Miércoles a última hora de la tarde

Morbier acordó verse con Aimée en una pequeña brasserie en la rue Pyrénées después de fisioterapia. Llegó tarde. Ella había estado pidiendo continuamente en la barra.

– Me espera mi partida de póquer, Leduc -le informó él, después de la trucha ahumada y el escalope de veau. Dejó la servilleta en la mesa-. ¿Querías contarme algo?

Había estado dándole vueltas a algo: si hacerle la pregunta o no a Morbier. Quizás era el Pernod el que hablaba, pero tenía que saberlo.

– ¿Por qué papá aceptó el trabajo de vigilancia? Al echar la vista atrás, no me parece que fuera un trabajo corriente.

Morbier exhaló una voluta de humo azul en la atmósfera cerrada de la brasserie.

– Déjalo, Leduc.

– ¿Cómo? -Se echó hacia delante, con los brazos apoyados en un mantel blanco lleno de migas de pan-. Me despierto por la noche pensando en que hubo algo que no me contó. Algo que no percibí… lo tenso que estaba, que entrara él primero en la furgoneta…

– ¿Entonces crees que tenías que haber ido tú primero?

A veces se preguntaba si debería haberlo hecho.

– Si lo hubiera hecho, Leduc -siguió Morbier-, tu padre, descanse en paz, sería el que estuviera aquí donde estás tú, y sería su corazón el que estaría destrozado, no el tuyo. Y estaría sufriendo más que tú.

– ¿Cómo puedes decir eso?

Echó las migas a un lado y formó montoncitos pequeños con ellas.

– ¡Ay, los jóvenes! -fue su respuesta-. ¿Quién se sobrepone a la pérdida de un hijo?

Morbier se había convertido en un psicólogo de andar por casa. Puede que hubiera asistido a demasiadas sesiones de sensibilidad en el commissariat.

– Sabes más de lo que me estás contando, Morbier.

– Y si así fuera, ¿qué cambiaría eso?

Ella se quedó callada, y entonces echó los montoncitos de migas en la mano ahuecada que había colocado debajo de la mesa.

– Que podría dormir por la noche, Morbier.

Él apartó la mirada.

– Ir a la place Vendôme me ha traído de nuevo recuerdos -dijo ella-. Lo siento.

Con un movimiento rápido, echó las migas en su plato, e hizo una señal al camarero.

L'addition -le pidió ella.

Cogió un Gitane del paquete de Morbier, y encendió una cerilla de la caja que siempre llevaba con ella. Áspero y denso, el humo le dio de lleno cuando lo inhaló.

Morbier la observaba.

– ¿No lo habías dejado, Leduc?

– Siempre lo estoy dejando -dijo ella, saboreando la sacudida.

Después de pagar la cuenta y de ponerse con gran dificultad su empapado impermeable, Aimée y Morbier se quedaron fuera sobre el brillante adoquinado. Las luces amarillas de los faros antiniebla de los coches se desdibujaban como halos en la bruma. Aimée se dio cuenta de que Morbier la miraba fijamente.

– Padeces lo que se denomina «culpa del superviviente», Leduc -dijo él-. Lo he visto demasiadas veces. Y tú también.

– ¿Así que es así cómo se llama? -le preguntó Aimée, mientras buscaba en su bolsa el billete del metro. Lo sujetó en lo alto. Caducado-. Morbier. Mi intención no era ponerle una etiqueta, pero gracias. Ahora ya puedo catalogar el volumen, y colocarlo en la estantería, ¿no?

– Has bebido demasiado Pernod.

– No lo suficiente, Morbier.

Él negó con la cabeza.

– Tu padre fue mi socio una vez. Eso no se olvida. Pero sigo adelante. ¿Cómo crees que me sentí?

Asombrada, lo miró. Nunca habló de sus sentimientos. Ni en el funeral, ni en la ceremonia póstuma de entrega de la medalla, ni en los años que siguieron. Nunca.

Désolée, Morbier -fue su respuesta.

Un taxi, con su luz azul que indicaba que estaba libre, subía por el adoquinado. Morbier introdujo dos dedos en la boca y silbó. Muy alto. El taxi se detuvo delante de un enorme charco negro.

