Unos golpes en la puerta y los ladridos de Miles Davis despertaron a Aimée con un sobresalto.
Estaba sola.
Había una hoja de papiro clavada en la almohada con un «Te cargué el teléfono… intenta no meterte en líos, Yves» escrito en ella.
Se había acostado con él otra vez. En ocasiones, se sorprendía a sí misma.
Los golpes se hicieron más fuertes. Se puso una camisa de ante con botones en el cuello, cogió unos pantalones negros de terciopelo del armario, se metió el móvil en el bolsillo, y se dirigió trastabillando y descalza a la puerta.
– ¿Mademoiselle Leduc? -dijo un flic lampiño y de paisano.
Sus ojos claros y su expresión flemática contrastaba con la de su compañero, mayor y más grueso, que paseaba por el frío rellano con cara amargada. Respiraba pesadamente. Los dos iban de traje (barato).
El corazón le latía con fuerza. Puede que fuera un mal sueño. Quería cerrarle la puerta en las narices, volver a la cama.
– ¿Es usted mademoiselle Leduc?
– Creo que sí, pero después del café lo sabré con seguridad -le dijo ella mientras se rascaba la cabeza-. ¿Y ustedes caballeros…?
– Sargento Martaud del vigésimo arrondissement-le explicó él-. Y, por supuesto, no nos importará acomodarla en el commissariat de police.
Se le atragantaron las palabras. La inundó una sensación de desazón. El talismán sobresalía de su mochila, que estaba a plena vista sobre la mesa de mármol con patas de garra. Aimée alargó la mano, y la metió disimuladamente debajo del abrigo azul de piel falsa que estaba encima de la silla.
El sargento se abrió la chaqueta del traje con gran efecto. En un movimiento fluido, sacó su placa de un bolsillo del chaleco, enseñó su fotografía, y la volvió a guardar. Aimée se imaginó que lo ensayaba delante del espejo antes de trabajar.
– Identificarse es importante -le dijo el sargento Martaud.
– Sargento Martaud, soy bastante maniática con el café. -Aimée esbozó una sonrisa-. Mi colega me dice que casi obsesiva, así que necesitará una orden para llevarme a Belleville sin mi café de costumbre.
Su compañero de rostro amargo le devolvió la sonrisa y agitó un papel delante de ella.
– De hecho, mademoiselle, da la casualidad de que he traído una conmigo.