corrido el culpable eran múltiples... Si esta nueva y extraña idea era cierta, lo explicaría todo. Por ejemplo, el misterio de la doble personalidad de miss Sainsbury Seale y el enigma del zapato con hebilla, y responder a la pregunta: ¿Dónde está ahora miss Sainsbury Seale? Y he aquí que respondo a esto y más. Demuestra que miss Seale es el principio, medio y fin de este caso. No era que me pareciera que existían dos Mabelle Sainsbury Seale; es que efectivamente eran dos personas. La buena, estúpida y amable que alaban sus amistades, y la otra, la mujer que estaba mezclada en los crímenes, contaba mentiras y había desaparecido misteriosamente. Recuerde que el portero de las Residencias del Rey Leopoldo dijo que miss Seale había estado allí otra vez. Al reconstruir el caso, deduje que fue la única vez. No volvió a salir de las Residencias del rey Leopoldo. La otra Mebelle Sainsbury Seale salió en su lugar. Vestida con sus ropas y calzando un par de zapatos nuevos con hebilla, porque los otros le eran muy grandes, fue al hotel de la plaza Russell y recogiendo el equipaje de la muerta pagó la cuenta y se marchó al hotel Glengowrie Court. Recuerde que ninguno de sus amigos íntimos la vio a partir de entonces. Durante una semana representó el papel de Mabelle Sainsbury Seale. Usaba sus vestidos, hablaba como ella, y también tuvo que comprar un par de zapatos de noche más pequeños... y luego desapareció. Se la vio por última vez en las Residencias del rey Leopoldo la noche del día en que Morley fue asesinado.

—¿Está tratando de decirme —dijo el banquero— que, después de todo, el cuerpo encontrado es el de Mabelle Sainsbury Seale?

—¡Claro que sí! Fue un ardid muy inteligente... Por eso destrozaron su rostro, con la inten-ción de confundir su personalidad.

—Pero podía identificarla por la dentadura.

—¡Ah! Ahora llegamos a eso. No fue el dentista en persona quien la identificó. Morley había muerto. No pudo atestiguar su propio trabajo. El sabía quién era la muerta. Fueron las fichas las que sirvieron para identificación y las fichas fueron un engaño. Recuerde que ambas eran pacientes suyas. Todo lo que hubo que hacer fue cambiar los nombres.

Poirot añadió, después de una breve pausa:

—Y ahora ya sabe lo que quise decir cuando me preguntó si estaba viva o muerta y respondí. «Depende», porque si dice «miss Sainsbury Seale», ¿a cuál de las dos se refiere? ¿A la que desapareció del Hotel Glengowrie Court o a la verdadera Mabelle?

Alistair Blunt repuso:

—Ya sé, mister Poirot, que está considerado una eminencia en su profesión, y admito que tiene dotes intuitivas..., porque esto es intuición..., nada más. Pero veo lo fantásticamente inverosímil que es todo esto. Usted dice que Mabelle Sainsbury Seale fue asesinada premeditadamente y Morley también, para evitar que identificara su cadáver; pero ¿por qué? Eso es lo que quiero saber. Una mujer de mediana edad, inofensiva, con muchos amigos y en apariencia sin enemigos. ¿Por qué toda esta complicación para hacerla desaparecer?

—¿Por qué? Sí. He ahí el problema: ¿por qué? Como usted dice, era una criatura inofensiva, incapaz de hacer daño a una mosca. ¿Por qué fue brutal y deliberadamente asesinada? Bien, le diré lo que pienso.

—¿Sí?

Hércules Poirot se inclinó hacia adelante.

—Creo que Mabelle Sainsbury Seale fue asesinada por ser demasiado fisonomista.

—¿Qué quiere decir?

—Tenemos por separado la doble personalidad. La inofensiva dama de la India y la actriz inteligente que representaba el papel de la primera. Existe un incidente que no sé a cuál de las dos corresponde. ¿Quién fue la que habló con usted en la puerta de la casa de mister Morley? Recordará que se declaró muy amiga de su esposa. Lo que negaron sus amistades. Podemos decir: era mentira, pues la verdadera miss Seale decía siempre la verdad. Así que la mentira fue ideada por la impostora para lograr sus fines.

Alistair Blunt asintió:

—Sí, este razonamiento está bastante claro, aunque no sé cuáles eran esos fines.