– Ve tú -dijo él-. Me apetece caminar.

Aimée estaba cansada.

– Espero que no te importe.

Entró.

– Al 17, quai d'Anjou, s'il vous plaît.

Antes de cerrar la puerta, Morbier se inclinó hacia ella.

– Acéptalo, Leduc, o te devorará.


* * *

El taxi pasó a gran velocidad por el oscurecido quai, salpicado con farolas redondas, cuya luz se perdía en la espesa niebla. Morbier tenía razón. Había llegado el momento de seguir adelante. De avanzar.

El coche se detuvo debajo de los frondosos árboles que había delante de su apartamento. Abajo fluía el Sena, que reflejaba puntitos de luz cuando la niebla se bifurcaba debajo de los arcos de piedra del Pont Marie. Pagó al taxista, y le dio una propina de veinte francos. El seguro por el buen karma del taxi.

El problema era que no tenía ganas de seguir adelante. Quería aferrarse a los recuerdos, que cada año se volvían más apagados y borrosos, en especial la imagen de la sonrisa torcida de su padre. Más que nada, lo que quería era saber quién lo había matado. Puede que entonces pudiera aceptarlo a su manera.

Su apartamento estaba vacío. Ni rastro de Yves. No había vuelto a saber de él. Intentaba olvidarlo, algo difícil cuando las sábanas y las toallas todavía olían a él.

Después de sacar a Miles Davis a pasear por el quai, lo llevó arriba. Pero no pudo soportar la oscuridad del apartamento, y se fue a la oficina. Con el trabajo siempre volvía a ponerse en marcha.

El teléfono sonaba cuando abrió la puerta de cristal.

Allô?

– ¿Y dices que eres mi amiga? ¿No me prometiste que ayudarías a mi hermana? -le preguntó Martine enfadada-. ¿Y la arrastras al commissariat?

Aimée se quedó helada.

– ¿Al commissariat?

– ¡Philippe me dijo que es culpa tuya! -exclamó ella. Había elevado su ronco tono de voz.

– Miente, Martine -dijo ella, sobresaltada. Se preguntó con qué historia le había ido Philippe. Pero de alguna manera era cierto… si hubiera obligado a Anaïs a que fuera a los flics…. pero aquellos hombres que las seguían la habían obligado a desviarse-. He estado dos días intentando ponerme en contacto con Philippe y Anaïs, ¡y no me devuelven las llamadas!

– El único favor que te he pedido, Aimée -le dijo. Se notaba la decepción en su voz-. ¿No podías ayudarme ni una sola vez?

Mais, Martine, ayudé a Anaïs a escapar -le respondió ella, exasperada.

– ¿A escapar?

Aimée dejó el bolso, y encendió la luz de la oscura oficina.

– Parece que Philippe olvidó mencionar el coche bomba que explotó delante de Anaïs y de mí -le informó Aimée, sentándose en su mesa, y encendiendo el ordenador-. La víctima era su antigua amante.

Martine aspiró sobresaltada.

– O eso fue lo que me dijo Anaïs, pero hay más -dijo, y revisó el contestador-. Hay algo que huele peor que la cabeza de la rata que dejaron en mi puerta el lunes. ¿Estás sentada?

– Sí, será mejor que me siente -dijo Martine, en tono preocupado, pero más tranquila.

Aimée le contó lo que había ocurrido desde la llamada de Anaïs: de Eugénie, el posible alias pelirrojo de Sylvie, la perla del lago Biwa, el plastique Duplo, y el hecho de que Sylvie no poseyera identificación alguna.

– Mira, Philippe no es que me caiga especialmente bien -le confesó Martine-. Ama a Anaïs, eso te lo aseguro, a su manera. Pero sé que nunca la pondría a ella ni a nadie en peligro. Es el auténtico aristócrata convertido en un liberal compasivo. Desde el nacimiento de Simone… bueno… es lo que dice Anaïs, ha hecho balance de su vida, ha hecho cambios.

Aimée recordó a Anaïs en el taxi que cruzaba Belleville a toda velocidad, con la pierna llena de sangre y su serena aceptación de la infidelidad de Philippe.

