Capítulo VII



Thirteen fourteen, maids are courting[7]

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—Mister Reilly, ¿es usted?

El joven irlandés sobresaltóse al oír que le llamaban. Volvióse. A su lado, ante el mostrador de la Compañía Naviera, hallábase un hombrecillo de grandes bigotes y cabeza ovoidal.

—Tal vez no me recuerde.

—No se hace justicia, mister Poirot. Usted no es un hombre que se olvide fácilmente.

Y se volvió para dirigirse al encargado que aguardaba tras el mostrador.

—¿Se va de vacaciones al extranjero? —volvió a preguntar el detective.

—No voy de vacaciones. Y usted, mister Poirot, ¿vuelve a su país?

—Algunas veces paso cortas temporadas en mi patria..., Bélgica.

—Yo voy más lejos —dijo Reilly—. A América. Y no creo que regrese.

—Lo siento, mister Reilly. ¿Así que abandona su clínica de la calle Reina Carlota?

—Si dice que es ella quien me está abandonando a mí, estará más acertado.

—¿De veras? Es muy lamentable.

—No me preocupa. Cuando pienso en las deudas que dejaré sin pagar, me siento feliz. No seré yo quien se preocupe por cuestiones monetarias. Yo digo: «Abandona tus deudas y empieza de nuevo.»

—El otro día vi a miss Morley—prosiguió Poirot.

—¿Y fue un placer para usted? Yo diría que no. Nunca vi una mujer con un rostro más amargado. A menudo pensé que debía gustarle la bebida..., pero eso es lo que nunca se sabrá.

Poirot quiso saber:

—¿Está de acuerdo con el veredicto del juez sobre la muerte de su socio?

—No —repuso Reilly con énfasis.

—¿Cree usted que cometió un error al poner la inyección?

—Si Morley inyectó a ese griego la cantidad que dicen, o estaba bebido o quiso matarle. Y yo nunca vi que Morley bebiese.

—¿Así que cree que lo hizo a propósito?

—No quiero decir eso. Es una acusación muy grave. Hablando con sinceridad, no lo creo.

—Debe de haber alguna explicación.

—Sí, debe de haberla, pero todavía no he pensado cuál puede ser.

—¿Cuándo vio usted por última vez a mister Morley? —inquirió el detective.

—Veamos. Hace tiempo que me hago esa pregunta. Debió de ser la noche antes..., sobre las siete menos cuarto.

—¿No le vio el día del asesinato?

Reilly negó con la cabeza.

—¿Está usted seguro? —insistió Poirot.

—¡Oh!, no me atrevo a asegurarlo, pero no recuerdo...

—¿No recuerda, por ejemplo, si subió a su clínica hacia las once y treinta y cinco, cuando estaba atendiendo a un paciente?

—Sí. Tiene razón. Fui a hacerle una pregunta profesional acerca de un instrumental que había encargado. Estuve sólo unos instantes, por eso no me acordaba. Él estaba con un paciente.

Poirot asintió y dijo:

—Quisiera hacerle otra pregunta. Su paciente, mister Raikes, se marchó sin pasar consulta. ¿Qué hizo durante esa media hora de descanso?

—Lo que hago siempre que tengo un respiro. Me preparo algo de beber. Como ya le he di-cho, hablé por el teléfono interior y subí a ver a Morley.

—También creo que no tuvo ningún paciente de doce y media a una, o sea, después de mister Barnes. Por cierto, ¿a qué hora se marchó?

—¡Ah!, después de las doce y media.

—¿Y qué hizo usted entonces?

—Lo mismo que antes. Fui a beber algo.

—¿Y volvió a subir a ver a Morley?

—¿Quiere insinuar que subí para matarle? —Reilly sonrió—. Hace tiempo le dije que no fui yo. Pero, claro, solo tiene mi palabra de honor.

—¿Qué opina de Agnes, la doncella? —le preguntó Poirot.

—Es una pregunta muy curiosa.

—Pero me agradaría que contestase.

—Contestaré. No opino nada. Georgina vigila estrechamente a sus doncellas... y hace muy bien. La muchacha no me miró ni una vez..., con lo cual demostraba bastante mal gusto.

—Tengo el presentimiento —dijo el detective— de que esa chica sabe algo.

Ante la mirada inquisitiva de Poirot, Reilly sonrió, moviendo la cabeza.

—No me pregunte... No sé nada. No puedo ayudarle.

Y tras recoger los billetes que estaban sobre el mostrador, saludó sonriente y se fue.

Poirot explicó al desilusionado empleado que aún no estaba decidido a emprender el crucero por el Norte.

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