Martes al mediodía

Aimée golpeó los barrotes de la celda porque quería hablar con el commissaire. El flic, de uniforme azul, bajó el volumen de la radio que tenía encima de la mesa, se metió el pelo rojo debajo del quepis, y lentamente caminó hacia la celda.

– Para el carro -le dijo el flic-. Todo el mundo está ocupado ahora mismo.

Monsieur, por favor, déjeme hablar con el commissaire.

– Está atendiendo a los inmigrantes que han tomado asilo en la iglesia -dijo él-. Demasiado liado para interesarse en atenderte en este momento.

– Han cometido un error de lo más extraño-lo interrumpió ella.

– Eres una alborotadora -dijo el flic, y se echó hacia atrás su quepis. Tenía los ojos inyectados de sangre-. Aquí nos gusta la tranquilidad. La paz. Y si no te callas, hay una celda donde la gente como tú puede meditar y reflexionar. Es nuestro alojamiento première classe sin llamadas de teléfono. -Sonrió-. Piénsalo bien, nada de privilegios.

– Mi padre fue flic-dijo ella-. Esas celdas para la meditación desaparecieron tras la gran reforma.

– ¿Te gustaría averiguarlo? -la invitó él.

Le entró ganas de denunciar a ese tirano. Los flics como él eran lo que daban una mala imagen al cuerpo; los que disfrutaban teniendo a sospechosos en prisión preventiva y haciéndolos sudar la gota gorda antes de que los acusaran. En lo que respectaba al procedimiento, ella sabía que podían tenerla retenida hasta setenta y dos horas, como a los drogadictos y a los terroristas sospechosos, con sólo la firma del fiscal. Parecía ser de los que aprovechan el código penal.

Preocupada, tamborileó los barrotes con los dedos ¿Por qué no había llegado Morbier?

– Mi padrino es commissaire del cuarto arrondissement-dijo ella-. Está de camino.

El flic la miró fijamente, sus ojos como duras piedras verdes.

– Si estás pidiendo un tratamiento especial, ya te lo he dicho, te puedo preparar la celda de meditación.

Ella se quedó callada.

El flic sonrió.

– Si cambias de opinión, dímelo. Nos gusta que nuestros clientes estén cómodos.

Volvió todo fanfarrón a su radio. Sólo había dos celdas en ese commissariat, pero actuaba como si dirigiera toda una prisión.

Aimée intentó juntar todas las piezas: la explosión, la historia de Anaïs, la escapada en ciclomotor, y la rata. Se sentó en el catre de madera que colgaba de unas cadenas de metal que había en la pared de ladrillos. En el centro, había una basta manta marrón doblada haciendo un cuadrado perfecto. Ni siquiera había un pissoir, pensó ella. Unos barrotes de acero pegajosos y manchados separados tres centímetros unos de los otros estaban atornillados en el suelo de hormigón que bajaba hacia un sumidero. Tenía los pies mojados, y le rugía el estómago. Su adolescente compañera de celda no hablaba mucho; estaba agachada en una esquina, con un mono negro y marcas de pinchazos en sus huesudos tobillos, babeando y quedándose dormida.

¿Cómo había terminado en una celda con olor a vómito y una yonqui que no podía tener más de dieciséis años?

– ¿No podías haber esperado al menos a que terminara mi partida de póquer? -gruñó Morbier, y aplastó su Gauloise con el pie-. Estoy de baja.

Hizo un gesto con su cabeza de pelo canoso al flic, quien sacó sus llaves. Este examinó la identificación de Morbier, y abrió la celda compartida de Aimée.

– ¿A qué viene tanto revuelo? -quiso saber Morbier.

El nicle entregó el sujetapapeles, y Morbier le echó un vistazo.

Et alors? -preguntó Morbier-. Presunto robo, imágenes de videovigilancia, obstrucción al personal de la ratp, quejas de los vecinos. No la podéis retener por eso.

– El commissaire dio instrucciones de retenerla -le contestó el flic, manteniéndose firme.

Morbier le pasó el sujetapapeles a Aimée. Ella lo leyó rápidamente.

– ¡Pruebas circunstanciales! Mi tarjeta de visita y unas huellas emborronadas no van a ser suficientes para la police judiciaire-le dijo Aimée devolviéndoselo-. Y lo sabes.

El flic se puso derecho con la mirada dura.

– Las instrucciones de mi commissaire fueron específicas -le dijo.

– El informe afirma que había dos mujeres y un hombre -le recordó Aimée-. ¿Dónde están? No sólo eso, el sargento Martaud no se informó de que soy detective autorizada.

– Tu commissaire debió de haber entendido mal el informe -apuntó Morbier, echando un vistazo a su paquete vacío de Gauloises. Se encogió de hombros-. Es lo que siempre ocurre con los informes de campo: problemas de claridad.

