– Anaïs, ¿dónde estás? -gritó Aimée. Al menos ya podía oírse a sí misma. El intenso calor la forzó a moverse, a olvidarse del recuerdo de su padre.
Avanzó a gatas por los adoquines, y finalmente se puso de pie. Alguien estaba llorando; oyó gritos a lo lejos. Sentía su cuerpo como si alguien lo hubiera golpeado con un bate. Durante mucho tiempo y con fuerza.
– Aquí, Aimée -gimió Anaïs.
Estaba tirada en la acera, atrapada debajo de un cartel de «Appartement à louer», arrancada de un edificio adyacente. Ese cartel de alquiler probablemente le había salvado la vida, pensó Aimée.
Aimée le buscó el pulso. Era débil, pero regular. Aimée la cogió de los hombros y la sacudió. Gimió. La cadena de oro se desprendió de su cuello, con los eslabones manchados de barro y torcidos. Su chaqueta de Dior, rosa como el ojo de una paloma, estaba salpicada de trozos de carne sanguinolentos, y su rubio pelo estaba enmarañado y apelmazado por la sangre. Había fragmentos de vinilo negro esparcidos por la calle.
– ¿Me puedes oír, Anaïs? -le preguntó ella, en un tono de voz tranquilizador, mientras apartaba el cartel. Se arrodilló y le quitó las gafas de sol. Por suerte, le habían protegido los ojos de la explosión.
Anaïs parpadeó varias veces. Ya volvía a enfocar la mirada de nuevo.
– ¿Dónde está S-S-Sylvie?
– ¿Sylvie era la que se estaba montando en el Mercedes?
Anaïs asintió.
– Se ha ido, Anaïs -le confesó Aimée cogiéndole la barbilla con la mano para que la mirara a los ojos.
Anaïs pestañeó otra vez, y la miró fijamente. Ya estaba más lúcida.
– Te tiemblan las manos, Aimée -dijo ella.
– Las explosiones hacen que me ponga así-dijo Aimée, consciente del coche en llamas a pocos metros de allí-. Vámonos de aquí.
Anaïs vio que tenía sangre en la falda. Levantó la mirada, más allá de Aimée, y abrió totalmente los ojos, asustada.
– Vuelven -dijo Anaïs.
Aimée escudriñó la calle. La gente miraba por las ventanas. Varios hombres bajaban corriendo la calle.
– ¿Quiénes?
Pero Anaïs ya se había puesto a gatas, tirando de Aimée para entrar por la puerta del número 20 bis, que la explosión había dejado entreabierta.
– ¡Cierra la puerta antes de que nos vean! -dijo jadeando Anaïs.
Sin aliento, Aimée se metió dentro, y cerró la enorme puerta. Delante de ella, brillaba el botón rojo del interruptor automático de la luz. Lo pulsó. Una simple bombilla iluminó el suelo húmedo y los buzones abollados. De todos los buzones, sólo en uno había un nombre: E. Grandet.
A la derecha de la escalera, un estrecho pasadizo con corriente de aire llevaba al patio trasero. Debajo de la escalera de caracol, había periódicos tirados en un montón polvoriento.
– ¿Quiénes son esos hombres? -preguntó Aimée.
– Los que me seguían -contestó Anaïs.
Un griterío llegaba de la calle. ¿Y si los hombres tiraban la puerta abajo? Aimée se quedó inmóvil, sin saber si enfrentarse a los hombres o buscar una salida.
Ahora las voces procedían del otro lado de la enorme puerta. Unos fuertes golpes sacudieron la puerta, como si estuvieran atacando la chapa metálica. El miedo la impulsó a actuar.
– Vámonos -dijo Aimée, y sacó su bolígrafo-linterna.
– Mis piernas… no me responden -jadeó Anaïs.
Aimée la ayudó a ponerse de pie.
– Apóyate en mí -le dijo Aimée.
Juntas recorrieron cojeando el pasadizo que daba a la parte de atrás.
Su fino haz de luz se reflejaba parpadeante en la pared de piedra empapada; el verdín la cubría con parches verdes. Las paredes apestaban a moho y a orina.
