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Poirot, de vuelta a su casa por las calles solitarias, iba pensativo.

Al llegar telefoneó a Japp.

—Perdone que le moleste, inspector; quisiera saber si hizo alguna averiguación con respecto al telegrama que enviaron a Gladys Nevill.

—¿Todavía indagando? Sí, se hizo. El telegrama fue enviado con bastante perspicacia, pues la tía vive en Richbourne, en Somerset, y fue redactado en Richbarn..., ya sabe, el suburbio londinense.

Hércules dijo:

—Sí. Fue una medida inteligente. Si el destinatario miraba desde donde fue remitido, Rich-barn es tan parecido a Richbourne, que convencería.

Hizo una pausa.

—¿Sabe lo que opino?

—¿Qué?

—Que hay un cerebro que dirige este asunto.

—Hércules Poirot quiere que sea asesinato, y tiene que serlo.

—¿Cómo se explica el telegrama?

—Coincidencia. Alguien quiso gastar una broma a la muchacha.

—¿Y por qué?

—¡Oh, por Dios, Poirot! ¿Por qué se hacen estas cosas? Bromas. Inocentadas. Un equivocado sentido del humor, ¡qué sé yo! ¿Por qué es usted tan horriblemente suspicaz?

—Y alguien tuvo la ocurrencia de sentirse con ganas de broma precisamente el día que Morley iba a equivocarse al poner una inyección.

—Pudo haber ciertas causas y efectos. Al hallarse ausente miss Nevill, Morley estuvo más ocupado que de costumbre y, en consecuencia, más predispuesto a cometer un error.

—No me satisface del todo.

—Yo diría... ¿No ve adonde le conduce su punto de vista? Si alguien quiso librarse de miss Nevill, sería probablemente el propio Morley, que hubiese premeditado matar a Amberiotis.

Poirot no contestó. Japp siguió diciendo:

—¿Lo ve?

Poirot repuso:

—A Amberiotis pudieron matarle de otra manera.

—Pero no él. Nadie fue a verle al Savoy. Comió en su habitación. Los médicos dicen que la droga le fue inyectada, no ingerida por vía bucal..., no tenía nada en el estómago. Ahí tiene. Es un caso claro.

—Eso es lo que se pretende que creamos.

—Scotland Yard está conforme.

—¿Y también lo está con lo de la dama desaparecida?

—¿El caso de la Dama Evaporada? No. No puedo decir eso; aún están trabajando en ello. Esa mujer tiene que estar en alguna parte. Uno no puede salir a la calle y desaparecer.

—Pues ella parece que lo hizo.

—De momento. Pero tiene que estar en algún sitio, viva o muerta, y yo no creo que esté muerta.

—¿Por qué no?

—Porque habríamos encontrado su cadáver.

—¡Oh, Japp! ¿Es que los cadáveres aparecen tan pronto?

—Supongo que insinúa que ha sido asesinada y que la encontraremos en una cantera cortada a pedacitos, como mistress Ruxton.

—Al fin y al cabo, usted sabe, mon ami, que algunas personas desaparecen y no vuelve a saberse de ellas.

—Muy rara vez, amigo mío. Desaparecen montones de mujeres, pero solemos encontrarlas perfectamente. Nueve de cada diez se hallan en compañía de algún hombre. Pero no creo que este sea el caso de nuestra Mabel, ¿verdad?

—Eso no se sabe nunca —dijo Poirot—. Pero no lo creo. ¿Así que está seguro de poder en-contrarla?

—La encontraremos. Hemos publicado su fotografía en la Prensa y dado su descripción por la B.B.C.

—¡Ah!—dijo Poirot—. Imagino que eso traerá consecuencias.

—No se preocupe. Encontraremos a su bella desaparecida con su ropa interior de lana y todo.

Y colgó.

George entró en la estancia con su habitual parsimonia para depositar sobre la mesita una taza humeante de chocolate con sus correspondientes bizcochos.