Se le veía en la mirada que el f7icdudaba. Morbier le estaba ofreciendo una salida.

– Déjame que hable con él. -Morbier sonrió-. Tuvimos un caso el año pasado, muy confuso. Seguro que recordará mi colaboración en el Marais.

Ahí estaba, los viejos contactos, hoy por ti mañana por mí. Ahora el flic tenía que ceder o haría quedar mal a su commissaire.

– Confuso, esa era la palabra que estaba buscando -dijo él-. Un informe confuso.

– Déjamela a mí-le pidió Morbier-. Traspapélalo. La próxima vez que tu commissaire venga a mi distrito, le devolveré el favor. Tu comprends?

Oui, monsieur le commissaire!

El flic asintió, sin mirar a Aimée.

Ella recogió sus objetos personales: una bolsa de Hermes, un hallazgo de mercadillo, su chaqueta de cuero, y sus botines mojados.

La otra pequeña celda que había al torcer el siguiente pasillo estaba llena de chicas de la calle detenidas en una redada.

– ¿Es ése tu souteneur? -le preguntó una de las chicas mientras se ajustaba el liguero y el bustier a la vista de todos-. Deja que te presente al mío. Es más joven, y mucho más guapo. El tuyo parece algo cascado, ¿eh?

Merci. -Aimée sonrió-. Quizá la próxima vez.

Se detuvo a atarse los cordones de las botas, mientras Morbier seguía caminando.

Debajo del impermeable que llevaba sobre los hombros, se le notaba el corsé ortopédico de color carne.

– ¿Cómo está el bebé?-le preguntó a una prostituta de piel color miel que estaba en la celda de enfrente peinándose la peluca rubia.

Merci bien, commissaire-dijo con una sonrisa-. ¡Pronto va a hacer la primera comunión! Le enviaré una invitación.

Nom de Dieu, cómo pasa el tiempo -exclamó Morbier con nostalgia mientras caminaba con rigidez hacia el vestíbulo.

– No le había visto desde Mouna -le dijo el flic de puesta en libertad.

Aimée no oyó su respuesta.

– ¿Quién es Mouna? -le preguntó de pie al lado del mostrador.

Morbier no contestó.

Aimée se lo quedó mirando.

– ¿Qué ocurre?

– Mouna me ayudó -dijo él finalmente con un gesto de dolor, y apartó la mirada-. A partir de aquí ya puedes tú sola. Llego tarde a fisioterapia.

Por su mirada, parecía que la conocía muy bien.

– ¿Sigues siendo amigo de ella? -le preguntó.

– Mouna murió.

Se puso colorado.

Sorprendida, Aimée hizo una pausa. Nunca lo había visto reaccionar así.

– ¿Qué ocurrió, Morbier?

– Quedó atrapada en un fuego cruzado en los disturbios de 1992.

– Lo siento -dijo ella, y observó la expresión de su rostro.

– Mouna no fue la única -continuó-. Las cosas se pusieron feas.

Para que Morbier lo mencionara, debió de haber sido difícil.

El la y Morbier se quedaron en la rayada entrada de madera del commissariat du quartier, en la estrecha rue Ramponeau.

Aimée titubeó: no sabía cómo responder a esa nueva faceta de Morbier.

– Nunca has hablado de ella -le dijo con voz tímida.

– Eso no es lo único que me guardo para mí -le dijo con tono de fastidio-. Que no te vea detrás de unos barrotes otra vez. ¿Qué…? -Las palabras se le quedaron atragantadas.

– ¿… Qué diría papá? -terminó ella por él-. Diría que sacarme de aquí es responsabilidad de mi padrino.

– Leduc, aléjate de Belleville. El vigésimo arrondissement no es tu territorio -le aconsejó él-. ¿Y cómo es que te dio por conducir un ciclomotor por el metro, usarlo para robar en el cajero, y abandonarlo a la vuelta de la esquina?

Aimée le dio una patada a un adoquín suelto del bordillo. No era culpa suya que el sin techo usara la moto para robar.

– Morbier, el metro era inevitable, pero nunca robé…

– Déjalo. No quiero oírlo -le dijo él tapándose los oídos-. Los peces gordos aquí juegan sucio. Tienen sus propias reglas.

– Esto concierne a la esposa de un ministro.

Tiens!-exclamó Morbier poniendo los ojos en blanco-. Contigo todo tiene que ver con la política. Deja que los mayores se ocupen de eso, Leduc -continuó él-. Sigue con tu ordenador. Vete a casa.

– No es tan fácil -replicó ella.

– Te debía una -dijo él-. Como no llegué a tiempo cuando hacías amigos en aquel tejado del Marais.

