Lunes por la tarde

El teléfono móvil de Aimée Leduc sonó, sobresaltándola, mientras conducía bajo los frondosos álamos que cubrían la carretera que iba a París. Por un instante, se sintió como si volara… como si volara hacia la primavera, lejos del invierno, en un momento en el que necesitaba sanar su destrozado cuerpo.

Buscó a tientas dentro de su mochila, hasta que encontró el móvil encajado al lado del rímel ultranegro. Tras soltarlo del jersey de más que había metido, y que estaba enredado en un manual de codificación del software, finalmente abrió la tapa.

– ¡Aimée! -gritó una voz de mujer-. Soy Anaïs.

Ça va?-contestó ella, sorprendida de oír la voz de la hermana de su amiga Martine. Del otro lado de la línea, le llegaba el sonido de gente hablando en voz alta-. Anaïs, deja que te…

– Me tienes que ayudar -la interrumpió ella.

Habían pasado varios años desde que Aimée la vio por última vez.

– ¿Qué ocurre, Anaïs?

– Estoy metida en un lío.

Aimée apoyó sus gafas de sol en la nariz y se despeinó el pelo corto y de punta. Qué típico de Anaïs, todo giraba en torno a ella. Un cielo gris, del color del peltre, envolvía el suburbio de Aubervilliers. En cuestión de minutos, el cielo se abrió, y la lluvia cubrió la carretera.

– Ahora tengo trabajo que entregar, Anaïs -le dijo, cada vez más impaciente.

– Martine habló contigo, ¿verdad? -le preguntó Anaïs.

La impaciencia se transformó en culpa. Aunque le había prometido que lo haría, Aimée nunca la había llamado después de hablar con Martine. Anaïs sospechaba que su marido, un ministro del gobierno, estaba teniendo una aventura. Su campo era la seguridad informática, había protestado Aimée, no la vigilancia conyugal.

La recepción de la señal fluctuó y se intensificó.

– Ahora mismo lo tengo complicado -dijo ella-. Estoy trabajando, Anaïs.

No quería interrumpir su trabajo. Gracias a la referencia de un cliente, iba a entregar a la Electricité de France una propuesta de seguridad en sistemas de red. Aimée rezaba para que eso ayudara a que Leduc Detective se recuperara después de un invierno malo.

– Por favor, tenemos que vernos -le dijo Anaïs, con una nota de perentoriedad en su voz-. Rue des Cascades… cerca del parc de Belleville. -La voz de Anaïs iba y venía como ropa ondeando al viento-. Te necesito.

– Por supuesto, en cuanto termine. Estoy en las afueras de París -le explicó-. A veinte kilómetros.

– Tengo miedo, Aimée. -Anaïs estaba llorando.

Aimée no sabía qué hacer. Oyó un sonido apagado, como si Anaïs hubiera cubierto el auricular con la mano.

Unos pájaros salieron en desbandada de unos setos. A lo largo del barranco, se inclinaban unos narcisos en ciernes, que bordeaban un musgoso canal para barcazas. Aimée aceleró su Citroën, con las mejillas enrojecidas por el azote del viento.

– Pero Anaïs, puede que me lleve algo de tiempo.

– Café Tlemcen, un viejo bar, estoy al fondo. -La voz de Anaïs se quebró-… coger…

Aimée pudo oír el inconfundible sonido de frenos, de gritos.

– ¡Anaïs, espera! -dijo ella.

Se cortó la comunicación.


* * *

Más de una hora después, Aimée encontró el café con sucios visillos. Salió con cuidado del Citroën de su socio, que estaba ajustado a su metro veinte de estatura, y alisó sus pantalones negros de cuero.

De la calle, entró el sonido de un remix de música hip-hop árabe. El estrecho café daba a la rue des Cascades; a primera vista, no existía indicio alguno de que hubiera una entrada por la parte de atrás. Unas máquinas de pinball, con su revestimiento plateado desgastado en algunas zonas, parpadeaban en un rincón.

Aimée se preguntó si se habría equivocado. No parecía la clase de lugar que Anaïs frecuentaría. Aunque recordaba el pánico en su voz.