– ¿De que la acusaban los flics? -le preguntó Aimée.

– No lo sé, pero tienes que ayudarla -le pidió Martine-. ¡Por favor! Qué bien elegimos las hermanas Sitbon, ¿verdad? -Su tono de voz era nostálgico.

¿Estaría Martine pensando en Pilles, su antiguo jefe y amante en Le Figaro cuyo puesto ostentaba ahora ella?

– Mi historial tampoco es que sea mejor-dijo Aimée-. Yves volvió sin avisar, le dejé que pasara la noche, y después desapareció.

– Está en Marsella, Aimée -le comunicó Martine-. Está cubriendo lo del afl de Mustafa Hamid en caso de que haya repercusiones.

Mustafa Hamid… Aimée recordaba haberlo visto en los carteles del afl que había pegados por todo Belleville.

Oyó a Martine respirar profundamente. En lugar de decirle algo tranquilizador, Martine la avisó.

– La ex mujer de Yves ha vuelto a entrar en escena -le dijo-. Está montando un escándalo por el apartamento que tienen en común.

Eso la pilló de sorpresa. Yves nunca lo había mencionado, pero por otro lado, tampoco le había preguntado.

– ¿Cómo es que estás tan informada?

– Porque él se quejaba de que ir a Marsella iba a meterlo en un lío con todas las mujeres de su vida -le explicó Martine-. Eh, si estoy siendo directa, lo siento. Aunque sé que lo puedes aguantar. No te fías de los hombres.

Yves se lo pudo haber dicho.

La próxima vez, le iba a pedir que le devolviera la llave.

– ¿En que commissariat está Anaïs? -le preguntó Aimée, esperando que su tono de voz sonara natural.

– En el quartier Charonne, rue des Orteaux -le contestó Martine.

– Bien. Conozco a alguien allí -dijo ella-. Por lo menos, solía ser así.

Aunque se preguntó por qué la tenían retenida. ¿Sería alguna especie de tapadera?


* * *

Jouvenal, un viejo colega de Morbier y del padre de Aimée, se encargaba de coger el teléfono de recepción por la noche en el commissariat de Charonne. Llevaba haciéndolo veinte años. Una lástima que no hubiera estado de servicio cuando Martaud la llevó a la otra comisaría: lo habría llamado a él en vez de a Morbier.

Jouvenal siempre tenía en su mesa caramelos de anís de Flavigny Abbey, cerca de su ciudad natal, Dijon. Las noches en las que hacía los deberes en la oficina de su papá, solía llenarle la mano de ellos.

Lo llamó al commissariat.

– Philippe de Froissart, c'est lui-le dijo él. Su voz sonaba más áspera que de costumbre. Tosió y expectoró. Seguía siendo de paquete al día. Se imaginó sus amables ojos azules.

Le apetecía un cigarrillo. Oyó voces y el sonido de sillas de metal que arañaban el suelo.

– Necesito hablar con su esposa, sacarla de allí -le dijo ella.

– De Froissart está intentando sacarla -le informó Jouvenal-. Monsieur pez gordo dice que debería ser suficiente sólo con su fianza, aunque todavía no hayan presentado cargos contra ella. Va a ser una noche larga, ¿verdad? Su estatus favorecerá a su esposa.

– Ella no está involucrada, Jouvenal -afirmó-. Lo sé.

– ¿Y eso?

– Casi salta por los aires ella también -le confesó Aimée.

– Sé que te entrenó tu padre -dijo él despacio. Aimée casi podía ver los anchos hombros. Cuando era pequeña, parecían montañas cuando los encogía-. Pero aunque fuera cierto, ¿qué puedo hacer?

– Deja que hable con Philippe.

– Está ocupado. Me parece que en cualquier momento le va a pegar la judiciaire si no me doy prisa.

Se oyeron gritos de fondo.

– Jouvenal, siempre te he tenido cariño -dijo ella-. Por favor, ponme a Philippe al teléfono.

– Sólo me querías por los caramelos -dijo él.

– Eso también -reconoció ella-. Pero después de que me explicaras la división larga, al final lo entendía.

Attends, Aimée -le dijo él.

El teléfono chirrió y se oyó la voz tranquilizadora de Jouvenal.