Abril en París no era como en la canción, pensó Aimée, y no podía recordar cuándo lo había sido. Algo destellaba en las grietas, donde la piedra se unía a la alcantarilla. Se agachó, y apuntó con su pequeña linterna. Una perla indecentemente grande brillaba en la enorme hendidura.
La cogió, y limpió el limo con la manga.
– Anaïs, ¿se te ha caído esto a ti?
– No es de mi estilo -dijo ella respirando con dificultad.
Aimée metió la perla en el bolsillo trasero. Cuando pasaron lentamente por la puerta de madera carcomida, se alegró de llevar puestas las botas de cuero. Era una pena que tuvieran un tacón de cinco centímetros.
– ¿Quiénes son, Anaïs?
– Sigue andando, Aimée -dijo Anaïs jadeando.
Se dirigieron hacia una vieja fonderie que había en el patio. Las recibió el revoloteo de unas palomas inquietas.
El edificio olía a basura. El pequeño haz de luz de su bolígrafo-linterna mostró varias bolsas de basura de plástico azul. Inusual, pensó ella. El edificio parecía desierto. No sólo eso, sino que además, en París la basura se recogía todo los días.
La luz de la luna iluminaba parte de loa adoquines mojados por la lluvia y las húmedas paredes de dentro. Botellas verdes y vacías de Ricard desparramadas por lo que parecía ser la parte principal del viejo taller.
Ayudó a Anaïs a sentarse.
– Deja que busque una salida por la parte de atrás -le dijo Aimée-. Tú descansa.
A la izquierda de Aimée, unas tuberías retorcidas y una red de cables eléctricos desgastados trepaban por el interior del edificio hasta lo que quedaba del tejado negro.
A través del agujero de arriba se podía ver la oscura cúpula del cielo, y un resplandor amarillo recortaba los tejados de Belleville. Aimée avanzó dando traspiés sobre el resbaladizo hormigón, se le enganchó el tacón y salió dando tumbos. Se agarró a algo oxidado que se descascarilló en sus manos. Se puso derecha, y dio otro paso. Resbaló y perdió el equilibrio, pero sujetó la linterna, que apuntó su haz de luz hacia delante.
Enfrente de ella, había una pared de piedra de un metro y medio o un metro ochenta de alto. Unos irregulares fragmentos de cristal, como dientes sonrientes, coronaban la parte alta.
No había ninguna salida.
Aimée intentó no dejarse llevar por el pánico.
Cuando volvía junto a Anaïs, reparó en el asa del bolso de cuero blando de Dior que llevaba enredado al hombro. La última vez que Aimée vio a Anaïs también iba de Dior, radiante y bajando las escaleras de Saint-Séverin del brazo de su nuevo marido, Philippe, mientras las campanas de la catedral sonaban en la plaza de la rive gauche. Aimée recordó haber bailado con Martine y su padre en la recepción alumbrada por velas en el Crillon, y a Anaïs riéndose mientras Philippe bebía champán de su zapato de seda.
Aimée sacudió a Anaïs por el hombro.
– Por favor, Anaïs, dime qué está pasando -quiso saber Aimée-. ¿Esos hombres intentaban matarte?
A Anaïs le dieron arcadas, se giró, y vomitó encima de las botellas de Ricard vacías que había en la fonderie. La reacción retardada preocupó a Aimée: ¿se había dado cuenta en ese momento de eso, o tenía lesiones internas?
Anaïs se limpió la mandíbula con la manga de la chaqueta y asintió. Entonces, se echó a llorar.
– Ojalá lo hubiera sabido -dijo ella.
Aimée sacó su teléfono para pedir ayuda, pero se había quedado sin batería. Estaban atrapadas.
– Nom de Dieu! -exclamó Anaïs-. Esa pute de Sylvie, es por su culpa…
Anaïs se atragantó.
– ¿Cómo… quién es ella?
– La cerda con la que se acostaba mi marido -le explicó Anaïs cogiendo aire. Se enderezó, y empezó a respirar profundamente por la nariz-. Con regularidad. Sylvie Coudray. Lo dejaron. Pero creo que ella lo chantajeaba.
Anaïs comenzó a llorar otra vez.
– Philippe es un pelele.
