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Vistiéndose para la cena, Hércules Poirot ajustó el nudo de su corbata hasta lograr una simetría perfecta y contempló en el espejo su entrecejo fruncido.

No estaba satisfecho..., mas se hubiese visto en un aprieto, de tener que explicar el porqué. Tenía que confesar que el caso era bien claro. Francis Carter había sido sorprendido con las manos en la masa. No es que le fuese simpático. Juzgado desapasionadamente, era lo que se llama un equivocado, un individuo matón y desagradable, aunque con cierto atractivo para aquellas mujeres que se resisten a creer lo peor sin reparar en la evidencia. Y su historia era tan poco convincente... Les habló de estar relacionado con el Servicio Secreto..., y aquel empleo misterioso de jardinero para informar de las conversaciones y actos de los otros jardineros. Era una historia sin fundamento. Una invención pobre..., como lo que, según Poirot, era capaz de inventar Francis Carter.

Y este no daba otra explicación, excepto que alguien debió de arrojar el revólver. Lo repetía una y otra vez.

No. No había nada que decir en defensa de Carter, a no ser la extraña coincidencia de que Howard Raikes hubiera estado presente dos días consecutivos en el momento en que una bala pasaba rozando a Alistair Blunt.

Tal vez no tuviera nada de particular. Raikes pudo no haber disparado en la calle Downing y su presencia en Exsham ser debida a su deseo de estar cerca de su novia. Sí. No era del todo improbable.

Los acontecimientos habían mejorado la situación de Howard Raikes. A un hombre que acaba de salvarle la vida no le niegues la entrada en tu casa. Lo menos que puedes hacer es brindarle tu amistad y hospitalidad. A mistress Olivera le disgustaba, pero no pudo menos que reconocer que nada podía hacerse.

¡El indeseable amigo de Jane había puesto los pies en la casa y pensaba conservarlos allí!

Aquella noche Poirot le observó detenidamente.

Estaba actuando con astucia sin mantener sus subversivos puntos de vista ni hablar de política. Contó divertidas anécdotas de sus cacerías en lugares salvajes.

«Ya no es el lobo —pensó Poirot—, lleva puesta la piel de cordero. Pero ¿y debajo? Quisiera saber...»

Cuando Poirot se preparaba para acostarse llamaron a su puerta. El detective gritó: «Adelante»..., y entró Howard Raikes.

Al ver la expresión de Poirot echóse a reír.

—¿Le sorprende verme? Le he estado observando, toda la noche y no me gusta su aspecto. Parece algo inquieto.

—¿Por qué le preocupa eso, amigo?

—No lo sé. Pienso que tal vez trate de descifrar algunas cosas que le parecen difíciles de tragar.

Eh bien! ¿Y si fuese así?

—Pues voy a decirle la verdad de lo sucedido ayer. ¡Todo fue una comedia!, ¿sabe?; estaba esperando a que su señoría saliera del número diez de la calle Downing y vi cómo Ram, Lal, le disparaba. Yo conozco a Ram Lal. Es un muchacho simpático. Un poco excitable, pero que siente los errores de la India. Nadie sufrió daño alguno. Ese precioso par de camisas almidonadas resultaron ilesas; así que decidí representar una farsa para que el indio pudiese escapar. Agarré a un hombrecillo que se hallaba a mi lado y grité que era el culpable con la esperanza de que Ram Lal huyera. Pero los de la secreta fueron más listos. Le cogieron en seguida. Eso fue lo que pasó, ¿comprende?

—¿Y hoy? —preguntó Hércules Poirot.

—Eso es distinto. Hoy no había ningún Ram Lal. Carter es el único culpable. ¡Disparó el revólver! Aún lo tenía en la mano cuando le sorprendí. Me figuro que se disponía a repetir el disparo.

—¿Desde cuándo desea conservar la integridad personal de mister Blunt?

—Lo encuentra un poco raro después de todo lo que dije, ¿verdad? Sí, es raro. Yo creo que Blunt es un individuo que debiera desaparecer... por el bien de la Humanidad y del progreso, no por su persona. Es un hombre muy agradable, al estilo inglés. Eso es lo que opino, y al ver que iban a disparar contra él, intervine. Esto le demuestra lo ilógica que es la raza humana.

—Del dicho al hecho hay mucho trecho.

—¡Eso digo yo!

Y Howard Raikes, tras levantarse de la cama en que se sentara, sonrió con aire confidencial.

—Creí que debía venir a decírselo.

Y salió, cerrando la puerta con cuidado.

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