—¿Desea algo más el señor?

—Estoy perplejo, George.

—¿De veras, señor? Lo siento.

El detective, muy pensativo, tomó un sorbo de chocolate.

George, que conocía esos síntomas, aguardó en pie. En algunas ocasiones, Hércules Poirot discutía sus casos con su criado. Siempre dijo que encontraba sus comentarios muy acertados.

—Sin duda estarás enterado de la muerte de mi dentista, ¿no es así, George?

—¿Mister Morley? Sí, señor. Muy lamentable. Según tengo entendido, se suicidó.

—Esa es la opinión general. No se suicidó; fue asesinado.

—Sí, señor.

—El problema está, si ha sido asesinado, en ¿quién le mató?

—Cierto, señor.

—Hay solo un número limitado de personas que pudieron asesinarle. Es decir, que estaban en la casa... o que podrían haber estado cuando sucedió.

—Cierto, señor.

—Esas personas son: la cocinera y la doncella, ambas simples domésticas incapaces de nada semejante. Una hermana que le adora, pero que hereda sus bienes..., no hay que descuidar el aspecto económico. Un socio hábil y eficiente..., sin motivo conocido. Un botones atolondrado, con afición a las novelas de crímenes y, por último, un caballero griego con antecedentes algo dudosos.

George carraspeó:

—Esos extranjeros, señor...

—Exacto. Estoy de acuerdo contigo. El caballero griego es muy sospechoso. Pero ya sabes que ese hombre también murió, y en apariencia fue mister Morley quien le mató, sea intenciona-damente o a causa de una lamentable equivocación. No podemos asegurarlo.

—Puede ser que se matasen mutuamente. Quiero decir que cada uno de ellos tuviese la idea de asesinar al otro, aunque, claro, ignorasen sus respectivas intenciones.

Hércules Poirot le miró aprobadoramente.

—Muy ingenioso, George. El dentista asesina al infortunado caballero sentado ante él, sin saber que la supuesta víctima está aguardando la oportunidad de sacar su revólver. Pudiera ser así, pero a mí me parece muy inverosímil, George. Aún no hemos terminado la lista. Nos quedan otras dos personas que acaso estuvieran en la casa en el momento preciso. Todos los pacientes anteriores a mister Amberiotis fueron vistos al salir, a excepción de uno..., un joven americano. Abandonó la sala de espera a las doce menos veinte y nadie le vio salir de la casa. Debemos contarle como sospechoso. El otro es un tal mister Francis Carter (no era paciente), que llegó a la casa un poco después de las doce con intención de ver a mister Morley. Tampoco le vieron salir. Estos, mi buen George, son los personajes. ¿Qué opinas de ellos?

—¿A qué hora fue cometido el crimen, señor?

—Si Amberiotis fue el asesino, debió de ser entre doce y cinco y doce y veinte. Si le mató otra persona, sería después de las doce y veinticinco; de otro modo, Amberiotis hubiera hallado el cadáver. Ahora, mi buen George, ¿qué tienes que decir sobre este asunto?

El criado meditó antes de decir:

—Me sorprende, señor.

—¿Sí, George?

—Tendrá usted que buscar otro dentista que cuide de su dentadura en el futuro.

Hércules Poirot exclamó:

—Te superas, George. ¡No se me había ocurrido este aspecto del asunto!

Satisfecho, George salió de la habitación.

El detective siguió saboreando su taza de chocolate y considerando los factores expuestos. Sintióse satisfecho. En aquel círculo de personas hallábase la mano que cometiera el crimen no importa por qué motivo.

Sus cejas se unieron al darse cuenta de que la lista estaba incompleta. Había olvidado un nombre, y no debía dejarse ninguno..., ni siquiera el menos sospechoso.

Hubo otra persona en la casa cuando se cometió el crimen.

Y escribió:

«mister Barnes.»

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