—¡Ah, pardon!—dijo Poirot—; pero consideremos primero el otro lado. Que fuese la verdadera Mabelle. La que no mentía. Entonces la historia era cierta.

—Supongo que puede enfocarse así, pero no parece probable.

—¡Claro que no! Pero, tomando esta hipótesis como cierta, resulta que miss Sainsbury Seale conoció a su esposa. Y la conoció a fondo. Además..., su esposa debió de ser el tipo de persona que miss Seale pudo llegar a conocer bien. Alguien de su propio nivel social. Una angloindia... misionera o, remontándonos más, una actriz; pero desde luego no Rebeca Arnholt. ¿Comprende ahora lo que quise decir al hablarle de su vida pública? Usted es un gran banquero. Pero también es un hombre que se casó con una mujer rica. Y antes de casarse con ella era tan solo un socio joven de la firma... Recién salido de Oxford. Y empecé a juzgar el caso acertadamente. El móvil no fue el dinero, ¿verdad? ¿Desprecio de la propia existencia? Tampoco, porque hace tiempo que es usted prácticamente un dictador, y para un dictador la propia vida cobra máxima importancia, mientras las de los demás la pierden.

—¿Qué está usted insinuando, mister Poirot?

—Insinúo que cuando se casó con Rebeca Arnholt, ya estaba usted casado. Ofuscado por la ambición de riquezas y poder, pasó por alto este detalle y deliberadamente cometió un acto de bigamia, al que se avino su verdadera esposa.

—¿Quién era?

—El nombre que dio en las Residencias del rey Leopoldo fue el de mistress Chapman, un lugar cercano, que dista unos cinco minutos a pie de su casa de Chelsea. Usted utilizó el nombre de un verdadero agente secreto, pensando que así no levantarían sospechas. Su plan tuvo un rotundo éxito. Sin embargo, subsistía el hecho de que usted nunca estuvo casado legalmente con Rebeca Arnholt y era culpable de bigamia. Durante años vivió ajeno al peligro... Al fin apareció en la persona de una mujer que le recordaba después de veinte años como esposo de su amiga. La casualidad quiso que regresara a este país y se encontrase con usted en la calle Reina Carlota. También fue casualidad que le acompañara su sobrina y oyera lo que dijo. De otro modo, yo nunca hubiese podido descifrarlo.

—Yo mismo le hablé de ese encuentro, mi buen Poirot.

—No. Fue su sobrina quien insistió en contármelo, y usted no pudo protestar con demasiada violencia para no levantar sospechas. Después de este encuentro ocurrió otra desgraciada casualidad, según su punto de vista. Mabelle Sainsbury Seale encontró a Amberiotis y fue a comer con él, contándole su encuentro con el marido de una amiga suya..., ¡después de tantos años! Que le encontró algo más envejecido, claro, pero había cambiado poco. Esto, tengo que confesar, son puras suposiciones, pero creo que debió de ser así. Mabelle ni pensaría que mister Blunt, esposo de su amiga, fuese el gran personaje financiero. El nombre, después de todo, es bastante corriente; pero recuerde que Amberiotis, además de espía, era chantajista, y estos pájaros tienen un olfato especial para los secretos. Amberiotis sospechó. Era tan fácil saber quién era mister Blunt. Y entonces le escribió, sin duda, o le telefoneó. ¡Ah! Sí, ¡vaya una mina de oro para el griego!

Poirot hizo una pausa. Y continuó:

—Solo existe un medio eficaz para tratar con un chantajista con experiencia: hacerle callar. No fue, como creyeron erróneamente: «Blunt debe desaparecer», sino al contrario: «Amberiotis debe desaparecer.» Pero la solución fue la misma. La manera de atacar a un hombre es cuando está desprevenido, ¿y dónde mejor que en la silla del dentista?

Poirot hizo otra pausa con una ligera sonrisa en sus labios.