Tenía que ver a Philippe, descubrir qué ocultaba.

Al final, Jouvenal consiguió que Philippe se pusiera al teléfono.

Oui -dijo él en un tono de voz cortante.

– Soy Aimée Leduc -dijo ella-. Necesito hablar con usted.

– ¡Usted! ¿Es usted imbécile o práctica? -le gritó-. ¿En qué ha metido a mi mujer?

– ¿Yo? -le preguntó sorprendida-. ¡Sylvie Coudray saltó por los aires delante de nosotras! Anaïs fue la que me metió en esto, no al contrario.

Un sonido apagado, como si hubieran puesto una mano sobre el auricular, la interrumpió.

– Venga a mi oficina mañana -dijo él-. Hablaremos.

– Hoy. Ahora -fue la respuesta de Aimée-. Usted se encuentra en el vigésimo arrondissement; yo también.

Mintió, pero no quería retrasarlo más. Hubo una pausa. Oyó a una mujer llorar al otro lado del teléfono.

¿Sería Anaïs?

– ¿Qué es lo que ocurre? -le preguntó Aimée.

Soixante dix-huit place de Guignier en treinta minutos. -Y colgó.


* * *

Aimée llamó a la verja del número 78, una casa de dos pisos, apartada de la plaza por un muro cubierto de hiedra. A través de la ranura del buzón alcanzó a unas rosas amarillas y plantas que bordeaban un camino que daba a la brillante puerta verde oscuro. Unas potentes luces la alumbraron.

– ¿Quién está ahí? -preguntó una voz en alto.

Le ministre de Froissart, por favor -dijo ella, y parpadeó bajo los fuertes haces de luz.

Una mujer de cara larga abrió la verja. Miró a Aimée de arriba abajo.

– Los repartidores por la puerta de atrás -dijo, y señaló la entrada lateral de ladrillo con la cabeza, cargada de hiedra.

– Lo recordaré -dijo ella-. Mientras tanto, a su esposa puede que la acusen falsamente de asesinato.

La mujer se puso tensa, y soltó un grito sofocado.

– Está en el ministerio.

– Me dijo que me recibiría aquí-dijo Aimée. Miró a su alrededor, pero no vio ningún buzón-. ¿Quién vive aquí?

– Venga conmigo -le dijo la mujer, y la llevó a la entrada lateral.

En el cuidado jardín, más rosas amarillas trepaban las espalderas. Un Renault se detuvo en la pequeña entrada para coches que había a un costado de la casa. El chófer, con la gorra azul echada hacia tras, salió del coche rascándose la sien. El asiento de atrás estaba vacío.

– ¿Dónde está de Froissart? -preguntó Aimée.

El hombre miró de soslayo a la criada, quien se encogió de hombros.

– ¿Quién lo pregunta? -quiso saber él.

– Aimée Leduc -fue la respuesta de ella.

– Supongo que podrá demostrarlo.

Se colocó bien la gorra, y se apoyó en el coche.

Aimée le enseñó su tarjeta.

– Entre -dijo él, abotonándose la chaqueta y abriendo la puerta de atrás.

– Espero un minuto -dijo ella, recelosa-. He quedado con le ministre de Froissart aquí.

– Cambio de planes -le comunicó él, sosteniéndole la puerta del coche-. La vida nos ofrece la oportunidad de poder ser flexibles. Uno debe aprovecharse de eso.

A ella no le gustaba el giro que habían tomado los acontecimientos ni la actitud del hombre. Pero entró, segura al saber que llevaba su Beretta sujeta al hombro.

Salieron a toda velocidad del patio al escaso tráfico. Pasaron por delante de las pequeñas tiendas apagadas: una peluquería, un restaurante grecoturco de kabobs, y una agence immobiliére con las contraventanas cerradas que anunciaba apartamentos a lo largo de la arbolada place de Guignier.

Al poco rato, el chófer entró en la bulliciosa rue des Pyrénées. El Renault recorrió en zigzag la calle, aminorando la marcha mientras sorteaba pequeños camiones y taxis nocturnos.

– ¿Adónde vamos?