Aimée le limpió la boca, y le apartó el pelo. Se arrodilló a su lado, e intentó ignorar el hedor.
– ¿Qué te dio Sylvie?
– ¿Quién sabe? -alegó ella con los ojos como platos del miedo.
Metió la mano en el bolso. Cuando la sacó, tenía algo de metal, del tamaño de una brocha de maquillaje, y se lo pasó a Aimée.
Aimée reconoció la mano de latón con cinco dedos e inscripciones en árabe: una mano de Fátima de la que colgaban abalorios azules y un tercer ojo; era un talismán para protegerse contra el mal de ojo.
A lo lejos se oían sirenas; el niinoo niinoo se acercaba cada vez más. Aimée se imaginó que provenía del bulevar. Les llegó el sonido de más golpes desde algún lugar fuera del edificio. Más alto y con más fuerza. A Aimée casi se le cae la mano del sobresalto.
– ¡Abran! -gritó una voz.
Aimée metió el talismán de nuevo en el bolso de Anaïs.
– Tenemos que salir de aquí -dijo Anaïs.
Aimée posó una mano sobre Anaïs.
– Esto es un infierno -dijo Anaïs, mientras se tapaba los oídos con las manos salpicadas de sangre, y se balanceaba adelante y atrás-. Me tienes que ayudar… esto es tan desagradable -dijo tragando saliva y agarrando el brazo de Aimée.
Aimée le limpió la falda y la ayudó a levantarse.
– Philippe es ministro. ¡No puedo dejar que me encuentren aquí!
Se le doblaron las rodillas.
– ¿Puedes caminar? -le preguntó Aimée.
Anaïs asintió.
Desde el pasadizo llegaron sonidos de metal y pasos.
Aimée echó un vistazo al patio. Estaban rodeadas por el edificio en forma de «u» y la pared de piedra.
Detrás de ellas, la puerta de madera del pasadizo se cerró de golpe. Los pasos se oían más cerca. Aimée se figuró que la única salida sería por encima del muro de piedra coronado por fragmentos de cristal.
Aimée ayudó a Anaïs a llegar al muro, y entonces ahuecó las manos.
– Súbete. Ten cuidado con los cristales.
Aimée se estremeció cuando Anaïs le clavó un tacón en la mano. Cuando la levantó, Anaïs lanzó un quejido. Aimée cogió impulso y pasó el delgado cuerpo de Anaïs por encima del muro. Para ser una mujer pequeña, pesaba bastante.
– Sigue -susurró Aimée-. Déjate caer al otro lado.
Oyó cómo la madera se astillaba, y se imaginó que Anaïs había caído.
– Corre hacia el bulevar. Pase lo que pase, llega al metro -le dijo Aimée. Volver al coche sería imposible.
Aimée trepó, y se agarró a la piedra saliente. Subía lentamente e intentaba encontrar puntos de apoyo para los pies, temiendo cortarse con el cristal si se quedaba atascada. Estaba agarrando la cornisa con la yema de los dedos, cuando oyó voces. Tenía que moverse y olvidarse del dolor.
Después de estirar la pierna hasta donde pudo y de arañar el tacón con la piedra, golpeó algo plano y se aupó.
Respiró profundamente, y acabó al otro lado del muro del patio de aquel edificio. Aterrizó de pie. Anaïs no estaba. Aimée se dirigió corriendo a unas plazas de garaje abandonadas, pero aminoró la marcha para evitar chocar contra algo y alertar a los vecinos. Unas bicicletas oxidadas y unos parachoques que antes habían sido cromados estaban apilados próximos unos de otros.
– Aquí -susurró Anaïs.
Aimée entrecerró los ojos, y vio a Anaïs agachada y de rodillas en el lodo, detrás del descolorido cartel de neumáticos Pirelli.
– Vámonos -le exhortó Aimée.
Anaïs empezó a gatear, mientras dejaba escapar débiles quejidos. Cuando Aimée llegó adonde estaba ella para ayudarla, se dio cuenta de que Anaïs tenía las piernas destrozadas por los cristales.
– Intenté caminar, pero las piernas no me respondían -le explicó ella, con el rostro pálido a la luz de la luna.