Se refería al caso del noviembre anterior en el que una anciana judía fue asesinada en el Marais. Morbier miró su reloj, un viejo Heublin de su graduación de la Police Nationale. Su padre lo guardaba en el cajón.

– Estamos en paz.

– Morbier, deja que te explique…

– Leduc, ya eres grande -la interrumpió él-. Quiero cobrar toda la pensión cuando me retire. Tu comprends?

Discutir con él no llevaría a ninguna parte.

Merci, Morbier -le dijo dándole un beso en cada mejilla.

Se mezcló entre la multitud del bulevar de Belleville. En la entrada del metro, la fría lluvia primaveral mojaba sus pantalones de terciopelo negro y las gotas de agua se posaban en sus pestañas. Vaciló, de pie bajo la llovizna, mientras los trabajadores la esquivaban, como una isla mojada en un mar de paraguas.

Lo inteligente sería dejar Belleville, acompañar a Anaïs a un abogado, y poner en práctica la propuesta de trabajo de la Electricité de France. Y ella era inteligente. Tenía un negocio que atender y un socio brillante que, más que ayudar, cargaba con las responsabilidades.

Pero cada vez que cerraba los ojos veía la bola de fuego, sentía cómo los trozos de carne caían encima de ella, oía cómo la sangre chisporroteaba en una puerta de coche. Le temblaban las manos, aunque no tanto como la noche anterior. Y no podía sacarse de la cabeza la voz de Simone ni la pálida cara de horror de Anaïs.


* * *

Aimée entró en una cabina de teléfono en la avenue du Père Lachaise para ahorrar batería en su móvil. A su izquierda, el cartel de una floristería encima de unas cestas de violetas prometía arreglos funerarios de buen gusto.

– Résidence de Froissart -respondió una voz de mujer.

Madame, por favor-dijo Aimée-. ¿Eres Vivienne?

– ¿Quién llama?

– Aimée Leduc -contestó ella-. Ayudé a madame ayer por la noche.

Una pausa. De fondo, se oía el sonido metálico de unas cacerolas. La voz sonaba diferente, no era la de Vivienne.

– ¿Cómo se siente madame?

Madame no está disponible -respondió.

Podía entender que Anaïs no se sintiera bien, pero no iba a rendirse con tanta facilidad.

– ¿No está disponible?

– Puede dejar un mensaje.

– ¿Ha ido el doctor?

– Tendrá que hablar con le ministre sobre eso -le dijo ella.

Lo más probable era que Anaïs hubiera dormido y se hubiera recuperado. Pero el tono cauteloso la preocupó. Oyó el sonido de un timbre.

– ¿Puedo hablar con monsieur le ministre?

– No está aquí -contestó la mujer-. Pardonnez-moi, alguien está llamando a la puerta.

Antes de que Aimée pudiera pedirle que le dijera a Anaïs que la llamara, la mujer colgó. Se quedó mirando fijamente la gris rue Père Lachaise, donde la lluvia golpeaba los toldos de las tiendas. Reparó en que en una de las ventanas había un gato, que parecía seco y bien alimentado. Intentó llamar otra vez, pero la línea estaba ocupada.

Frustrada, Aimée marcó el número de Martine en Le Figaro.

Mais Martine está en una reunión con la junta-le comunicó Roxanne, la asistente de Martine.

– Por favor, es importante -le dijo Aimée-. Tengo que hablar con ella.

– Martine te dejó un mensaje -dijo Roxanne.

– ¿Cuál?

– Lo tengo escrito -dijo Roxanne en tono de disculpa-. Siento ser tan enigmática, pero Martine me hizo repetir esto: «Comienza donde te dijo Anaïs; hay mucho más en el pot-au-feu aparte de las verduras». Dijo que lo entenderías.

¿Entender?

Aimée le dio las gracias y colgó.

No le gustaba. Nada de nada. No sabía qué hacer, después de jurar que seguiría con su trabajo corporativo y crearía su empresa de seguridad informática.

El cirujano plástico que la había reconstruido después del caso del Marais le había dicho que tuviera cuidado, que la próxima vez podría no tener tanta suerte. Los puntos se habían curado muy bien. Tenía que admitir que había hecho un buen trabajo; no se notaba. Le había ofrecido aumentarle los labios gratis. «Como las modelos alemanas», había dicho. Pero ella había nacido con labios finos, y así se iría al otro mundo.

Alguien le dijo una vez que los budistas creían que si ayudabas a una persona, te hacías responsable de ella. Pero ella no era budista. Sólo odiaba el hecho de que alguien pudiera hacer saltar por los aires a una mujer y salirse con la suya, además de poner a la madre de una niña pequeña en peligro. Y no sabía para qué ni por qué.