Aparte del hombre que le daba la espalda, las mesas redondas de madera del café estaban vacías. Parecía estar hablando con alguien que estaba detrás de la barra. Unos viejos pósteres de boxeo se empezaban a abarquillar y despegar de la pared marrón manchada de nicotina. Aimée respiró el olor a café exprés y a tabaco turco.

– Disculpe, monsieur -dijo ella mientras se peinaba el pelo con los dedos-. Tenía que encontrarme con alguien en su comedor.

Cuando se giró hacia ella, se dio cuenta de que no había nadie más detrás de la barra. El hombre dejó el micrófono, presionó un botón de una pequeña grabadora, y la miró arqueando una espesa ceja.

– ¿De quién se trata? -le preguntó él, con alegría en unos ojos de párpados pesados.

El pelo gris y ralo del hombre, peinado hacia un lado, no cubría muy bien su calva coronilla.

Una larga manga de camisa azul sujeta al hombro por una medalla militar ocultaba lo que Aimée creía que era lo que le quedaba de su brazo. Detrás de la barra, había unas fotos en sepia de militares montados en jeeps para el desierto metidas en el deslustrado espejo biselado.

– Anaïs de… -Aimée intentaba a duras penas recordar el apellido de casada de Anaïs. Había ido a su boda hacía varios años-. Anaïs de Froissart… eso es. Me dijo que estaría en la parte de atrás.

– La única parte de atrás que hay aquí es el baño -dijo él-. Pídase algo, y podrá ver a quien quiera allí.

Sintió un escalofrío. ¿Qué estaba pasando?

– ¿Es posible que haya otro Café Tlemcen?

Bien sûr, pero está a tres mil kilómetros de aquí, cerca de Orán -le explicó él-. En las afueras de Sidi-bel-Abbés, donde perdí el brazo. -Señaló su grabadora con la cabeza-. Estoy grabando la verdad sobre la guerra de Argelia, las luchas anticolonialistas de 1954 a 1961, y cómo nuestro batallón sobrevivió al bombardeo del fuego amigo de la oas.

¿Por qué había sugerido Anaïs ese lugar? ¿Se habría equivocado?

Aimée se acercó a la barra.

– Puede que haya entendido mal a mi amiga. ¿Ha usado una mujer su teléfono recientemente?

– ¿Quién es usted, mademoiselle, si me permite la pregunta?

– Aimée Leduc. -Sacó una húmeda tarjeta de visita del bolso y la puso sobre la pegajosa barra de cinc-. Mi amiga parecía nerviosa al teléfono.

Él la estudió, mientras con una mano volvía a colocar en la coronilla un mechón de pelo que se le había soltado.

– He estado ocupado con los repartidores.

– No es propio de mi amiga -dijo ella-. Estaba muy alterada. Oí un chirrido de frenos, un estruendo de voces.

Estudió el rostro del hombre para asegurarse de que estaba diciendo la verdad.

Salió cojeando de detrás de la enorme máquina cromada de café exprés hacia donde estaba ella.

– Entró una rubia que vestía ropa de marca y cadenas de oro -le explicó él-. Parecía como si se hubiera equivocado de dirección al salir del Crillon.

Tenía que ser Anaïs. Aimée mantuvo la compostura: ese hombre estaba resultando ser un observador muy útil.

Al no saber si debería salir en busca de Anaïs o quedarse a esperarla allí, Aimée se decidió por lo último. Tamborileó con las uñas rojas desconchadas sobre la barra. Recordó que Martine se quejaba de su hermana: siempre era «date prisa» y «espera».

– ¿La vio irse, monsieur?

Él negó con la cabeza.

Aimée se moría por un cigarrillo. Qué lastima que lo hubiera dejado hacía cinco días, seis horas y veinte minutos.

– Me dijo que quedábamos aquí. Volverá.

– Lo dudo -replicó él mientras la examinaba como si tomara una decisión.

– ¿Por qué?

– Me dio cien francos -dijo él-. Me dijo que la esperaba en el 20 bis de la rue Jean Moinon.

Aimée se puso tensa.

– ¿Por qué no me lo dijo antes?