—La verdad de lo sucedido se dijo muy pronto. Alfred, el botones, estaba leyendo una historia de crímenes titulada Muerte a las once cuarenta y cinco. Debíamos haberlo tomado como un presagio. Porque esa fue la hora en que Morley fue asesinado. Usted le disparó cuando se iba a marchar. Luego, hizo sonar el timbre, abrió los grifos del lavabo y abandonó el gabinete. Lo calculó tan bien que bajaba la escalera mientras Alfred introducía en el ascensor a la falsa Mabelle Sainsbury Seale. Usted atravesó la puerta principal, pero mientras el ascensor subía, volvió a entrar en la casa y subir la escalera. Sé, por mis propias visitas, lo que hace Alfred. Llama a la puerta, la abre y se aparta para que entre el paciente. Dentro se oye el correr del agua mientras Morley se lava las manos. Pero Alfred no le ve. Tan pronto como Alfred hubo bajado en el ascensor, usted volvió a entrar en el gabinete. Con la ayuda de su cómplice arrastró el cuerpo hasta la salita contigua. Luego, rápidamente falsificaron las fichas de mistress Chapman y miss Sainsbury Seale. Entonces se vistió una de las batas blancas de Morley y tal vez su esposa le maquilló. No era necesario. El próximo cliente era Amberiotis y nunca le había visto. Su fotografía aparece rara vez en los periódicos. Además, ¿por qué había de sospechar? Un chantajista no teme a su dentista.

»Miss «Sainsbury Seale» bajó y el botones la acompañó hasta la puerta. Sonó el timbre y Amberiotis fue introducido. Encontró al «dentista» lavándose las manos detrás de la puerta. Luego, le acompañó al sillón. Él le indica el diente dañado. Usted charla como es costumbre. Le explica que será mejor anestesiar la encía. Allí está la adrenalina y la procaina y le inyecta una dosis capaz de matarle. ¡Casualmente no siente ninguna molestia en su presencia! Amberiotis se marcha ajeno a toda sospecha. Usted vuelve a sacar el cuerpo de Morley y lo coloca en el suelo arrastrándole sobre la alfombra, ya que ahora no dispone de ayuda. Saca la pistola y se la coloca en la mano. Limpia el pomo de la puerta para que sus huellas dactilares no sean las últimas. El instrumental está en el esterilizador. Abandona la estancia, baja la escalera y sale de la casa en un momento propicio. Este ha sido su único riesgo. ¡Pudo haberle salido tan bien! Dos personas que amenazaban su tranquilidad, muertas; y una tercera también, pero eso desde su punto de vista era inevitable. Y todo tan bien explicado. El suicidio de Morley se explicaba por su equivocación. Las dos muertes se complementaban. Un accidente lamentable.

»Pero, por desgracia para usted, aparezco en escena. Y dudo, y hago comentarios. No va todo tan bien como esperaba, y organiza una segunda línea de defensa, que tenga una víctima propiciatoria si es necesario. Se ha informado minuciosamente de la vida de mister Morley. Francis Carter le sirve. Su cómplice hace que le empleen en su misteriosa misión de jardinero. Si después cuenta la ridicula historia, nadie le creerá. A su debido tiempo aparece el arcón de pieles con el cadáver. Primero se cree que es el de miss Seale; luego, se la identificará por la dentadura. ¡Gran sensación! Puede parecer una complicación innecesaria, pero no lo es. Usted no desea que la Policía busque a la esposa de Albert Chapman. Que la crean muerta... y que se busque a Mabelle Sainsbury Seale..., puesto que no han de encontrarla. Además, con su influen-cia puede hacer que el caso sea relegado al olvido. Y eso hace. Pero como le es necesario saber lo que yo hago, envía a buscarme y me ruega que busque a la dama desaparecida. Continúa «forzándome la carta». Su cómplice me telefonea para que me retire, para que siga creyendo que se trata de espionaje... del aspecto público. Su esposa es una actriz inteligente, pero para disfrazar una voz la tendencia natural es imitar la de otra persona. Su esposa imitó la entonación de mistress Olivera. Eso me desconcertó bastante. Luego, me llevan a Exsham, donde habían preparado el último acto de la comedia. ¡Qué fácil es disparar contra un hombre tras un seto de laurel y arrojar la pistola por encima para que caiga a los pies de Carter! Este, sorprendido, la recoge. ¿Qué más quiere? Le sorprenden con las manos en la masa..., con una defensa ridicula y un arma gemela a la que mató a Morley. Una trampa tendida ante Hércules Poirot.

Alistair Blunt movióse inquieto en su silla. Su rostro se puso grave al decir:

—No me confunda, mister Poirot, ¿Qué es lo que imagina y qué es lo que sabe?

El detective repuso:

—Tengo el certificado de matrimonio del Registro Civil de Oxford, de Martin Alistair Blunt y Gerda Grant. Francis Carter vio salir a dos hombres del gabinete de Morley después de las doce y veinticinco. El primero era grueso... Amberiotis. El segundo, naturalmente, era usted. Francis Carter no le reconoció, pues le vio desde arriba.