En la tienda contigua a la floristería, compró un paraguas y entró en el café más cercano. Fue al baño, se lavó la cara y las manos, para quitarse el olor de la celda: una mezcla de sudor, miedo y moho. Se sentía renovada después de una humeante taza de café au lait, y subió al autobús que iba al apartamento de la rue Jean Moinon.

El frío viento que azotaba la parte baja de Belleville no le resultó grato. Ni tampoco el gris del cielo.

A través de la ventana del autobús, vio la tienda con una mano de Fátima en el escaparate. Se puso de pie, la imagen de la pequeña mano de metal con las piedras y las inscripciones en árabe para espantar los malos espíritus acaparó su atención.

Era como la de Sylvie, la que le había dado a Anaïs.

Esperanzada, Aimée bajó del autobús y entró en la tienda. Quizás encontrase una respuesta acerca de la mano de Sylvie.

La abarrotada tienda estaba iluminada por unos tubos fluorescentes.

El corazón le dio un vuelco.

Cientos de manos de Fátima llenaban la pared trasera. Colgaban allí como iconos, burlándose de ella.

El dueño estaba sentado en el suelo. Comía de un plato de cuscús que compartía con otros hombres, que parecieron molestos por su aparición.

Aimée sacó la mano de su bolso.

El dueño se levantó, se limpió las manos en una toalla mojada, y se metió detrás del mostrador.

– Disculpe la interrupción, monsieur-se disculpó ella-. ¿Reconoce usted esta mano de Fátima?

El se encogió de hombros.

– Se parece a las que yo tengo -le contestó.

– Quizás esta tenga algo característico. ¿Podría echarle un vistazo?

La giro en su palma, y realizó un gesto hacia la pared.

– Son iguales.

– Quizá recuerda a la mujer que la compró… de pelo negro.

– La gente las compra mucho -le explicó él-. Las venden la mitad de las tiendas del bulevar.

Sus esperanzas de averiguar más acerca de Sylvie se habían desvanecido.

Aimée le dio las gracias, y salió a la lluvia.

Cruzó la place Sainte-Marthe, la pequeña plaza en pendiente con lúgubres edificios del siglo XVIII. El viento atravesaba susurrante los árboles en ciernes.

Un grupo de hombres se apiñaba cerca del café con contraventanas, fumando y bromeando en árabe.

Unos carteles en azul y dorado, pegados en escaparates abandonados, proclamaban: «Libertad para los sans-papiers. Uníos a la huelga de hambre de Hamid en protesta ante la política de Inmigración». Detrás de la place Sainte-Marthe descollaban las altísimas e irregulares viviendas de protección oficial de los setenta.

Recorrió el mismo trayecto que había hecho con Anaïs. El cortante viento de abril penetraba su chaqueta. No sentía las orejas. Cuando entró en la rue Moinon, se metió las manos en los bolsillos. Deseó haber cogido unos guantes.

De la explosión quedaban trozos de un parachoques de metal ahumado y un apoyabrazos de cuero carbonizado. Habían retirado casi todo del lugar donde Sylvie Coudray había saltado por los aires en una bola blanca de fuego y llamas. Lo único que seguía allí era el residuo aceitoso y ennegrecido que cubría los adoquines. Pero después de una primavera húmeda eso también desaparecería.

Un conserje de piel oscura y pelo rizado barría la entrada lateral del Hôpital St. Louis cercana al apartamento.

Su escoba de plástico, como esas que usan los barrenderos, había visto tiempos mejores. Las hojas mojadas se amontonaban, negándose a dejar los huecos que había entre los adoquines. Llevaba un jersey de cuello vuelto de lana y unos cascos, cuyos cables se perdían en el bolsillo de su chaqueta azul de trabajo. Parecía no darse cuenta de que Aimée se aproximaba a él.

Algo familiar (¿qué era?), le vino a la cabeza; después desapareció.

Pardon, monsieur -le dijo ella alzando la voz y poniéndose en su campo de visión.

Él levantó la vista. Su prominente mandíbula iba al mismo tiempo que lo que ella pensó sería el ritmo de la música. Vio que se llamaba «Hassan Elymani», pues así aparecía bordado en rojo en su bolsillo superior.

– Monsieur Elymani, ¿me puede dedicar unos minutos?

Él se quitó los cascos, apoyó la escoba en el interior del codo, y se sacó del bolsillo una sarta de cuentas antiestrés. De un marrón desgastado, se deslizaban entre sus dedos.

– ¿Es usted una flic?-le preguntó él.

– Mi nombre es Aimée Leduc, Soy investigadora privada.

Tiens, ya no hacen negocios allí-la interrumpió él-. Se han desperdigado. Se lo he dicho a la policía.

Se encogió de hombros.

– Como las nubes en un día de viento.