Aimée volvió a mirar, y vio que del muslo de Anaïs salía sangre, que le estaba empapando la falda. Si no paraba la hemorragia, Anaïs se desmayaría. No podía llegar hasta allí con ella y abandonarla. Aimée echó un vistazo rápido a su alrededor. ¿Por qué Anaïs no llevaba un fular de seda alrededor del cuello como casi todas las parisinas? Cogió lo primero que vio: la cámara desinflada de un neumático, y con ella le hizo un torniquete en la pierna. Lo apretó, y eso detuvo la hemorragia.
Anaïs esbozó una leve sonrisa.
– Perdóname, Aimée, por haberte metido en esto.
– Estás siendo muy valiente -le dijo Aimée, mientras la levantaba y pasaba un brazo alrededor de ella. Le apartó el pelo de los ojos-. Sé que duele. Intenta caminar; llegaremos al metro. No está lejos.
– ¡Pero mírame! ¿Qué va a pensar la gente? -preguntó Anaïs señalando su pierna y su traje salpicado de sangre.
Tiene razón, pensó Aimée. Pero ¿qué podían hacer?
Aimée la llevó medio a rastras, cargó con ella durante varios metros por las plazas abandonadas, llenas de charcos y de lodo, por delante del garaje semitechado. No podía seguir así todo el camino hasta el metro, y dudaba que encontraran un taxi allí. Sin mencionar las miradas curiosas de los vecinos. A los flics no les parecería muy bien que escaparan de una explosión.
El cuerpo de Anaïs era ya casi como un peso muerto. Vio que se le cerraban los ojos, y se quedaba sin fuerzas.
Aimée la puso debajo de un alero ondulado atestado de viejas bicicletas y ciclomotores. Estaban atrapadas en un aparcamiento lleno de barro.
No podía dejar a Anaïs allí. Intentó pensar, pero le dolían los hombros, tenía las piernas llenas de cortes de cristales, y se preguntaba qué demonios hacía con la esposa de un ministro a quien la perseguían unos hombres que, probablemente, habían colocado una bomba debajo del coche de la amante de él.
¿Qué podía hacer?
La parte superior de la valla metálica tenía alambre de espino. Pero sólo un candado Bricard sujetaba la verja. Se colocó el bolso de Anaïs alrededor de su cuerpo, y buscó su bolsa de maquillaje en la mochila. Encontró las pinzas suecas de acero inoxidable. En menos de dos minutos había abierto el candado, y amortiguó el sonido metálico con la manga de su jersey. Después se limpió el sudor de la frente con la otra manga, e inspeccionó las motos que había desparramadas alrededor de Anaïs.
De ninguna manera iba a poder darle a los pedales, conducir y agarrar a Anaïs. Estaba exhausta. Se fijó en un ciclomotor Motoguzzi abollado aunque servible al lado de una lata de aceite. Era como el suyo, pero mucho más viejo. Y con muchos más caballos. Algo que sabía sobre los ciclomotores era que podían funcionar con los gases varios kilómetros, y si la bujía estaba bien todavía podrían lograr escapar.
Después de desenroscar la bujía, sopló para quitarle el carbono, raspó la corrosión de la punta de encendido con sus pinzas, y la volvió a enroscar. Sacudió la moto de un lado a otro para agitar el gas, sacó el estárter, y rezó. Empezó a pedalear. Silencio. Siguió pedaleando, y finalmente eso se vio recompensado por una tos. Bien, pensó ella. Este tipo de moto italiana caprichosa cumpliría con paciencia y mimos. Con mucho más estímulo, la tos se convirtió en un fuerte zumbido. Ayudó a Anaïs a subir, y pasó la pierna con el torniquete por encima de la parte trasera del asiento del ciclomotor. Anaïs parpadeó, y abrió los ojos de par en par. Empujó a Aimée del hombro e intentó apearse.
– ¡No! -gritó-. No puedo hacerlo.
– ¿Tienes una idea mejor? -le preguntó Aimée.
A lo lejos, se oía cómo se acercaba el sonido de una sirena.
– Odio las motocicletas -se quejó ella.