—¡Qué lealtad por su parte confesarlo!

—Entró en la clínica y encontró el cuerpo de Morley con las manos frías y sangre seca alre-dedor de la herida. Eso significaba que había muerto hacía rato. Por tanto, el dentista que atendió a Amberiotis no pudo haber sido Morley, sino su asesino.

—¿Algo más?

—Sí. Esta tarde han arrestado a Helen Montresor.

Alistair Blunt hizo un movimiento. Luego, volvió a quedar inmóvil. Hércules Poirot prosi-guió:

—Sí. La verdadera Helen Montresor, su parienta lejana, murió hace siete años en Canadá. Usted se aprovechó de esta circunstancia.

Una sonrisa asomó en los labios del millonario, que dijo, como un chiquillo travieso:

—Quisiera que me comprendiese. Usted es un sujeto inteligente. Me casé con Gerda sin que en mi casa lo supieran. Ella actuaba en una compañía, mi familia era muy orgullosa, y yo iba a entrar como socio en la firma. Acordamos mantenerlo secreto, y ella continuó actuando. Miss Sainsbury Seale estaba en la misma Compañía. Sabía todo lo nuestro. Luego, se fue al extranjero en una tournée. Gerda supo de ella un par de veces que le escribió desde la India. Más tarde dejó de hacerlo. Mabelle se dejó engañar por algún hindú. Era una muchacha crédula y estúpida. Quisiera que pudiese comprender mi encuentro con Rebeca y nuestro matrimonio. Gerda lo comprendió.

»Le pondré un ejemplo. Tenía la oportunidad de casarme con una reina y representar el papel de príncipe consorte, e incluso rey. Gerda lo consideraba un matrimonio morganático. Yo la amaba a ella y no quería que nos separásemos. Todo salió a pedir de boca. Rebeca me gustaba mucho. Era una mujer con un cerebro privilegiado, igual que el mío. Eramos buenos compañeros de trabajo, lo que resultaba sumamente excitante. Fue una compañera excelente y creo que supe hacerla feliz. Sentí mucho su muerte. Lo curioso del caso es que Gerda y yo aprendimos a divertirnos con nuestros emocionantes encuentros secretos. Teníamos toda clase de ardides ingeniosos. Ella es actriz por naturaleza. Tiene un repertorio de seis o siete personalidades distintas... una de ellas es la de esposa de Albert Chapman. En París fue una viuda americana. Me encontraba con ella cuando iba a mis negocios. Ella iba a Norway a pintar, como si fuese una artista, y yo a pescar. Más tarde la hice pasar por mi prima Helen Montresor. Era muy divertido y creo que ha sido un medio de conservar nuestro amor. Pudimos casarnos oficialmente a la muerte de Rebeca, pero no quisimos. A Gerda le hubiese resultado difícil llevar mi vida oficial y, claro, pudo haberse descubierto todo, aunque yo creo que la verdadera razón es que disfrutábamos de nuestro secreto. Hubiésemos encontrado aburrida la vida de hogar.

Blunt hizo una pausa. Su voz cambió, endureciéndose.

—Y entonces esa condenada mujer lo estropeó todo. ¡Reconocerme al cabo de tantos años! ¡Y decírselo a Amberiotis! Ya ve usted... ¡Había que hacer algo! No solo por mí, por mi egoísmo. Si yo me arruinaba, este país, mi patria, también se hundiría, porque yo he hecho algo por Inglaterra. Le he dado firmeza y solvencia. Está libre de dictadores... fascistas o comunistas. A mí no me interesa el dinero como dinero. Amo el poder, me gusta gobernar, pero no tiranizar. En Inglaterra somos demócratas... verdaderos. Podemos reírnos y burlarnos de nuestros políticos... Somos libres. Yo me ocupo de todo esto... Ha sido el trabajo de toda mi vida. Pero si yo me fuese..., ya sabe lo que pasaría. Soy imprescindible, Poirot, y un chantajista burlón iba a destruir la labor de toda mi vida. Tenía que hacer algo. Gerda lo vio así también. Lo sentíamos por la pobre miss Sainsbury Seale..., pero no había más remedio. Teníamos que hacerla callar. Gerda fue a verla y la invitó a tomar el té, diciéndole que preguntase por mistress Chapman, en cuyo piso habitaba... Mabelle fue sin sospechar. No se enteró de nada..., el veneno estaba en el té... No se sufre. Se duerme uno para no despertar. Lo de la cara lo hicimos luego. Fue bastante desagradable, pero lo juzgamos necesario. Mistress Chapman había desaparecido para siempre. Yo había donado una casita a mi «prima» Helen; decidimos casarnos al cabo de algún tiempo. Pero primero teníamos que deshacernos de Amberiotis. Todo salió bien. No sospechó que yo no era un verdadero dentista. Me las compuse bastante bien con las tenazas. No me atreví a usar el torno. Claro que después de la inyección no sentía nada de lo que yo hacía.