– No entiendo lo que me está queriendo decir, monsieur Elymani.

– Allí-dijo él.

Señaló más allá del centro de día, hacia el estrecho callejón que salía a la rue du Buisson St. Louis, donde había edificios que iban a ser derribados.

Voilá. La chusma se junta en las cercanías de la rue Civiale -le dijo, como si eso lo explicara todo.

– Póngame al corriente, monsieur -le pidió ella, mientras echaba un vistazo a la calle.

La ventana de Sylvie Coudray daba, se imaginaba ella, a esos tejados salpicados de chimeneas blancas y negras. Quería saber qué vio él.

– ¿A quién se está refiriendo exactamente?

Les drogués-le dijo mientras manoseaba las cuentas con sus dedos del color del corcho.

¿Yonquis? Ella sabía que había zonas en las que se agrupaban. Morbier, un commissaire, le había dicho que a menudo los flics dejaban que los yonquis se hicieran con una esquina. «Por eficacia», le había explicado él. «Nosotros los vigilamos, y ellos no se aventuran más lejos para buscar clientela. Las drogas de diseño van y vienen, pero siempre hay adictos que trabajan, pagan las facturas, y que se mantienen a flote.» Le había sorprendido su actitud tolerante. «Es inevitable», continuó él. «Cuando llegan a mi costa, los devuelvo al mar.»

Elymani examinó su vestimenta.

– ¿Va de incógnito?

– Se puede decir que sí -dijo ella viendo que su apariencia podía dar lugar a esa conjetura-. Estoy interesada en Sylvie Coudray -dijo señalando las ventanas del primer piso.

– No soy un hombre que se aventure a decir cosas -dijo él con los ojos entrecerrados-, pero ¿tiene esto que ver con la explosión?

La lluvia había cesado, y unos débiles rayos de sol se filtraban por los arcos del hospital de siglo XVII.

– El asesinato de Sylvie Coudray… -empezó ella.

Los ojos del bedel se entrecerraron aún más.

– ¿A quién se refiere? Dicen que mataron a Eugénie.

– ¿Eugénie?

Aimée hizo una pausa. ¿La había confundido Elymani con otra persona?

Monsieur, ¿me la podría describir?

Delante, enfrente de ellos, se detuvo un coche.

– Mi horario de trabajo cambia con frecuencia -le explicó Elymani-. No estoy seguro de a quién se refiere.

Un hombre achaparrado que llevaba un ajustado traje cruzado salió del coche y saludó a Elymani.

Elymani se metió de nuevo las cuentas en el bolsillo, y continuó barriendo.

– Discúlpeme, pero ha llegado mi jefe, y todavía no he limpiado los vestuarios.

– Monsieur Elymani, ¿vive ella en el número 20? -le preguntó Aimée-. Es lo único que quiero saber.

– Mire, estoy trabajando -dijo él mientras se agachaba para coger unas hojas y meterlas en una bolsa de plástico-. Necesito este trabajo.

– Monsieur Elymani, ¿quién es Eugénie? -quiso saber ella-. Por favor, estoy confusa.

Elymani negó con la cabeza.

– Va y viene mucha gente -le dijo él, y con un gesto le enseñó la puerta-. Me confundo.

De acuerdo, pensó ella. Cállate cuando te convenga. Ya seguiría más tarde. A menudo ocurría que los testigos que no hablaban, al final ayudaban.

– ¿Puedo hablar con usted después del trabajo? -le preguntó ella, y le entregó su tarjeta.

– No cuente con ello -le dijo.

– Por favor, sólo cinco minutos.

– Mire, tengo dos trabajos -masculló él, y miró al hombre que por segunda vez le hacía señas-. Y me siento afortunado de que sea así.

Aimée decidió cortar por lo sano. Se dio la vuelta, caminó hacia la entrada del 20 bis, y estudió la placa con el nombre. Por el rabillo del ojo, vio que Elymani estaba hablando con el hombre, y tiraba su tarjeta en la bolsa de la basura.

Pasó los dedos por el nombre «E. Grandet». Las preguntas le hervían en la cabeza. ¿Por qué insistiría Sylvie en quedar allí con Anaïs? ¿Había confundido Elymani a Sylvie con Eugénie?

Era una pena que el edificio no tuviera un conserje al que preguntarle. Eran una raza que en París ya estaba desapareciendo, especialmente en Belleville.

Estaba en la puerta de al lado cuando una mujer joven con un carrito salía de repente del portal. Tenía unas bolsas de red vacías enroscadas en los manillares del cochecito.

– Disculpe -le dijo Aimée-. Estoy investigando la muerte de una vecina suya. ¿La conocía?

El balbuceo del bebé se hizo más agudo, y la boca de la mujer se torció en una moue de disgusto.