– Bien, esto es un ciclomotor -le dijo Aimée, que aceleró el motor y metió primera-. ¡Sujétate!
Anaïs se agarró a la cintura de Aimée.
– Pase lo que pase -le avisó Aimée-, ¡no te sueltes!
Aimée llegó a la rue Sainte-Marthe cuando la ambulancia del samu entraba en la rue Jean Moinon. Qué extraño. ¿Por qué no habían llegado primero los bomberos?
Un coche blanco y negro de la flic patrullaba desde la rue de Sambre-et-Meuse, y bloqueaba el atajo al Goncourt metro.
– Vamos a pedirles que nos ayuden, Anaïs.
– Non, nada debe vincularme a Philippe -le explicó.
A Aimée el corazón le dio un vuelco cuando Anaïs la agarró con dedos de acero.
Mantuvo una velocidad constante, por miedo a que ir más rápido levantara sospechas. Los flics giraron en la otra dirección. Ella se metió en la place Sainte-Marthe, una pequeña plaza empapada por la lluvia, y con su único café cerrado por la tarde.
Se fijó en que un Renault Twingo oscuro giraba después de ella en el otro extremo de la plaza. Cuando apareció el letrero art nouveau de color cardenillo del metro, el coche ya se había acercado lentamente por detrás de ellas.
Como si le estuviera leyendo el pensamiento, el coche la adelantó. Aimée condujo cerca de la entrada de metro más cercana, y el coche le interrumpió el paso. Las puertas se abrieron de golpe, y salieron dos hombres fornidos.
Ella torció en el último minuto para alejarse de ellos, pero una figura grande como un oso bloqueó el mojado pavimento. Delante de ellas había un quiosco de periódicos, cerrado con candado, y las escaleras del metro.
Aimée examinó la intersección, y vio unos coches detenidos delante del semáforo en rojo y entradas del metro en las otras esquinas. Delante había un Crédit Lyonnais enfrente de un Crédit Agricole, con un café ruinoso que todavía anunciaba carreras de caballos y una tienda FNAC Télècom al otro lado.
– Anaïs, agárrate fuerte.
– ¡No, Aimée! -gritó Anaïs.
– ¿Quieres pasar la noche con estos mecs? -le preguntó Aimée-. ¿O en el Comissariat de Police?
– On y va -gimoteó Anaïs, clavándole las uñas en el estómago.
Aimée rodeó el quiosco, zigzagueó por la estrecha calle, y bajó por las escaleras del metro, mientras pitaba y gritaba: «¡Apártense!». Los matones no se dieron cuenta hasta que pasó un minuto de que el ciclomotor había bajado por las escaleras, y fueron tras ellas.
Los viajeros que salían gritaban y se pegaban a la barandilla cuando bajaron dando tumbos y bamboleándose. Aimée frenó.
¡Gracias a Dios que Anaïs era una mujer pequeña! Aun así, le dolían las muñecas de frenar tan fuerte con los manillares. Fueron a parar a la taquilla, y su avance se vio bloqueado por los plásticos y barricadas de unas obras. Un hombre de uniforme gritó desde dentro de la taquilla, negó con la cabeza, y golpeó el cristal. El olor a goma quemada de los frenos del ciclomotor y el humo negro llenaron el aire.
Estaban reparando los torniquetes por la noche, vaya suerte la de ellas, ya que el metro llevaba menos viajeros que de costumbre. Aunque Aimée también se percató de que serían presa de los matones si no llegaban al andén, se deshacían del ciclomotor, y entraban en un tren rápidamente.
Unos obreros con mono azul taladraban y daban martillazos bajo luces deslumbrantes. Varios de ellos dejaron lo que estaban haciendo para reírse disimuladamente y silbar. Se callaron cuando vieron las manchas de sangre de Anaïs y su mirada aterrorizada.
– Tiens, esta sección está cerrada-dijo uno de los obreros-. Vayan por la otra entrada.
– El salop de su novio le ha pegado -improvisó Aimée.
– No se permiten los ciclomotores, mesdemoiselles.
– Nos está siguiendo, y ha jurado que la matará -siguió ella-. Necesitamos ayuda.
Un hombre grande y con barba dejó su taladradora y se puso de pie.
