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Al abandonar la estancia, Poirot casi tropieza con una persona que estaba detrás de la puerta.

—Le ruego me perdone, mademoiselle.

Jane Olivera se hizo a un lado.

—¿Sabe lo que pienso de usted?

Eh bien, mademoiselle?

No le dio tiempo a concluir. La pregunta fue hecha con intención de contestarla acto se-guido.

—...Que es usted un espía. ¡Eso es lo que es! Un espía miserable y rastrero, que va metiendo cizaña.

—Le aseguro, mademoiselle...

—¡Sé lo que anda buscando! ¡Y las mentiras que cuenta! ¿Por qué no lo reconoce? Bien, voy a decirle una cosa: no descubrirá nada, absolutamente nada. ¡No hay nada que descubrir! Nadie va a tocar un pelo de la preciosa cabeza de mi tío Alistair. Está a salvo..., como siempre...; ¡presumido, próspero y lleno de vulgaridades! Es un inglés glotón sin pizca de imaginación.

Se detuvo y con su voz agradable y pastosa dijo con odio:

—¡Aborrezco su presencia..., detective bourgeois y sanguinario!

Y se alejó entre el revuelo de su vestido, un modelo de mucho precio.

Hércules Poirot quedó atusándose el bigote, con los ojos muy abiertos y las cejas arqueadas.

El epíteto bourgeois le cuadraba muy bien. Su visión de la vida era esencialmente burguesa; pero empleado como epíteto por la exquisita Jane Olivera, le daba mucho que pensar.

Y pensativo dirigióse al salón.

Mistress Olivera, que estaba resolviendo problemas de ajedrez, dedicóle la más glacial de sus miradas y murmuró, distraída:

—Alfil blanco come a la reina negra.

Dolido, el detective se retiró.

«Cielos, parece que nadie me quiere», se dijo.

Y salió al jardín. Hacía una noche apacible y el perfume de madreselvas embalsamaba el ambiente. Poirot aspiró con fruición y echó a andar por un sendero bordeado de arbustos.

Al volver un recodo vio dos figuras que se separaban.

Le pareció haber interrumpido una escena amorosa, y se dispuso a volver sobre sus pasos. Incluso en aquel lugar estorbaba. Pasó ante la ventana de Alistair Blunt y le vio dictando a su secretario.

En definitiva, no :había lugar para él, y subió a su cuarto.

Durante un rato fue considerando varios aspectos de la situación.

Debió de equivocarse al creer que la voz de la llamada telefónica fuese la de mistress Olivera. ¡Parecía una idea absurda!

Recordó las revelaciones de mister Barnes sobre las misteriosas andanzas de Q.X. 912, alias Albert Chapman, y la mirada ansiosa y preocupada de Agnes, la doncella...

Siempre lo mismo..., la gente se reserva muchas cosas. Por lo general, sin importancia, pero a menos que salgan a relucir es imposible seguir una pista segura.

Y el peor obstáculo para ordenar y aclarar las cosas era el misterio insoluble y contradictorio de miss Sainsbury, Seale. Porque si los factores que había observado eran ciertos..., entonces nada tenía sentido.

—¿Es posible que me esté haciendo viejo?

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