– Trabajo en el turno de noche -le contestó ella mirando su reloj-. Mi marido también. No conozco ni veo a nadie.

El cielo se oscureció, y una ligera llovizna golpeó sus paraguas.

– Lo siento, tengo que llevar al bebé a la guardería, para darle un respiro a mi suegra. Hable con ella; está todo el tiempo en casa. Bellemère, una flic quiere hablar contigo.

Marcó los cuatro dígitos, la puerta hizo clic, y le indicó a Aimée con un gesto que entrara.

– La primera puerta a la derecha.

Y se fue.

En una esquina del vestíbulo, que era parecido al de la puerta de al lado, había montones de circulares y fajos de periódicos. Aimée metió su paraguas en un cubo con los demás, y subió pesadamente las escaleras. Una mujer corpulenta, que llevaba su pelo canoso recogido en una redecilla, sacudía una alfombra pequeña en el rellano. El sordo y rítmico zis zas levantaba nubes de polvo. Del interior del apartamento, Aimée oyó el tema musical de Dallas que retumbaba en la televisión.

Bonjour, madame.

Aimée sonrió, y sacó su identificación. Sintió cómo el frío de sus botas húmedas le subía por las piernas.

– Usted no parece una flic -comentó la anciana mirándola de arriba abajo.

– Ya veo que es usted muy perspicaz, madame-le dijo Aimée mientras subía lentamente las escaleras hacia la puerta para averiguar qué se veía desde su apartamento-. Soy investigadora privada. ¿Madame…?

– Madame Visse -contestó ella, arrastrando las eses y subiendo su tono de voz-. Dios tiene unos elegidos, que le ayudan cuando hay una emergencia.

Aimée asintió. La anciana no parecía estar muy bien de la cabeza.

– ¿Puedo entrar? -preguntó.

– Edouard, mi hijo, dice que la gente va a pensar que estoy folie, que me van a encerrar -le explicó ella acompañándola al interior del apartamento-. Pero eso es problema de ellos, ¿eh? Yo sé lo que sé.

Aimée miró a su alrededor, y se fijó en la entrada con forma de caja, en la que había botas para la lluvia, un perchero abarrotado, y una caja aplastada de pañales Pampers.

Entró en la cocina. A la izquierda, una hilera de botes de especias rodeaba una cocina que era como la de un barco. Unas ollas bullían en la cocina, y el vapor empañaba la única ventana que había. El olor a romero y ajo llenaba el aire. El estómago de Aimée respondió con un rugido (sólo había comido un cruasán en todo el día). Un visillo remendado colgaba de la ventana abierta, y ondeaba al viento. A la izquierda, en una habitación oscura llena de estanterías, había juguetes esparcidos por el suelo. Había cajas de cartón apiladas por doquier.

– Mi hijo y mi nuera están casi los primeros en la lista para una casa de protección oficial -le explicó ella haciendo una mueca con su fina boca mientras fruncía el ceño-. Cuando los llamen, ya tienen todo empaquetado.

La mujer siguió cocinando y removiendo el contenido de la olla.

– Madame Visse, ¿conocía usted a la mujer que murió en el atentado con coche bomba? -le preguntó Aimée desde la puerta de la cocina. Quería ver si la ventana de madame Visse daba al patio vecino. La ventana estaba a la izquierda de la placa de la cocina, y sí daba al patio trasero del número 20.

– Edouard se va a poner contentísimo -dijo la anciana levantando la tapa de la olla. Sonrió de manera cómplice-. Yolande no sabría cocinar ni aunque le fuera la vida en ello.

¿Por qué madame Visse ignoraba su pregunta? Sufría un ligero y constante temblor en la mano izquierda. Algo de lo que Aimée no se había percatado antes.

– Huele de maravilla -dijo ella, acercándose sigilosamente a la anciana por la estrecha cocina-. ¿Estaba usted en casa cuando explotó el coche ayer por la noche? -le preguntó en un tono que esperaba sonara despreocupado.

– Estaba rezando el rosario, querida -dijo madame Visse entre suspiros.

– ¿Vio si pasaba algo en el patio la noche pasada?

– Lo único que vi fue a ese idiota al otro lado del patio adiestrando a su ninfa comme d'habitude, como hace todas las noches.

Levantó una tapa y removió una cassoulet que hervía a fuego lento. Controló su temblor.

– ¿Percibió algo fuera de lo normal en la calle? -le preguntó Aimée-. ¿Algún desconocido?

– Parece hambrienta -dijo madame, que llenó un cuenco y se lo puso delante-. Siéntese. Dígame si necesita más hierbas de Provenza. Tengo recetas que puedo compartir con usted.

Non merci, madame -dijo Aimée declinando su invitación.