—¿Y los revólveres? —le preguntó Poirot.

—Pertenecían a un secretario que tuve en América. Los compró en el extranjero. Cuando se marchó los dejó olvidados. ¿Hay algo más que desee saber?

—¿Y Morley?

Alistair Blunt repuso sencillamente:

—Lo sentí.

—Sí..., ya.

Se hizo un largo silencio que rompió Blunt.

—Y bien, mister Poirot, ¿ahora qué?

—Helen Montresor ya está detenida —repuso el detective.

—¿Y ahora me toca a mí?

—Según mi opinión, sí.

—Pero no está satisfecho, ¿verdad?

—No. Nada.

—He matado a tres personas —prosiguió Alistair Blunt—. Así que debo ser ahorcado. Pero tiene que oír mi defensa.

—¿Cual es exactamente?

—Que yo creo con alma y corazón que soy necesario para que continúe la paz y el bienestar de esta nación.

—Sí... Puede ser —convino Hércules Poirot.

—Está de acuerdo, ¿verdad?

—Sí. Usted representa todo lo que tiene importancia para mí. Estabilidad, sentido común, equilibrio y honradez probada.

—Gracias —dijo Alistair Blunt tranquilamente—. Y bien, ¿qué?

—¿Me sugiere que abandone el caso?

—Sí.

—¿Y su esposa?

—Ya lo he pensado. Diremos que han confundido su personalidad. Que la han tomado por otra.

—¿Y si me niego?

—En ese caso —dijo tranquilo el banquero—, estoy dispuesto; pero escuche esto... y no lo tome a presunción. Soy imprescindible. ¿Y sabe por qué? Porque soy honrado, y tengo sentido común... y ningún interés particular.

Poirot, por extraño que parezca, le creía.

—Sí. Ese es uno de sus aspectos. Usted es el hombre capacitado para su puesto. Tiene sentido común, estabilidad, honradez..., pero queda el otro aspecto. Los tres seres humanos que han muerto.

—Sí, pero piense en ellos, Mabelle Sainsbury Seale... Usted mismo lo dijo...; una mujer con el seso de una gallina. Amberiotis, ladrón y chantajista...

—¿Y Morley?

—Ya le he dicho que lo sentí, porque después de todo era un hombre decente y un buen dentista..., pero hay otros dentistas...

—Sí —dijo Poirot—, quedan otros. Y a Francis Carter, ¿le hubiese dejado morir?

Blunt repuso:

—No malgaste su compasión en él. No es bueno. Es un bribón redomado.

—Pero es un ser humano... —intervino Poirot.

—Todos lo somos.

—Sí. Todos somos seres humanos. Eso es lo que usted olvida. Dice que Mabelle Sainsbury Seale era una tonta, y Amberiotis un malvado, y Francis Carter un pillo..., y Morley..., Morley era solo un dentista, y hay muchos otros. Eso es lo que usted y yo, mister Blunt, no vemos igual. Para mí las vidas de esas cuatro personas son tan importantes como la suya.

—Está usted en un error.

—No, no estoy equivocado. Usted es un hombre de naturaleza recta y honrada, pero ha dado un paso en falso, y en apariencia no le ha afectado. Públicamente hubiese continuado lo mismo, siendo honrado y de confianza. Pero en su interior el amor al poder ha adquirido proporciones insospechadas. Ha sacrificado cuatro vidas sin que signifiquen nada para usted.

—¿No comprende, Poirot, que la estabilidad y felicidad del país dependen de mí?

—No me preocupo por las naciones, monsieur, sino por las vidas de meros individuos que tienen derecho a conservarla.

Y se levantó.

—¿Así que esa es su respuesta?

El detective dijo con voz cansada:

—Sí... Esa es mi contestación.

Fue hasta la puerta y abrió. Entraron dos hombres.

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