Bernard se encontraba delante de la iglesia de Notre-Dame de la Croix. Unos manifestantes que coreaban una consigna y vestían telas de dibujos chillones de Malí intentaron bloquearle el paso. Los hombres, tuaregs norteafricanos que se llamaban «los hombres azules» por sus tradicionales velos y turbantes añiles, marchaban con mujeres con chadores negros y con corpulentas monjas de hábito.
Con los brazos cruzados, Bernard esperaba a que el negociador comprobara las concesiones a los solicitantes de asilo. La noche anterior un grupo que había organizado una vigilia con velas le había impedido la entrada. Se había sentido aliviado cuando el ministro le informó de que la reunión con el líder se había pospuesto. Pero cuando el coche lo recogió esa mañana, sintió el mismo temor. Aunque peor.
Por el camino, había oído que en la radio alertaban a la ciudad sobre las repercusiones que tendría la decisión del ministro de finalmente hacer cumplir las leyes anti-inmigración del año anterior. ¿Había inclinado la balanza la reciente y abrumadora cifra de desempleo de Francia?
La tensión también crecía por todo el Mediterráneo, desde Argelia, donde una guerra civil no declarada todavía bullía después de que los militares cancelaran las elecciones de 1992. El control de los militares sobre las fuertes facciones fundamentalistas era escaso, en el mejor de los casos.
Bernard se preguntó de nuevo por qué era él y no su jefe el que estaba bajo la lluvia esperando para negociar. Bernard había dormido por primera vez en días, pero no había sido un sueño reparador, sino irregular e interrumpido. Su ojo izquierdo había comenzado a contraerse nerviosamente, un signo de fatiga extrema.
– Sabemos que Mustafa Hamid, el líder de L’Alliance de la Fédération de Libération, cedió ante la presión interna de tomar la iglesia -dijo el negociador de afilada nariz, estudiando a Bernard-. Él fue el que organizó a los sans-papiers, pero es un líder pacifista desde hace mucho tiempo.
Notre-Dame de la Croix se alzaba ante ellos, una anomalía de bóvedas de piedra y ventanas con hojas de plomo en el quartier de inmigrantes musulmanes. El aire que los rodeaba traía especias y música árabe.
– Prioridad para futura residencia: esa será su propuesta -siguió el negociador-. Si llega tan lejos.
Bernard ya lo entendía: agita la zanahoria de futura residencia delante de los inmigrantes. Eso lo indignó. Una vez que los fanáticos aceptaran salir del país, sabía que nunca más dejarían que volvieran. Esa gente podría ser testaruda, pero no idiota.
– ¿Dónde está le ministre Guittard? -preguntó Bernard.
– Al tanto -respondió el negociador. A la luz de los coches de policía, en su pelo rapado brillaban unas diminutas gotas de lluvia-. Monsieur le ministre espera el avance en las negociaciones.
Tenía sentido. Guittard aguardaría el resultado, y entonces o saldría para llevarse todo el crédito, o se mantendría al margen si tenía lugar una confrontación sangrienta. Al haber sido durante años fonctionnaire de nivel medio, sabía cómo funcionaba el ministro.
– Le ministre Guittard espera que las negociaciones tengan éxito -dijo el hombre, como si fuera una ocurrencia de último momento-. El Comité de Naturalización necesita liderazgo.
He ahí el astuto funcionamiento de un ministro de hoy en día, pensó Bernard. Delegar los trabajos sucios, y ofrecer puestos importantes si se hacían bien. Si era un fracaso, también el fonctionnaire. El año anterior habían desterrado a uno de sus homólogos del ministerio a Costa de Marfil por un altercado similar.
Las palabras de su madre le bailaban en la cabeza cuando entró en la iglesia. «Estos… africanos, estos árabes… sólo son personas, non?… Como nosotros, Bernard.»