Se sentó en un taburete al lado de la estrecha mesa. Se estaba empezando a exasperar. Había sido un día largo. No se encontraba de humor para aguantar a esa mujer.

Estaba segura de que la humeante cassoulet se le derretiría en la boca. Una crujiente baguette asomaba de una panera.

– Pruebe esto -le dijo la anciana, ofreciéndole un poco de estofado.

Aimée negó con la cabeza.

– Sólo tomaré un trozo de baguette.

– Ay, es como Eugénie. Tan educada -dijo ella,

Aimée se incorporó, atenta. Primero Hassan Elymani y ahora esta anciana mencionan a Eugénie.

– También nos parecemos, ¿verdad? -dijo Aimée en lo que esperaba fuera un tono que invitara a la conversación.

Madame Visse arrugó los ojos, y examinó a Aimée desde la cocina.

– Ese no habría sido mi primer comentario. -Volvió a tapar la olla con un sonido metálico-. La cara y los ojos grandes son parecidos, pero el pelo de Eugénie era…

Hizo una pausa y cogió un bote de especias.

Aimée recordó que el pelo de Sylvie era largo y oscuro cuando la vio de pie al lado del Mercedes.

Madame desenroscó la tapa, lo olió, y volvió a enroscarla.

– Está pasada.

– ¿Estaba describiendo el pelo de Eugénie? -Aimée dejó la pregunta en el aire.

– Rojo, bien sûr -dijo ella-. Y corto como el suyo.

Aimée agarró el mantel. Rojo. ¿Llevaba Sylvie puesta una peluca? ¿O era esta otra persona?

– Estoy confundida -confesó Aimée-. ¿Vivía Eugénie en el número 20?

– Todo el mundo se había mudado -respondió madame-. Sólo quedaba ella.

Si Sylvie vivía una doble vida, podría ser un lugar de encuentro para ella y Philippe. Sin embargo, dudaba de que esa zona de Belleville fuera de su agrado.

– ¿Por qué matarían a alguien aquí?

– Buena pregunta -dijo la anciana, y colocó de golpe la barra encima de la mesa, la atacó con un cuchillo para cortar carne, y cortó rebanadas desiguales-. No la había visto antes. Nadie la había visto.

– ¿A quién?

– A la mujer que murió. Que Dios la tenga en su gloria.

Madame, ¡me dijo que nunca había visto a la mujer asesinada!

– No tenía por qué -dijo ella-. ¡Pero aquí la gente no conduce un Mercedes!

Lo que decía la mujer tenía mucho sentido, pensó Aimée.

Madame abrió el cajón de cubertería de plata, y sacó una cuchara de mango largo para servir. Entre la cubertería, Aimée pudo ver la inconfundible caja plateada con «Mikimoto», el nombre de la famosa tienda de perlas situada en la place Vendôme, impreso en la parte superior. Intuía que madame Visse no debía poseer perlas caras.

Entonces recordó la perla de extraña forma que había encontrado en el mugriento pasadizo. Cuando Anaïs le dijo que no era de ella, Aimée se la metió en el bolsillo, y se olvidó de esta.

– Me encantan las perlas -le confesó Aimée inclinando la cabeza hacia el cajón-. Veo que a usted también.

Madame miró la caja.

– Sólo las cajas -dijo ella limpiándose las manos en el delantal. Cogió la inconfundible caja rectangular, y la examinó-. Eugénie estaba tirando algunas. Me quedé con esta.

No tenía sentido ser dueña de unas perlas Mikimoto y vivir en Belleville, pensó Aimée, a no ser que fueras una amante adinerada.

Mikimoto estaba en la place Vendôme, cerca de la columna de bronce en espiral hecha con los cañones fundidos que Napoleón se había llevado de Austerlitz. De nuevo, le vino a la cabeza la carnicería de la explosión en la que murió su padre. Apartó esos pensamientos; revivir el pasado no la llevaría añada.

– Las perlas no son baratas, madame -dijo ella-. Eugénie tenía un gusto caro, ¿no cree?

– Guardaba las distancias -le dijo madame Visse.

Madame le indicó la puerta.

– Mi hijo llegará pronto a casa. No le gusta que tenga invitados. Dios decide, querida -dijo-. Que tenga buen día.

Al menos había averiguado que madame Visse conocía a Eugénie, lo que corroboraba el comentario de Elymani. Y además le gustaban las perlas. ¿Pero acaso Sylvie era Eugénie? Eugénie vivía en un edificio listo para la demolición, y tenía gustos caros. Eso si Elymani y madame Visse estaban diciendo la verdad.

De vuelta en la rue Jean Moinon, Aimée llamó al telefonillo de los apartamentos que quedaban. No hubo respuesta. La mayoría tenía ventanas tapiadas. Se imaginó que pronto desaparecerían, y la zona tendría el mismo aspecto que la guardería cercana: de hormigón, achaparrada y fea.

