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«Líbrame, Señor, del demonio y presérvame del hombre malo»

Cantó mistress Olivera con voz firme. La entonación de su voz hizo pensar a Poirot que el hombre malo que veía en su mente era Howard Raikes.

El detective había acompañado a su anfitrión y su familia a la iglesia del pueblo para asistir al oficio de la mañana.

—¿Va usted siempre a la iglesia, mister Blunt? —había dicho con ligera ironía Howard Raikes.

Y el millonario había murmurado vagamente que eso es lo que se espera de uno, con un sentimiento tan inglés que arrancó una sonrisa a Poirot.

Mistress Olivera acompañó a su pariente y ordenó a Jane que hiciera otro tanto.

«Han afilado sus lenguas como las serpientes —cantaron los monaguillos—, y el veneno de la víbora se alberga tras sus labios.»

Los tenores y bajos contestaron:

«Guárdame, ¡oh Señor!, de la iniquidad. Presérvame de los hombres malvados que quieran desbaratar mis actos.»

Hércules Poirot se animó a cantar con su voz de barítono.

«El orgullo me ha tendido una trampa y ha tejido una red de cuerdas; sí, siembra de obstáculos mi caminoooooo.»

Y se quedó con la boca abierta.

Lo veía..., veía con claridad la trampa en que casi se cae.

Una trampa astuta, una red de cuerdas, un abismo abierto ante sus pies..., disimulado para que cayera en él.

Como un autómata quedó con la boca abierta mirando al vacío mientras los demás se sentaban, hasta que Jane Olivera le cogió del brazo y le dijo:

—¡Siéntese!

Un anciano sacerdote entonaba:

Aquí comienza el decimoquinto capítulo del primer libro de Samuel—y siguió leyendo.

Mas Poirot no oía nada. Estaba en otro mundo, un mundo delicioso donde los factores giraban antes de ocupar sus lugares respectivos. Era como un calidoscopio..., zapatos con hebilla..., medias de la talla diez..., un rostro destrozado..., los gustos literarios del botones..., las actividades de Amberiotis... y el papel representado por mister Morley..., todo giraba antes de situarse en su lugar y formar un diseño correcto.

Por primera vez, Hércules Poirot enfocaba el caso por la verdadera pista.

Porque la rebelión es el signo que conduce a la obstinación y a la idolatría. Aquellos que rechazaron la palabra de Dios le rechazaron también como rey. Aquí termina la primera lección —concluyó el clérigo de un tirón.

Como un somnámbulo, el detective se puso a rezar el Tedeum.

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