– Pronto el ministro me dará instrucciones -le contestó él, y le echó una mirada furtiva por el espejo retrovisor. Sonó el teléfono del coche-. Ese debe de ser él.

Examinó la muchedumbre de abrigos negros que cruzaba la calle. La lluvia salpicó la luna del coche, pero paró antes de que el chófer pudiera encender los limpiaparabrisas.

De Froissart dictaba las normas, y permanecía en la sombra. Eso a ella no le gustaba.

El chófer murmuró algo, y luego colgó el teléfono. Giró en la rue des Couronnes. Aimée se había olvidado de la vista panorámica que proporcionaba la parte alta de Belleville en una noche húmeda de abril. A lo lejos, la iluminada Torre Eiffel sobresalía unos centímetros sobre el horizonte de edificios. Pequeña y lejana, exactamente como se sentía ella ante la caprichosa agenda de Philippe de Froissart.

– Veremos al ministro en breve -le anunció el chófer.

El Renault se deslizó por las empinadas y estrechas calles de Belleville.

Un coche grande con ventanillas ahumadas iba en paralelo a ellos, y entonces los adelantó y se puso delante. Se fijó en que las placas de la matrícula eran del gobierno. El coche giró y entró en el quai Jenmapes, que daba al oscuro canal Saint Martin.

Ese juego del gato y el ratón la incomodaba. ¿Por qué Philippe no quedaba simplemente con ella? El chófer frenó, lo que hizo que ella se echara bruscamente hacia delante. Asustada, puso las manos delante para no chocar contra el asiento.

De repente, un hombre musculoso abrió la puerta. Miró a su alrededor, y señaló con su pulgar hacia el canal. Su actitud, ni educada ni reconfortante, no le dejó más elección que obedecer.

El volvió al otro coche, se apoyó en el capó del Renault, y se miró las uñas. El coche en el que iba ella salió en dirección a République.

Sentía el viento cortante debajo de su impermeable mientras caminaba por el dique. Con él se arrebujó las piernas embutidas en cuero. Tenía frío, estaba empapada, y harta del secretismo de Philippe. Su amante había saltado por los aires, a su esposa y a Aimée las habían perseguido unos matones enormes y horribles por todo el metro, y eso era sólo la punta del iceberg. Quería que Philippe le aclarara qué diablos estaba pasando y dónde estaba Anaïs.

Del canal venía un olor a algas, mezclado con un hedor a basura. Las gotas de lluvia agitaron la superficie del agua, y entonces dejó de llover. Las luces del muelle se reflejaban en el metal de las esclusas del estrecho canal.

Aimée deseó poder cambiar lo que había ocurrido, rebobinar la vida: desmontarla fotograma a fotograma como si se estuviera editando una película, y así evitar que Sylvie entrara en aquel Mercedes. También deseó estar echada con Yves delante de un crepitante fuego. Pero no tenía muchas esperanzas de que eso ocurriera. No contaba con él. Y además, su chimenea la tapiaron después de la guerra. Así que tenía que seguir con la investigación.

Las sombras de los esqueléticos árboles que todavía no se habían vestido para la primavera se balanceaban delante de ella. Sus pasos hacían crujir la grava mientras se dirigía hacia una figura sentada en un banco.

Philippe estaba sentado, con los ojos enrojecidos, mirando fijamente al agua.

– ¿A qué viene tanto secretismo, Philippe?

– Aimée, confía en mí -dijo él-. Es mejor así.

– ¿Dónde está Anaïs?

– Ya me he encargado yo de todo -fue su respuesta.

– Pareces que lo tienes todo bajo control, Philippe -le dijo ella, y se sentó a su lado-. Así que dime: ¿qué demonios estás pasando?

– Ella está a salvo -contestó él poniéndose de pie. Hizo un gesto con la cabeza al chófer que estaba al lado del coche. Inmediatamente encendió el motor y las ruedas comenzaron a moverse, lanzando grava-. Ni tienes por qué preocuparte.

Los hombres que eran condescendientes le resultaban molestos. Muy molestos. Ella se levantó y caminó con él.

– Anaïs me contrató para encontrar al asesino de Sylvie -le explicó ella-. Acepté el trabajo.

