10



George anunció:

—Una señora desea hablar con usted. Está al teléfono, señor.

Una semana antes, Poirot no supo adivinar a su visitante. Esta vez sí acertó.

Reconoció la voz al instante.

—¿Mister Hércules Poirot?

—Al habla.

—Soy Jane Olivera. La sobrina de Alistair Blunt.

—Sí, miss Olivera.

—¿Podría venir a la Casa Gótica, por favor? Hay algo que creo debe saber.

—De acuerdo. ¿A qué hora le parece?

—A las seis y media.

—Allí estaré.

—Espero no haber interrumpido su trabajo.

—En absoluto. Aguardaba su llamada.

Rápidamente colgó el receptor, y sonriente preguntóse qué excusa habría encontrado Jane Olivera para citarle.

Al llegar a la mansión gótica fue conducido directamente a la amplia biblioteca, cuyas ventanas miraban al río. Alistair Blunt, sentado ante el escritorio, jugueteaba distraído con un cortapapeles.

Jane Olivera hallábase en pie ante la chimenea. Una mujer de mediana edad decía, malhu-morada, al entrar Poirot:

—...y creo que mis sentimientos debieran tenerse en cuenta en este asunto.

—Sí, claro, Julia, claro —dijo Alistair Blunt apaciguadoramente al levantarse para saludar a Poirot.

—Y si van ustedes a hablar de horrores, me iré —añadió la buena señora.

—Yo sí, madre —dijo Jane Olivera.

Mistress Olivera salió de la estancia ignorando la presencia del detective.

Alistair Blunt comenzó la conversación.

—Ha sido muy amable al venir, mister Poirot. Creo que ya conoce a miss Olivera. Fue ella quien le llamó.

Jane dijo precipitadamente:

—Es para algo referente a esa mujer desaparecida de que hablan los periódicos. Miss Nósequé Seale. ¿No es algo parecido?

—¿Sainsbury Seale? ¿Sí?

—Es un nombre tan raro; por eso no lo recuerdo. ¿Se lo cuento, o lo haces tú, tío Alistair?

—Es cosa tuya, querida.

Jane volvióse hacia Poirot.

—Puede ser que no tenga importancia, pero creí que debía saberlo.

—¿Sí?

—Sucedió la última vez que tío Alistair fue al dentista. No me refiero al otro día, sino hace tres meses. Le acompañé a la calle Reina Carlota en el Rolls, que luego debía llevarme a Regent Park para reunirme con unos amigos y volver a recogerle. Nos detuvimos ante el número cincuenta y ocho y mi tío se apeó. En aquel momento salía una mujer de la casa..., de mediana edad, cabellos alborotados y vestida con bastante mal gusto. Se hizo a un lado para dejar paso a mi tío, diciendo —la voz de Jane Olivera simulaba un afectado falsete—: «¡Oh mister Blunt! No me recuerda. Estoy segura.» Pude ver en el rostro de mi tío que no la recordaba en absoluto.

Alistair Blunt suspiró.

—Es cierto. La gente siempre dice...

—Puso cara de circunstancias —prosiguió Jane—. Le conozco bien. Mitad amable, mitad incrédulo. No engañaría a un niño. Mi tío dijo en tono poco convincente: «¡Oh..., claro!» La terrible mujer continuó: «Fui muy amiga de su esposa, ¿sabe?»

—Acostumbran decir eso —la voz de Alistair Blunt tuvo un dejo de tristeza—. Todas terminan pidiendo una suscripción para un sitio u otro. Aquella vez me salió barato. Solo le di cinco libras para una misión en la India o algo parecido.

—¿Es cierto que conoció a su esposa?

—Al interesarse por las misiones me hizo suponer que, de ser cierto, debió de ser en la India. Estuvimos allí hará unos diez años, pero, naturalmente, no debió de ser muy grande su amistad, pues si no, yo la hubiera conocido. Acaso se vieran en alguna ocasión.

Jane Olivera intervino:

—Yo no creo que conociera a tía Rebeca. Opino que fue un pretexto para hablar contigo.

El magnate de la Banca dijo, tolerante:

—Es posible.

Jane continuó:

—Quiero decir que me pareció una forma de trabar amistad contigo, tío.

—Solo quería una limosna.

El detective preguntó:

—¿No hizo nada para continuarla?

Blunt negó con la cabeza.

—No volví a pensar en ella. Incluso había olvidado su nombre hasta que Jane lo leyó en el periódico.

La joven habló sin gran convencimiento:

—Bien; yo creí que mister Poirot debía saberlo.

—Gracias, mademoiselle —dijo el detective con amabilidad—. No debo entretenerle más, mister Blunt. Usted es un hombre muy ocupado.

—Iré con usted —Jane habló presurosa.

Por debajo de su bigote, Hércules Poirot sonrió.

Al llegar a la planta baja la muchacha se detuvo y le dijo:

—Entre usted aquí.

Y entraron en una habitación pequeña a un lado del vestíbulo.

La muchacha se enfrentó a él.

—¿Qué quiso significar al decirme por teléfono que esperaba mi llamada?

Poirot sonrió.

—Solo esto, mademoiselle. Esperaba que usted me llamara..., y llamó.

—¿Es que usted sabía que iba a llamarle a causa de miss Sainsbury Seale?

Poirot movió la cabeza.

—Eso fue solo el pretexto. Hubiese encontrado otro cualquiera de ser necesario, ya que usted tenía interés por verme.

—¿Por qué tenía que llamarle?

