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Miss Morley se había trasladado al campo. Habitaba un hotelito cerca de Hertford, donde recibió a Poirot cordialmente. Desde la muerte de su hermano su rostro habíase vuelto más sombrío, su aire más altivo y su modo de ver la vida en general más exigente. Estaba resentida por los cargos que se hicieron durante el proceso contra el buen nombre profesional de su hermano.

Según ella, Poirot compartía la opinión de que el veredicto del forense fue falso.

Respondió a todas sus preguntas con bastante prontitud y competencia. Todos los papeles profesionales habían sido cuidadosamente archivados por miss Nevill y entregados al odontólogo que había de encargarse de sus pacientes. Algunos de estos se pasaron a mister Reilly, otros aceptaron a su nuevo socio y el resto buscaron otros dentistas.

Miss Morley decía, después de darle todos los informes que pudo:

—Así, que han encontrado a esa mujer, miss Sainsbury Seale, que era paciente de mi her-mano... y también ha sido asesinada.

El «también» era desafiador. Recalcó la palabra.

—¿Su hermano no le habló nunca en particular de esa señorita? —le preguntó el detective.

—No. No recuerdo. Me hablaba de sus casos difíciles, de las cosas graciosas que le decían; pero en general no hablábamos mucho de su trabajo. Le gustaba olvidarlo al terminar su tarea. A veces estaba muy fatigado.

—¿Recuerda haber oído hablar de miss Chapman como cliente de su hermano?

—¿Chapman? Creo que no. Miss Nevill es la indicada para informarle sobre este particular.

—Estoy deseando ponerme en contacto con ella. ¿Dónde está ahora?

—Está empleada en casa de un dentista de Ramsgate, según tengo entendido.

—¿Todavía no se ha casado con aquel joven, Frank Carter?

—No. Ni creo que lleguen a casarse. No me gusta ese muchacho, mister Poirot. De Verdad. Es algo raro. No creo que tenga el menor sentido de la moral.

—¿Le cree usted capaz de haber matado a su hermano?

Miss Morley repuso despacio:

—Quizá sí. Tiene un carácter indomable; pero no creo que tuviera motivos ni oportunidad. Ya sabe, ni siquiera porque mi hermano tratara de convencer a Gladys para que le dejase, pues lo hizo siempre con nobleza.

—¿No cree que pudieron sobornarle?

—¿Sobornarle? ¿Para que matase a mi hermano? ¡Qué idea tan extraordinaria!

En aquel momento una doncella morenita entraba con el té. Al cerrarse la puerta tras ella, Poirot preguntó:

—Esa chica estaba en Londres con usted, ¿verdad?

—¿Agnes? Sí, es la doncella. La cocinera se fue..., no quiso venir al campo..., y Agnes lo hace todo. Se está volviendo una buena cocinera.

Poirot conocía el sistema doméstico del número 58 de la calle Reina Carlota. Recorrieron sus dependencias cuando ocurrió la tragedia. Mister Morley y su hermana habitaban los dos últimos pisos de la casa. El de arriba solo tenía una entrada, del patio interior, donde un pequeño montacargas, instalado al lado de un teléfono interior, trasladaba los encargos de las tiendas y los comestibles.

Así, que la única entrada de la casa era la principal, atendida por Alfred. Esto permitió a los policías asegurarse de que nadie pudo entrar aquella mañana.

La cocinera y la doncella habían estado varios años al servicio de los Morley y ambas tenían buen carácter. Así que aunque en teoría era posible que una de ellas bajase a asesinar a su amo, esa posibilidad no fue tenida seriamente en cuenta. Ninguna de las dos se azaró al ser interrogada y no parece haber razón para relacionarlas con su fallecimiento.

Sin embargo, cuando Agnes tendía a Poirot su sombrero y su bastón, le preguntó con desusado nerviosismo:

—¿Se ha sabido algo más de la muerte de mi señor?

Poirot volvióse para mirarla.

—No hemos sacado nada en claro.

—¿Aún siguen pensando que se suicidó por equivocarse al administrar aquella droga?

—Sí. ¿Por qué lo pregunta?

Agnes retorcía la punta de su delantal. Su rostro se alteró y dijo con dificultad:

—La señorita... no lo cree.

—¿Y usted tampoco, quizá?

—¿Yo? ¡Oh, yo no sé nada, señor! Yo solo... quisiera estar segura.

Hércules Poirot le dijo con su voz más amable:

—¿Sería un alivio para usted saber sin lugar a dudas que se suicidó?

—¡Oh, sí, señor —dijo Agnes con prontitud—; ya lo creo!

—¿Por alguna razón especial?

Sus asombrados ojos se encontraron con los del detective. Retrocedió.

—Yo..., yo no sé nada, señor. Solo preguntaba.

«Pero ¿por qué?», se preguntó Poirot al salir de la casa.

De verdad que existía una respuesta para aquella pregunta, más aún no podía adivinar cuál era. De todas formas, sintió que había avanzado un paso más.

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