Aimée vio la media sonrisa de Philippe en la tenue luz.

– Sólo Anaïs haría eso, y es tan típico de ella -dijo él-. Por eso la amo.

Quizás era por cómo las sombras se proyectaban sobre su cara, o por cómo se inclinaba hacia delante con expectación, pero por un instante vio la vulnerabilidad de Philippe. Entendió por qué les atraía a las mujeres. A algunas mujeres, no a ella.

– Sylvie estaba intentando protegerte, ¿verdad, Philippe?

Aimée siguió hablando, no esperó a que él contestara.

– Tenía otra identidad, Eugénie, ¿no es así?

El rostro de él se ensombreció.

– Llego tarde a las negociaciones del ministerio.

– Philippe, no me molesta que no me agradezcas que haya rescatado a Anaïs -dijo ella-. Lo que me molesta es que no me cuentes quién llegó hasta Sylvie y por qué.

Se alejó de ella, con su impermeable agitándose al viento.

Aimée lo siguió.

Hebras de unas acacias en ciernes pasaron revoloteando a su lado. Philippe se detuvo en el borde del canal, y se quedó mirando la capa de suciedad que había en la agitada superficie, salpicada de flores vellosas y de hojas.

Se acercó a él, y lo miró directamente a la cara.

– ¿Tenía Sylvie alguna conexión con los maghrébins?¿Te avergonzaba que pudiera salir tu nombre?

– Ahora ya lo recuerdo… eras la hija de un flic, un coñazo -dijo él negando con la cabeza-. No has cambiado.

Y tú todavía eres un niño rico, pensó ella, con educación socialista y un trabajo en el ministerio. ¿No tenía también un viñedo?

– Conozco gente -le dijo. Miró su reloj, uno caro, y le echó una mirada elocuente-. Déjamelo a mí.

– ¿Crees que llamar a la línea directa interministérielle y pedir favores va a funcionar? -le preguntó Aimée, y de una patada echó una piedra suelta al agua turbia-. Actúas como si esto fuera algún tipo de legislación o letra de cambio. -La piedra describió pequeñas ondas hasta la mitad del canal, y luego se hundió.

– No entiendes cómo funcionan las cosas, ¿verdad, Aimée? -fue la respuesta de Philippe, en un tono más condescendiente si cabe, y apartó la mirada.

– ¿Alguna vez has visto explotar un coche, Philippe? -le preguntó ella, e intentó mantener la calma. No esperó a que él le respondiera, sino que se volvió hacia él-. ¿Alguna vez te han caído trozos de carne encima, te has resbalado en un suelo lleno de sangre, has visto un brazo totalmente quemado cuando… -Se calló.

Él bajó la cabeza, y tuvo la gentileza de parecer avergonzado.

Odiaba hablar de eso, ver de nuevo todas esas horribles imágenes en su cabeza. Pero tenía que pincharlo, tenía que empujarlo a que le contara el motivo.

Silencio, sólo roto por el lento borboteo del agua.

– Así que lo sabía -dijo Aimée, dejando la frase en el aire.

– ¿Sabía qué? -le preguntó él levantando la vista.

Era una noche fría; él se sacó las manos de los bolsillos, y se las frotó.

– Mira, antes de que empieces a especular, deberías saber que Sylvie y yo lo dejamos hace meses -le informó él. Hizo un gesto desdeñosos con las manos-. Anaïs sabía que todo había terminado.

– El asesinato de Sylvie tendría sentido si te tuviera cogido por las partes pudendas.

Aimée se imaginaba que el chantaje le daría a Philippe un motivo para asesinar a su ex amante.

– Vuelve y haz lo que sea que hagas. -Philippe examinó los apartamentos que estaban al otro lado del canal, y se mordió el labio-. Deja tus ideas para el mundo de fantasía.

– ¿Y si Sylvie se sentía rechazada, quizá herida y enfadada? -siguió Aimée, como si él no hubiera dicho nada. Estaba apretando las tuercas; si lo intentaba con más ahínco, él acabaría confesando algo. Sylvie lo había querido, y él a ella. Se le acercó-. Así que cuando ella se entera de que la aventura ha llegado a su fin, te chantajea con desvelar todas las conversaciones íntimas que habéis tenido en la cama.