—¿Por qué me ha dado a mí esta información en vez de dársela a Scotland Yard? Eso hubiese sido lo más natural.

—Muy bien, señor Sabelotodo. ¿Qué es exactamente lo que usted sabe?

—Sé que le interesa hablar conmigo desde que supo que el otro día estuve en el hotel Hol-born Palace.

Se puso tan pálida que le asustó. Nunca hubiese creído que su color tostado pudiera cambiar tanto. Continuó despacio, pero con firmeza:

—Me ha hecho venir hoy aquí porque deseaba sonsacarme... Sí, sonsacarme acerca de mister Howard Raikes.

—¿Quién es? —preguntó Jane Olivera.

—No necesita sonsacarme, mademoiselle. Le diré lo que sé o, mejor dicho, lo que he adivinado. El primer día que vine aquí con el inspector Japp se asustó al vernos. Creyó que le había sucedido algo a su tío, ¿por qué?

—Pues... porque es de esos hombres a quienes pueden sucederles ciertas cosas. El otro día recibió una bomba por correo..., después del empréstito checoslovaco, y recibe montones de cartas amenazadoras.

Poirot prosiguió:

—El inspector Japp le dijo que un dentista llamado Morley se había suicidado. Debe recordar cuál fue su respuesta; dijo: «Pero ¡eso es absurdo!»

—¿Eso dije? —Jane se mordió los labios—. Fue bastante tonto por mi parte. ¿No cree?

—Fue un curioso comentario, mademoiselle, y revelaba que conocía la existencia de mister Morley y que esperaba que ocurriera algo..., no precisamente a él, sino en su casa.

—Le gusta contarse las historias usted mismo, ¿no?

Poirot no le hizo caso.

—Usted esperaba, mejor dicho, temía que ocurriera algo en casa de mister Morley, y que ese algo le hubiese sucedido a su tío. Mas en ese caso usted debe saber algo que nosotros ignoramos. Recordé a todas las personas que estuvieron en casa de Morley aquel día y di en seguida con la persona que puede tener relación con usted, y es el joven americano, Howard Raikes.

—Es como una novela por entregas, ¿verdad? ¿Cuál es el apasionante episodio siguiente?

—Fui a ver a mister Howard Raikes. Es un hombre peligroso... y atractivo...

Poirot hizo una significativa pausa.

Jane dijo, pensativa:

—Sí, ¿verdad? —sonrió—. ¡Está bien, usted gana!—inclinóse hacia adelante—.Voy a decirle varias cosas, mister Poirot. A usted no pueden engañarle. Prefiero decírselo antes que lo descubra. Quiero a Howard Raikes. Estoy loca por él. Mi madre me trajo aquí para separarme de él. Bueno, y en parte porque tiene la esperanza de que tío Alistair se encariñe lo bastante conmigo para nombrarme su heredera aunque soy parienta muy lejana. La madre de mi madre es hermana de Rebeca Harnold. Por tanto, es tío abuelo político mío. Como no tiene parientes, mi madre dice que por qué no podemos ser sus herederas. Ya ve que soy franca con usted, mister Poirot. Ya sabe la clase de personas que somos. En la actualidad tenemos mucho dinero..., una ridiculez, según Howard; pero no pertenecemos a la esfera de Alistair Blunt.

Hizo una pausa. Asióse con fuerza al brazo del sillón antes de continuar.

—¿Cómo podré hacérselo comprender? Howard aborrece y quiere destruir todo lo que yo aprendí a querer. Y de cuando en cuando pienso como él. Aprecio a tío Alistair, pero me crispa los nervios. Es un tragón..., tan inglés, tan precavido y conservador... Siento algunas veces que es de los que debieran desaparecer, que bloquean el progreso..., que sin ellos podrían hacerse las cosas.

—¿Se ha convertido a las ideas de Howard Raikes?

—Sí... y no. Howard es... más impetuoso que los suyos. Existen personas, ya sabe, que..., que están de acuerdo con él en algunos puntos. Quisieran intentar... ciertas cosas... si tío Alistair y los suyos estuvieran de acuerdo. Pero ¡nunca lo hacen! Se sientan y, moviendo la cabeza, dicen: «No resultaría económicamente.» «Tenemos que considerar nuestra responsabilidad.» «Mirad la Historia.» Pero yo opino que no se debe copiar de la Historia. Eso es mirar atrás, y se debe mirar siempre adelante.

—Es una perspectiva atractiva —dijo amablemente el detective.

—¡Usted también dice eso! —Jane le miró con desagrado.

—¡Quizá porque soy viejo! Los viejos tienen sueños..., solo sueños, ya ve usted.

Hizo una pausa y luego preguntó:

—¿Por qué mister Howard Raikes pidió hora al dentista de la calle Reina Carlota?

—Porque yo quería que se entrevistase con tío Alistair y no sabía cómo arreglarlo. Estaba tan resentido contra mi tío, tan lleno de..., sí, de odio, que pensé que si pudiera verle..., ver la persona tan amable y modesta que es, cambiaría de parecer... No pude arreglarlo para que se viesen aquí, porque mi madre... lo habría estropeado todo.

—Pero después de este arreglo usted estaba asustada.

Los ojos de Jane se agrandaron y oscurecieron.

—Sí..., porque..., porque Howard se extralimita a veces... A él...

Poirot concluyó la frase:

—Le gusta acabar pronto. Exterminar...

Jane Olivera exclamó:

—¡No digo eso!

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