– ¿Nos deja pasar? -le pidió ella-. ¡Por favor!
El dio un paso adelante, apartó los plásticos a un lado con un gesto teatral, e inclinó la cabeza.
– Entrez, mesdemoiselles, cortesía de la ratp. Por favor, adelante.
– Todavía existe la caballerosidad. Merci -le agradeció ella.
Aceleró el motor, y pasó como una bala por la obra. La recibió un aire caliente mezclado con polvo de hormigón. El ciclomotor se bamboleó cuando pasó por un charco, y la rueda trasera casi se quedó encajada. Pasaron a gran velocidad por el túnel revestido de azulejos y por delante de carteles de Canal 2 hasta llegar a una bifurcación.
Se detuvo. Tenía dos opciones delante de ella: un tren en dirección a Châtelet o uno en dirección a Mairie des Lilas. ¿Cuál llegaría primero?
En el metro nocturno no pasaban muchos trenes. Aimée pensó que, cogieran el tren que cogieran, los hombres se separarían y cada uno tomaría un andén. Aunque ella y Anaïs pudieran entrar en uno de ellos, las seguirían sin ningún problema. ¡Si tan sólo Anaïs pudiera caminar, o si pudiera con ella!
De cualquier modo, no llegarían muy lejos.
A la derecha había un hombre sentado con las piernas cruzadas sobre un saco de dormir. Su cabeza rapada brillaba bajo la luz del techo. Las miró con expresión divertida, mientras apuntaba el cuenco de la limosna.
Los azulejos brillaban en el cálido metro. Unos letreros azules y blancos señalaban el accés aux quais y la sortie a la avenida Parmentier. Su única solución sería subir las escaleras de salida que tenía a la izquierda. ¿Tendría el ciclomotor combustible suficiente para hacerlo? Aimée lo dudaba.
– Adelante -la incitó Anaïs, lo que sorprendió a Aimée.
Pero ¿podría subir a Anaïs por las escaleras en el ciclomotor? Le dolían los brazos, y ¿remontaría la moto con el peso de las dos?
De la zona de la taquilla llegaron unos gritos.
– Ayúdanos, y haré que tu tiempo valga la pena -le prometió al sin techo.
– ¿Cuánto valdría mi tiempo? -le preguntó en tono negociador, pero se había levantado y se sacudió el polvo de los gastados pantalones.
– El ciclomotor es tuyo -le respondió ella pasándose la manga por la sudorosa frente y pensando rápido- si me ayudas a llevarla hasta final de la escalera. ¿Trato hecho?
– ¿Por qué no?
El hombre sonrió de oreja a oreja, y a toda prisa recogió su petate.
– Ven con nosotras a las escaleras -le dijo ella-. Deprisa.
Él corrió hacia la salida. Aimée oyó pasos pesados detrás de ellas.
Aceleró el motor y salió disparada. El túnel describía una curva, y Aimée fue detrás del hombre.
– Si llegamos a la mitad, Anaïs, salta, y nosotros te cargamos el resto del trayecto. Ahora agárrate a mí, y reza -gritó.
Ya pensaría en el Twingo si llegaban arriba.
En el primer tramo de escaleras, Aimée le dio un fuerte tirón al manillar para acelerar, y sintió cómo la moto respondía. Las ruedas vibraron cuando subieron algunos escalones, y forzó el motor. Pero el ciclomotor subía. Cada vez más alto. Aimée pudo ver a través de la salida la oscura cúpula del cielo.
La moto casi había llegado a los últimos peldaños cuando notó que las ruedas se sacudían.
A Aimée le dio la desagradable sensación de que la moto se encabritaba como un caballo. Desaceleró.
El sin techo alargó la mano y sujetó a Anaïs.
– Baja, ¡pesa demasiado! -gritó él-. La subiremos nosotros.
Anaïs la soltó.
– Agárrate al manillar, Anaïs -dijo Aimée bajándose y pasándole los brazos por los hombros.
El tiempo transcurría lentamente mientras el hombre y ella subían a Anaïs en la moto por las escaleras del metro.
El motor chirrió, gruñó. Por el rabillo del ojo, vio que el hombre sujetaba a Anaïs para que no se le cayera encima.