– Eso no es muy agradable de tu parte, Aimée -dijo chasqueando los dedos. Su humor había cambiado. En vez de desvelar nada, parecía enfadado.

Se oyeron unos pasos en la grava detrás de ella. Aimée se giró, y vio a un hombre con la cabeza rapada, que llevaba gafas sin montura y, debajo de un jersey azul oscuro, se podía apreciar el característico bulto de quien lleva un chaleco antibalas. Los ojos vidriosos e inexpresivos del hombre le recordaron a los de un pez. Centró su mirada en ella, quien también lo miró, con la esperanza de que no se diera cuenta de que estaba temblando.

– Te presento a Claude -dijo Philippe.

Claude no apartó la mirada ni por un momento.

Aimée cambiaba de un pie a otro sobre la grava. Se le hizo un nudo en la garganta. Tenía que haber quedado con Philippe a su manera. Haber insistido.

– Claude le presta mucha atención al detalle -le dijo él-. Y ahora ha centrado esa atención en ti. No me gustaría que encontrara nada irregular en tu negocio y lo cerrara -continuó. Su mirada se endureció-. Aléjate de los asuntos de los que no sabes nada.

Aimée oyó la radio del coche. Philippe miró en esa dirección, atraído por lo que anunciaba el policía: «Altercado en Notre-Dame de la Croix con los sans-papiers en huelga de hambre».

Merde! -murmuró él.

– ¿Tiene Sylvie algo que ver con eso? -le preguntó Aimée.

Vio conmoción en los ojos de Philippe.

– No soy el malo de la película -dijo.

– Demuéstralo -lo retó ella.

Pero él ya se había dado la vuelta, y se dirigía a toda prisa al coche, con Claude detrás. El coche se alejó a toda velocidad, lanzando grava antes incluso de que la puerta del acompañante se cerrara siquiera.

No percibió lo mucho que le habían perturbado los ojos de Claude hasta que subió al puente peraltado sobre el canal Saint Martin, y se tranquilizó lo suficiente como para poder reflexionar.

Si Philippe mató a su amante, trató de cargarle el asesinato a su mujer, para después encubrirlo… no tenía sentido. Lo único que le traería sería deshonra.

Fuera cual fuera el trato que había hecho Philippe de Froissart, y con quienquiera que lo hubiera hecho, tenía que ser sucio. Se lo olía.

Recordó la reacción de este cuando oyó la noticia en la radio del coche sobre Mustafa Hamid y el afl. Aimée se detuvo en el puente de metal, sobre las agitadas aguas del canal. Recordó también los carteles, que empapelaban Belleville, sobre la huelga de hambre de Hamid, pegados en las paredes cercanas al apartamento de Sylvie/Eugénie. Tenía que averiguar si era mera coincidencia o si había una conexión. Pensaba que Gaston podría ser una mina de información.

Encontró el número del Café Tlemcen, y llamó desde su móvil.

Bonsoir, Gaston -dijo ella-. ¿Podemos hablar sobre Mustafa Hamid y los sans-papiers?

El hombre tomó aliento. De fondo, se oía un murmullo de voces.

– Ahora mismo tengo lleno el local -le dijo-. ¿Dónde está?

– En el canal Saint Martin -le dijo ella.

– Tenga cuidado -le avisó él-. No es un sitio muy seguro por la noche.

El runrún de la máquina de café exprés competía con el sonido gutural de las voces que hablaban en árabe. Le llegó el ruido de alguien que parecía haber echado hacia atrás una silla, y de esta chocando contra el suelo.

– Los ánimos se están caldeando aquí -dijo él-. No puedo hablar. Venga mañana. Temprano.

De camino a casa, Aimée cruzó el Pont Marie. El vaho de su aliento se mezclaba con la noche. Su apartamento estaba a oscuras, no había ninguna ventana iluminada, ninguna habitación caliente, ni Yves la esperaba. Tenía que afrontar, pensó ella, que simplemente le había quedado a mano, que había sido una parada de rigor a su regreso de El Cairo.

Con la cabeza gacha, y decidida a apresurarse para sacar a Miles Davis antes de que empezara a llover, se topó con una figura.