No hubo suerte cuando lo intentó varias veces en los timbres del callejón.

Aimée probó de nuevo a llamar a Anaïs para ver qué tal estaba, pero la persona que contestó al teléfono no respondió a su pregunta, y le dijo que no se podía molestar a Anaïs. ¿Por qué no había cogido Vivienne el teléfono?, se preguntó.

Desde que descubrió la caja de madame Visse, sentía que todo estaba conectado. Decidió llamar a Mikimoto.

Monsieur Roberge, el tasador de Mikimoto, se negó a responder a sus preguntas, o a dar una tasación por teléfono.

– Es una responsabilidad -dijo él con un suspiro-. Traiga la pieza a la tienda.

Aimée no quería volver a la place Vendôme ni a los recuerdos que ese lugar suponía para ella.

Sin embargo, quedó con él más tarde, recogió el coche de su socio René, y condujo por las sinuosas calles de Belleville. Aparcó al lado de Leduc Detective, en la rue du Louvre.

Los últimos modelos de pantallas de ordenador y escáneres ocupaban las paredes de su oficina art déco. Unas fotografías en color sepia de unas excavaciones en Egipto y unos mapas de África, retocados digitalmente, colgaban al lado de un póster de Faudel, una estrella nacida en Francia y de ascendencia argelina, el favorito de René; y al lado de este estaba Miles Davis, el favorito de ella, de su actuación en el Olympia.

– ¿Qué te ocurrió ayer por la noche? -le preguntó René cuando Aimée apareció de repente por la puerta.

Era un atractivo enano con unos enormes ojos verdes, pelo negro, y perilla; le gustaba que lo compararan con Toulouse-Lautrec. El dobladillo de su impermeable de Burberry, hecho a su medida, había dejado un charco en el parqué debajo del perchero que había junto a la puerta.

– Lo siento, René -se disculpó ella-. Tuve invitados.

– He perfeccionado nuestro escáner de vulnerabilidades de sistemas para la Electricité de France -le explicó él.

Se sentó en su silla ortopédica adaptada, y empezó a teclear con los ojos clavados en la pantalla que parpadeaba delante de él.

– ¿Sabes algo del contrato de prueba de la edf? -preguntó Aimée cogiendo su chaqueta de cuero del perchero.

– Le gustaste al director, le gustaste mucho -dijo él-. Tenía algunas preguntas.

Una pena que no pudiera haber discutido sus servicios con él al haber tenido que irse a toda prisa a socorrer a Anaïs.

– Pero son a los peces gordos de la oficina central a los que tenemos que persuadir -le informó René-. He quedado más tarde con el abogado de la edf.

– ¿Has comprobado el informe de datos? -le preguntó ella-. ¿Has visto algún virus?

– Por ahora el sistema de la edf parece estar limpio. Pero hay un pequeño virus circulando que no tiene muy buena pinta -dijo él-. Creo que he aislado a la madre, ¡que es peor que su retoño!

– Eres el exterminador del terminal. -Aimée sonrió-. El virus tiene los días contados.

René la observó.

– ¿Hay algo más que quieras revelarme?

– Tuve invitados ayer por la noche -dijo ella-. Uno de ellos gracias a ti. Yves.

– ¿Salió todo bien? -le preguntó René, con una sonrisa en la voz.

– Digamos que Yves me hizo olvidar al primero. Una rata. Siento no haber podido ir… Es una larga historia.

Le dio a «guardar».

– ¿Me lo quieres contar?

Ella se lo contó. Bueno, casi todo. Se dejó las manos en los bolsillos para que él no viera que estaba temblando.

René negó con la cabeza.

– No me extraña que parezca como si te hubiera arrollado un camión -le dijo él. René giró la silla hacia ella-. Tú, más que nadie, te pones nerviosa con las cosas que se incendian. ¿Quieres que te ayude?

Merci, te lo haré saber -respondió Aimée-. Hora de cambiarse.

Se quitó las húmedas botas de gruesos tacones y las colocó al lado de la puerta. En el almacén se puso su traje de Chanel. Era negro, hecho a medida, y corto, el único clásico que tenía. El rostro de su padre se iluminaba cada vez que lo llevaba puesto. «Es perfecto para la parisina que llevas dentro», solía decir él.

– ¿Quién murió? -le preguntó René, que la miró inquisitivo cuando salió.

Del sobresalto, a Aimée casi se le cae el bolso de Hermes.

– Sólo lo llevas a los funerales -dijo René.

Dudaba de que se celebrara uno por Sylvie Coudray: no habría nada que enterrar.

– Tengo una cita con un experto en perlas -le explicó ella-. Te veo luego.

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