– Tenía que estar seguro de que usted era la impaciente de ojos grandes -le explicó-. Me dijo que me asegurara de que era usted.

Señaló la calle con la cabeza.

– Sabía que la estaban siguiendo.

Aimée sintió por primera vez miedo.

El hombre inclinó ligeramente la cabeza.

– Teniente retirado Gaston Valat del sce, de la sección de inteligencia de la policía franco-argelina -dijo.

Se cuadró lo mejor que podía un hombre cojo y con un solo brazo. Él se dio cuenta de cómo lo miraba.

A votre service. No está nada mal, ¿eh?

No le sorprendió mucho ese cambió de actitud, y se imaginó que un viejo veterano como él agradecería un poco de acción.

– ¿Cuándo se fue Anaïs, Gaston?

– Hará una hora -le contestó él.

Se puso el bolso al hombro.

– Y como le dije a ella -dijo Gaston examinándola-, adieu.


* * *

Aimée se adentró a toda prisa en la cortina de agua. Llevaba sintiéndose cada vez más nerviosa a medida que transcurría la semana. La radio advertía que París se estaba preparando para ataques terroristas debido a la aplicación de la política contra la inmigración. Los flics estaban nerviosos, y Aimée sabía que cuando estaban nerviosos solían reaccionar de manera exagerada. De compras por el muelle, se había fijado en sus miradas inquietas. Había visto los antidisturbios de las crs con su uniforme azul oscuro y sus ametralladoras en su estación del metro, interrogando viajeros al azar. Incluso los clientes de la boulangerie que hacían cola delante de ella habían dado un brinco, sobresaltados por el repentino estruendo de cubos de basura. Parecía como si todo el mundo se estremeciera de miedo.

Cuando llegó al bulevar, ya había dejado de llover. El crepúsculo envolvía Belleville. Los padres arrastraban a sus hijos de tienda en tienda debajo de los paraguas, o los acallaban con baguettes en las atestadas marquesinas del autobús.

El aroma del comino que provenía del restaurante libanés de la esquina perfumaba el aire refrescado por la lluvia. Aimée había olvidado el bullicio y la vida de Belleville. Llegaron a sus oídos dialectos africanos. Pasó por delante de fachadas de tiendas de finales de siglo, abandonadas y cubiertas de grafitis. Oyó el claxon de los taxis, y a unos ancianos que regateaban en árabe en unos puestos de fruta. Unas mujeres senegalesas vestidas con ropas y tocados de estampados chillones compartían las escaleras del metro con sofisticados parisienses de negro.

Un barrio con caractère, pensó ella, pero sus orígenes obreros habían sufrido el ataque de lo moderno. Buena parte de los edificios dieciochescos, ennegrecidos por la mugre, del antiguo barrio de Édith Piaf había sido o derribada o renovada.

La luna de abril, como un platillo, ya había salido cuando llegó a la estrecha calle. Al contrario que el ajetreado bulevar, la rue Jean Moinon era tranquila. Aimée se detuvo. El olor a perro mojado se mezclaba con el olor a agua de rosas procedente de un callejón cercano. Se preguntó a qué iría Anaïs ahí.

El cono amarillo de luz de la farola ponía al descubierto la acera rota. Unos coches aparcados ocupaban un lado de la estrecha calle. El número 20 bis, o 20 y medio, recordó Aimée que le había explicado su madre, consistía en dos pisos con muchas ventanas tapadas con ladrillos. Esa era una de las cosas con las que su madre americana bromeaba. Su madre se había referido al número 7 bis, su viejo apartamento, como «una parte aquí y la otra no, como yo». Poco después, cuando Aimée tenía ocho años, su madre había clavado una nota en la puerta del apartamento en la que le decía que se quedara con la vecina hasta que su padre llegara a casa. Su madre nunca volvió.

Aimée se echó hacia atrás y miró el edificio decimonónico. Oscuro y silencioso. Sólo un piso tenía ventanas abiertas, y las contraventanas estaban desgastadas y rotas. Ni conserje ni gardien. Sólo una enorme puerta de madera llena de grafitis plateados.

Puede que Gaston le hubiera dado la dirección equivocada.

– ¿Anaïs?

