Miércoles por la noche

Philippe echó un vistazo en la habitación de Simone. Su suave respiración y el dinosaurio quitamiedos le dieron la bienvenida. Philippe se relajó. Su niña estaba dormida. A salvo.

Bajó las escaleras, cogió una botella de Johnny Walker libre de impuestos, una cubitera, y se fue al estudio. Dentro, bajó las persianas y se echó una generosa cantidad en un vaso de Baccarat.

Se aflojó la corbata, y se sentó en la moqueta de seda. Apoyó la espalda en la mesa del despacho, y suspiró. Se quedó mirando el acuario de agua salada que estaba encajado entre las estanterías. Lo único que rompía el silencio era el burbujeo del filtro de aire del tanque y los cubos de hielo que tintineaban en el vaso.

Ignoró el trabajo que tenía sobre su escritorio y la carpeta de Sylvie, que le había entregado Anaïs, y bajó su álbum de recortes de la ena. Siguió poniéndose Johnny Walter, ya sin echar hielo, y pasó las páginas.

En una de ellas, Bernard Berge, más joven y con mucho más pelo, le devolvía la mirada. Incluso en aquel entonces, el parecido con Woody Allen era claro. Solía bromear sobre el tema, y decirle a Bernard que podían ser gemelos. Incluso a los veintitantos, sus ojos tenían esa mirada furtiva. No era de extrañar que acabara de fonctionnaire, que nunca llegara alto en el ministerio.

Philippe vio una fotografía suya en la azotea, con el Sena detrás de él. Rodeaba con los brazos a una chica de cabello largo. Los dos llevaban cintas en el pelo, pañuelos tie-dye, y no mucho más. Recordaba esa tarde de 1968, pero no a la chica. Cuando se manifestó en la Sorbona, les había tirado pavés a los flics. Se había armado un gran revuelo. Su grupo había tomado la Facultad de Letras, mientras proclamaban el amor libre, el vino gratis, y la libertad de pensamiento. Habían formulado una nueva carta de derechos humanos. El único que recordaba era: «Por la presente declaramos que toda la humanidad escuchará a su corazón y cantará». Pensaban, qué arrogantes e inocentes, que estaban cambiando el mundo. Y nunca se había sentido mejor en su vida.

Su estómago plano y esa sensación de libertad habían desaparecido. ¿Qué le había ocurrido? ¿Le estaría pasando lo mismo que a Bernard Berge, se estaría convirtiendo en un anciano prematuro? ¿Estaría tan muerto como a veces se sentía? No, no podía ser así. Aunque le había costado, había hecho que el viñedo saliera adelante. La alegría lo inundaba cuando veía el asombro brillar en los ojos de Simone, cuando oía su risa. Se había vuelto a enamorar de su radiante esposa cuando tenía en sus brazos a Simone.

Llamó para ver cómo estaba Anaïs. Le enfermera le dijo que madame dormía. Philippe le dio las gracias, y colgó el teléfono con un suspiro. Se sirvió más Johnny Walter en el vaso.

Si tan sólo se hubiera quedado en la comuna de Normandía, se hubiera unido al grupo de música pop de su hermano, o viajado a India y vivido en un ashram.

El teléfono interrumpió sus pensamientos.

Allô -dijo Philippe.

– Qué difícil es localizarte, Philippe-le dijo Kaseem Nwar-. Dime algo, por favor, tengo que darles alguna esperanza a los inversores.

Cansado de la insistencia obstinada de Kaseem, Philippe quiso colgar.

– ¿Qué más puedo decir, Kaseem? -dijo él, molesto-. Mi comité ha cedido las riendas de la financiación. Ya está fuera de nuestro control.

Cuanto menos supiera Kaseem, mejor. Cuanto menos supiera la gente, mejor. Prueba de ello es lo que le pasó a Sylvie.

– ¿Podrías reconsiderarlo, Philippe? -insistió él-. He invertido mucho en el proyecto.

– Kaseem, estamos sujetos a los caprichos del Elíseo -le explicó él-. Como siempre te digo, hago lo que puedo. Ahora, no parece posible.

– Philippe, esto no es sólo por mí-le dijo Kaseem, en un tono más bajo e insistente-. Hay gente que cuenta con el proyecto, con la financiación de la misión. ¡Dependen de ti para esto!

Philippe notó la desesperación en la voz de Kaseem.

– Veré qué puedo hacer -mintió él.

Cualquier cosa para quitárselo de encima.

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