Martes a última hora de la tarde

Aimée había dejado a Momo, un shihtzu bien arreglado, en casa de la suegra de Serge, en la que rechazó quedarse a tomar el té a pesar de la insistencia de la mujer. Había pasado más de un mes, se dio cuenta con sentimiento de culpa, desde que llevó a Miles Davis a que le arreglaran el pelo.

En la oficina, telefoneó de nuevo a Philippe, pero no estaba. Su secretaria le prometió que se pondría en contacto con él y le diría que la llamara. Se preocupó. Anaïs tampoco le había devuelto las llamadas.

Aimée se quedó de pie leyendo el fax de Serge por encima del hombro de René.

– Todavía no han establecido la identidad de la Yvette -dijo ella mientras leía el informe-. Pero Anaïs dijo que era Sylvie Coudray. Aunque la vecina y el bedel se refirieron a ella como Eugénie. Según esto, el Fichier National de Nantes tampoco la ha identificado todavía.

Aimée negó con la cabeza, incapaz de entenderlo. El fichier, conocido por su rápido tiempo de respuesta, albergaba toda clase de información: número de carné de conducir, carte bancaire, y carte nationale d'identité entre otros.

– ¿Qué hacemos ahora? -preguntó René.

– ¿Por qué no intentas acceder a la Sécurité Sociale de Sylvie, y, ya que estás, a la de Eugénie Grandet, si existe?

– ¿Te refieres al nombre Eugénie, el alias que usaba?

– Hasta ahora es lo único que tengo para seguir -dijo ella-. Pero necesitamos pruebas.

– Una vez tuve una amiga en Nantes -le dijo René-. Deja que vea si todavía sigue allí. -Hizo una mueca-. Me ahorraría mucho tiempo si tuvieras la carte bancaire de la mujer. -Le brillaron los ojos-. Podría piratear el chip de la tarjeta y entrar en su cuenta.

– Ojalá la tuviera -dijo ella.

Tiens, Aimée, prefiero eso al sistema de cifrado de 128 bits del Banque de France.

– Estoy impresionada, René -exclamó ella, dejando escapar un débil silbido.

– ¡Manipular el Banque de France es un verdadero dolor de cabeza! -dijo él-. ¡Todavía no he descifrado todas sus codificaciones! -Extendió los brazos desde el borde de la mesa de Aimée hasta la pared-. Sólo eso. Pero lo haré, aunque me lleve los mejores años de mi vida.

– Utiliza tu cerebro para las cosas importantes, René -le aconsejó ella-. ¡Como el alquiler!

Bien sûr, pero me pasaré por tu apartamento para buscar un software que necesito. Si localizo a mi amiga, quizá pueda navegar por el fichier de Nantes -dijo René-. Además, tengo una bolsa de huesos para Miles Davis.

– Sólo estás intentando gustarle -le dijo ella.

– Comprueba lo del Duplo -le dijo René. Le echó un vistazo al fax-. Interesante explosivo.

Ella también se lo había preguntado.

– ¿Por qué usar Duplo? -preguntó Aimée.

– ¿En vez del explosivo del bloque del Este, que es más fácil de conseguir? ¿El Semtex? Buena pregunta -contestó René-. Dicen que es el que les gusta a los fundamentalistas.

Aimée abrió los ojos de par en par, sorprendida por lo que sabía René.

– ¿Ya han culpado los flics a los fundamentalistas? -quiso saber ella-. Es el procedimiento habitual.

Cada vez que había un atentado, todos los medios de comunicación al mismo tiempo se referían a él como un incidente árabe. El racismo inherente la daba asco.

Se acercó a la ventana ovalada que daba a la rue du Louvre, y dedicar así un tiempo para reflexionar. La verdad podía estar en algún lugar entre lo uno y lo otro. Si los fundamentalistas querían matar a Anaïs, la esposa de un ministro, habían hecho una chapuza. ¿Pero por qué? No habían identificado a la víctima, no habían mencionado el nombre de Anaïs, y ningún grupo había reivindicado el atentado.

