8



Frank Carter era un muchacho joven, de mediana estatura y aspecto elegante. Hablaba deprisa y con facilidad. Sus ojos, demasiado juntos, movíanse inquietos de un lado a otro.

Mostróse receloso y hostil.

—No tenía idea de que íbamos a comer con usted, mister Poirot. Gladys no me dijo nada.

Al hablar dirigía una mirada contrariada a su novia.

—Lo decidimos ayer—sonrió Poirot—. Miss Nevill está muy trastornada por las circunstancias del fallecimiento de mister Morley y quizá si nos uniéramos...

—¿La muerte de Morley? —le interrumpió Francis Carter—. ¡Estoy harto de este asunto! ¿Por qué no puedes olvidarle, Gladys? No ha sido nada extraordinario, que yo sepa.

—¡Oh, Francis!, no creo que debas hablar así. Me ha dejado cien libras. Ayer me dieron la carta en que lo dice.

—Esto está bien. Pero, después de todo, ¿por qué no había de hacerlo? Te hacía trabajar como una negra..., ¿y quién cobraba las facturas importantes? Él, desde luego.

—Bien; es cierto, pero me pagaba un buen sueldo.

—No, según mis ideas. Eres demasiado modesta, Gladys querida. Conocía a Morley. Sabes tan bien como yo que hizo lo que pudo para que me dieses calabazas.

—¡Él no comprendía!

—Comprendía perfectamente. Ahora está muerto; de otro modo puedo decirte que hubiese sabido lo que pienso.

—Y fue a decírselo en la mañana de su defunción, ¿verdad? —preguntó el detective con amabilidad.

Francis Carter dijo de malos modos:

—¿Quién le ha dicho eso?

—Fue usted a eso, ¿verdad?

—¿Y qué? Deseaba ver a miss Nevill.

—Pero le dijeron que no estaba.

—Sí, y eso me hizo sospechar bastante. Le dije a ese tonto pelirrojo que esperaría para ver a Morley. Ya duraba demasiado su interés en ponerla contra mí. Quería decirle que ya no era un pobre desgraciado sin trabajo, que tenía un buen empleo y que ya era hora de que Gladys lo supiera y fuera pensando en su trousseau.

—Pero no se lo dijo.

—No. Me cansé de esperar en aquel mausoleo oscuro y me fui.

—¿A qué hora salió?

—No me acuerdo.

—Entonces, ¿a qué hora llegó?

—No lo sé. Me figuro que poco después de las doce.

—Y estuvo allí una media hora... ¿Más? ¿Menos?

—Le digo que no lo sé. No soy de esos que siempre están mirando el reloj.

—¿Había alguien más en la sala de espera?

—Había un gordiflón cuando entré, pero no estuvo mucho tiempo. Luego, me quedé solo.

—Así, pues, debió de salir antes de las doce y media, porque a esa hora llegó una dama.

—Puede ser. Aquel lugar me crispaba los nervios.

Poirot contemplábale pensativo. El fanfarrón estaba inquieto. No parecía muy sincero, aunque bien podría ser solo los nervios.

Con tono cordial le dijo el detective:

—Miss Nevill me ha dicho que ha tenido la suerte de encontrar un buen empleo.

—El sueldo es bueno.

—Me dijo que diez libras semanales.

—Sí. No es despreciable, ¿verdad? Demuestra que puedo ganarlo cuando me empeño.

Fanfarroneaba un poco.

—Sí. ¿Es un trabajo pesado?

—No demasiado—contestó Francis, cauteloso.

—¿E interesante?

—¡Oh!, sí, mucho. Hablando de trabajos, siempre me ha interesado saber cómo averiguan las cosas ustedes, los detectives. Supongo que eso de las corazonadas de Sherlock Holmes habrá pasado a la historia. ¿Muchos divorcios?

—Yo no me dedico a eso.

—¿De veras? Entonces no sé cómo vive.

—Me las arreglo, amigo mío, me las arreglo.

—Pero usted siempre está en lo alto, ¿verdad, mister Poirot? —intervino Gladys Nevill—. Así lo decía mister Morley. Quiero decir que a usted lo llama la nobleza, el Ministerio de Gobernación..., duquesas...

Poirot se sonrió para decir:

—Me confunde usted, mademoiselle.

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