¿Habrá ido siquiera Anaïs… o ya se había marchado?

Aimée no sabía el código para entrar, así que llamó al timbre de servicio. Esperó mientras miraba cómo el reflejo de la farola bailaba en los charcos de aceite que había entre los adoquines. Enfrente, varios edificios anunciaban apartamentos en alquiler.

No hubo respuesta. Cambiaba de un pie a otro, y miraba a su alrededor. La calle estaba desierta. Inquieta, quería irse de allí.

Aimée caminó por la irregular acera hasta el final de la calle, lamentando haber actuado tan impulsivamente al seguir la pista de Anaïs. Esa búsqueda inútil no la había llevado a ninguna parte. Se daría de tortas… ¿por qué habría accedido a ayudarla? ¡Tenía que hacerse con el contrato de la edf!

La vigilancia conyugal no era lo suyo. La próxima vez se lo pensaría dos veces antes de mojarse. Se giro para volver sobre sus pasos. De camino al coche, hizo un último intento.

A lo lejos, vio que dos mujeres salían por la puerta del 20 bis. Aimée vio que una de ellas era Anaïs, con su rubio pelo iluminado por la farola. La otra, una mujer de pelo negro, llevaba un brillante impermeable negro que se agitaba cuando se movía. La mujer abrió la puerta del conductor del coche que estaba aparcado enfrente, cogió algo dentro, y se lo acercó por encima del techo del coche a Anaïs, que esperaba en el bordillo.

Cuando Aimée estuvo más cerca de ellas, vio que el coche era un Mercedes azul pálido. Anaïs metió el objeto en su bolso, se puso sus gafas de sol, y se fue corriendo sin decir adiós. Extraño, pensó Aimée, ya que estaba oscuro y lluvioso.

– ¡Anaïs! -exclamó Aimée, mientras caminaba a toda prisa para alcanzarla.

Anaïs se giró, reconoció a Aimée y la saludó con la mano.

De un lugar cercano, llegaba el sonido atronador y penetrante de música árabe.

– ¡Apaga esa mierda! -gritó alguien desde una ventana.

La mujer de pelo oscuro cerró la puerta del coche de un portazo y lo puso en marcha; con un destello cegador el Mercedes explotó. El coche se convirtió en una bola de fuego amarillenta con un estruendo ensordecedor. Aimée vaciló, y todo parecía moverse a cámara lenta, aunque podrían haber sido microsegundos. El terror la inundó. Neumáticos y puertas salieron volando como misiles hacia los edificios de piedra. Vio cómo Anaïs se elevaba en el aire, para luego desaparecer. El suelo retumbó.

La onda de presión le hizo perder el equilibrio en mitad del salto, cuando se dirigía al coche más cercano. La explosión de humo succionó el aire como si intentara meterla en un espacio más pequeño. Más estrecho de lo que ella podría soportar. Sobre la calle llovieron fragmentos de acero y vísceras ensangrentadas.

Aimée aterrizó sobre los adoquines mojados mientras rezaba que no explotara nada más. Su corazón latía con fuerza. Intentó cubrirse la cabeza con las manos. Volvieron los recuerdos de la explosión terrorista en la place Vendôme que mató a su padre: su cuerpo carbonizado que salía volando de la furgoneta de vigilancia, la mano de ella que agarraba la manilla de la puerta derretida, y la bola de fuego que envolvía la furgoneta cuando chocó contra la columna de la place Vendôme.

Y entonces se dio cuenta del peligro: los vapores del tanque de gasolina de los coches que estaban aparcados podían encenderse con las llamas. Se levantó. Hizo que sus piernas se movieran, que pasaran por delante del esqueleto de metal del Mercedes, que se quemaba violentamente y se abombaba como un acordeón. El intenso calor le quemaba las cejas. Tenía que encontrar a Anaïs, y salir de allí.

Le zumbaban los oídos, y la nube de humo le asfixiaba. Tropezó con los adoquines, cubiertos de aceite y anticongelante. Tenía las manos ensangrentadas y le temblaban. Como cinco años atrás cuando su padre había saltado por los aires delante de ella… la misma pesadilla horrible.

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