– Digamos que o los fundamentalistas no quieren que se les vincule con esto -dijo ella-, o no han sido ellos.

– La vida es un cúmulo de posibilidades -dijo René-. Pero diría lo último. Los mañosos y los criminales usan material comercial como Duplo.

– Mira esto -dijo Aimée señalando el último párrafo del informe-. Se encontraron rastros de una placa base que indican que era de fabricación suiza: un interruptor electrónico hecho en Berna. Iban en serio.

– Las horas no cuadran, Aimée -señaló René, ladeando la cabeza-. Dejaste el café de Gaston alrededor de las siete y cuarto, y te dio tiempo a llegar allí a pie, intentar que te abrieran la puerta, subir la calle, y volver al 20 bis. -Hizo una pausa y señaló el informe-. Según esto, la explosión ocurrió a las ocho en punto. Los primeros en llegar a la escena fueron los pompiers, después el samu a las ocho y veinte, y a continuación la brigada antibombas, que apareció a las ocho y treinta y cinco. Esta brigada llevó a cabo el proceso de documentación y recuperación; los análisis químicos comenzaron dos horas después.

Attends, René -le pidió Aimée, que cogió un rotulador negro, pegó a la pared con cinta adhesiva una hoja de papel continuo, apuntó «7.15», y trazó una gruesa flecha.

– Sigue -dijo ella.

– ¿No me dijiste que cuando llegaron los flics saltaste como un conejo por encima de una tapia? -le preguntó René.

El ruidoso y agitado embate de un león marino sería una descripción más adecuada. Pero se la guardó para ella.

– Bueno, oí sirenas y que gritaban: «¡Abran la puerta!».

Dejó de escribir, y se quedó con el rotulador en el aire. Cuando ella y Anaïs entraban en la rue Sainte-Marthe, recordó haber visto a la furgoneta del samu, y pensar lo rápido que habían llamado a la ambulancia. Serían las ocho y diez como mucho.

– Según este informe -dijo René-, un inquilino llamado Jules Denet, que vive a una calle de allí, dijo que después de la explosión oyó ruidos sospechosos en el patio.

René golpeó el papel con sus dedos rechonchos.

Volvió a la furgoneta del samu, y asintió.

– Entonces había dos furgonetas -dijo ella-. La otra llegó a las ocho y veinte.

– Es bastante coincidencia que respondiera otra furgoneta y que no lo recogieran en el informe, o que no se comunicara con la otra. Así que si no eran ni la ambulancia ni los flics… ¿quiénes eran? -preguntó René.

Aimée clavó el fax junto a la cronología. Se lo quedó mirando. No sólo no cuadraban las horas, sino que había algo que no tenía sentido. Retrocedió, y abrió la ventana ovalada, por donde entró la tenue luz y el humo de los coches de la rue du Louvre. Caminó hacia la puerta, encendió la luz de la oficina, y volvió a su mesa.

– Sigue una lógica, René -dijo ella-. Digamos que quienquiera que puso la bomba se quedó cerca para activarla, o para asegurarse de que explotaba.

Recuerdo haber oído música árabe justo antes de la explosión. Quizá planeaban hacer saltar por los aire también a Anaïs… ¿estás de acuerdo?

– Sigue -le dijo él.

– Y si usaron la furgoneta del samu como una tapadera, quizá la aparcaron cerca para accionar la bomba -continuó ella-. O querían lo que Sylvie le dio a Anaïs, y contaban con atraparla.

– Pero tú irrumpiste en la escena -la interrumpió René con emoción.

– Exactamente -asintió ella.

Cerró la ventana y miró a René.

– Creo que lo que oyó el vecino fue a Anaïs y a mí. Me pregunto si vería algo más.

René asintió.

– Será mejor que lo averigüe.

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