Pardon! -se disculpó ella, y levantó la mirada.

– ¿Vas con prisa? -le preguntó Yves, de pie en el muro del muelle que había delante de su apartamento. Le rozó la mejilla con los dedos, y la miró a los ojos. Debajo de ellos, borboteaba el Sena.

– ¿Dónde has estado? -le preguntó él, arropado con un abrigo.

Su alegría desapareció. ¿Le había dicho él que había estado en Marsella?

– Será mejor que no lo sepas -contestó, con la mente de vuelta en el canal Saint Martin, en la amenaza de Philippe y en la mirada muerta de Claude.

Los pies de él arrastraban hojas mojadas.

– ¿Hay otro, Aimée?

A ella le entraron ganas de reír. Sin embargo, la ventaja que le proporcionaría seguir con cara seria era mayor que si contaba la verdad. Había muchas otras cosas de las que quería hablar.

– ¿Dónde has estado, Yves?

– En reuniones con la redacción -le explicó él sin apartar la mirada de ella-. Muchos desacuerdos, rivalidades. Lo normal.

Sintió calor en la cara. Le gustaba notar sus dedos en las mejillas.

– ¿No te llevas bien con Martine de Le Figaro?

Él se encogió de hombros.

Por un momento, la farola del muelle rodeaba su cabeza con un halo, y lo sumergía en la sombra. No pudo leer su expresión.

– Somos dos caras diferentes de una moneda, Aimée -dijo él-, pero eso lo hace interesante.

– De nuevo vienes en secreto, ¿verdad?

Su desasosiego lidiaba con el deseo de meterse dentro del abrigo de él.

Yves le puso un dedo en los labios.

– Digamos que Martine y yo no pensamos igual, y lo respetamos.

– Entonces no le gustaría… -comenzó a decir ella.

– No estoy trabajando -dijo él, y señaló el reloj-. Ya he sacado a Miles Davis. ¿Por qué no entramos en calor con esto? -Sacó una botella de una bolsa de papel, y una copa de champán del bolsillo de su abrigo. En su rostro vio el reflejo de la luz que proyectaba la copa-. Sólo encontré una.

– La podemos compartir -dijo ella, y lo cogió del brazo-. Un sommelier me enseñó cuál es el secreto de descorchar una botella. ¿Quieres una demostración?

– No dejas de asombrarme -dijo Yves, y sonrió.

Bajaron las escaleras de piedra del dique. Yves extendió el abrigo en el suelo y se sentaron debajo del puente con arcos. Una solitaria familia de patos nadaba en silenciosa formación ante ellos, haciendo uves en la tranquila superficie del agua.

– Veuve Cliquot ochenta y nueve, ¡buen año!

Con los pulgares movió el corcho dos veces, y abrió la botella de champán.

– ¡A los patos! -exclamó Yves. Le pasó el brazo por el hombro, y bebieron al estilo soldado, a sorbos. El champán les bajaba por la garganta, achispado y aterciopelado. El calor del cuerpo de Yves la calentaba.

Mirando al agua, Yves le habló de El Cairo. Su cara cambió cuando le relataba su viaje en moto al desierto durante una excavación arqueológica.

– Te gusta eso, ¿verdad? -le preguntó ella, acurrucándose.

– A ti también, Aimée -le dijo-. Las luces en las dunas, la tranquilidad… -Se calló.

Ella echó más champán en la copa.

– No se me dan muy bien las relaciones -le dijo.

– A mi tampoco -fue su comentario-. Brindemos por ello.

Y así lo hicieron.

Aimée se puso en pie, con la botella en la mano.

– El último en llegar…

– Abre otra botella -interrumpió Yves-, pero lo primero es lo primero.

Se apoyó en el arco y tiró de ella hacia él.

– No dejo de pensar en ti.

Se besaron un largo rato debajo del puente. Ni siquiera les molestó la bocina de una barcaza, ni un viejo vagabundo que pasó por su lado. Rieron juntos cuando él la llevó a caballo todo el camino hasta el apartamento. Allí disfrutaron de un baño caliente otro rato, esta vez más largo, con otra botella.

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