Bernard rebuscó en los bolsillos de su chaqueta. Las pastillas. ¿Dónde estaban las pastillas? Las pequeñas pastillas azules. Las que lo tranquilizaban, y organizaban sus palabras en sucintas frases.
La botella estaba vacía. Le entró el pánico. Ya había hecho que se llevaran a los huelguistas al hospital. Pero horas después estos lo habían abandonado por su propio pie y habían regresado a la iglesia.
Se paseó de un lado a otro delante de su mesa. La tenue luz que salía de la lámpara de su escritorio iluminaba la gastada moqueta. ¿Qué podía hacer con esa gente? ¿Cómo conseguiría que Hamid saliera de la iglesia?
Finalmente encontró una pastilla azul rota en el forro de su bolsillo, deshecha y sólo la mitad de una dosis. Se la tragó, con hilos y todo. Quizás así se le aclararían las ideas.
El capitán de las Compagnies Républicaines de Sécurité había desaparecido; fue entonces cuando el ministro le había llamado al busca. Pero Bernard no tenía teléfono. No tenía aide-de-camp. Se encontraba agarrado a una fina cuerda que colgaba sobre los enfurecidos rápidos de la política del Ministerio del Interior.
Bernard sabía que Hamid estaba demasiado débil como para soportar las negociaciones. Y los autobuses que iban rumbo a la terminal aérea se estaban deteniendo delante de la iglesia en Belleville. Recordó el rugido de sus motores. Era como el bramido de bestias hambrientas que esperaban a ser alimentadas.