Pero el ciclomotor volcó. Como un animal derribado, rechinó en vano y se cayó hacia un lado.
– Allons-y! -exclamó ella.
Sólo quedaban unos cuantos escalones para llegar arriba.
Cogió a Anaïs por las axilas, y, junto con el hombre, la ayudó a subir cojeando los últimos escalones.
– Merci -le agradeció Aimée-. Diles que cogimos el metro dirección Châtelet.
– Y que os acabáis de ir -dijo el sin techo, mientras ponía la moto derecha.
Se alejó por la acera. Aimée esperaba que el hombre mantuviera a sus perseguidores ocupados un rato.
– Attends, Anaïs -le dijo, echada boca abajo para escudriñar las inmediaciones de un pequeño muro divisorio de cemento que estaba cerca del Crédit Lyonnais.
Vio el Twingo, aparcado ilegalmente en el bordillo de enfrente, y a un hombre con traje oscuro que miraba en todas direcciones. Si ella y Anaïs pudieran unirse a los transeúntes y cruzar hacia la parada de taxis en la rue du Faubourg du Temple, escaparían. El tráfico iba al ralentí en la intersección. A lo lejos, se veía el canal Saint Martin bordeado de árboles.
Las esperanzas de Aimée se desvanecieron cuando Anaïs se quejó de nuevo. De ningún modo podía levantarla y cruzar hacia la parada de taxis. Una pareja salió de un edificio de apartamentos riéndose y besándose, mientras caminaban hacia el metro.
Aimée rodeó el pequeño muro, y ayudó a Anaïs a llegar detrás de unos arbustos. Cerca del quiosco había unos cartones apilados, que les servirían de escondite.
– Agáchate. Iré a buscar un taxi -le dijo sacándose el jersey para taparla.
Aimée se estremeció en su camisa húmeda de seda, y colocó un cartón encima de un enorme charco. Anduvo a gatas hacia el bordillo, y se agazapó detrás de un platanero. Cuando pasó otra pareja, se puso de pie, giró la cabeza y cruzó la calle pegada a ellos.
Cuando el taxista, a quien le había prometido una buena propina, se detuvo al lado de la acera para recoger a Anaïs, el conductor del Twingo ya los había visto. Se metió rápidamente en el coche y encendió el motor.
– Pierda de vista a ese coche -le pidió Aimée al taxista.
Anaïs buscó en su bolso, y sacó un fajo de francos.
– Toma, usa esto -dijo, poniéndoselo en la mano.
– Aquí tiene cien francos -le explicó Aimée al taxista-. Hay más si conseguimos salir del bas quartier sin nuestro amigo.
– Quinze Villa Georgina -consiguió decir Anaïs antes de desplomarse en el asiento. Aimée le aflojó el torniquete, contenta de ver que la hemorragia había parado, y le puso la pierna en alto.
Mientras recorrían a toda prisa las calles de Belleville hacia el pare des Buttes Chaumont, Aimée se sentó encorvada. El reflejo de la luz de las farolas parpadeaba sobre las ventanillas del taxi. En los cafés y restaurantes se veía gente animada a pesar de que era una noche fría y húmeda de abril. Aimée recordó el buzón con «E. Grandet» escrito en él.
– ¿Para qué quedaste con Sylvie? -le preguntó a Anaïs.
– Me gustaría olvidarme de eso -le contestó, conteniendo las lágrimas.
– Anaïs, por supuesto que es doloroso, pero si no me hablas -le dijo-, ¿cómo puedo ayudarte?
Pobre Anaïs. Quizá se sentía culpable. ¿No albergaban las esposas pensamientos asesinos hacia la amante de sus maridos por muy civilizado que hubiera sido el acuerdo?
– Sylvie acordó quedar conmigo -le explicó Anaïs frotándose los ojos-. Decía que no confiaba en los teléfonos.
– ¿Qué ocurrió?
– La puerta de entrada estaba abierta -dijo. Se lamió los nudillos, que tenía en carne viva de rozarlos contra la tierra-. Subí. El rellano estaba salpicado de excrementos de paloma.
– El edificio parecía que estaba preparado para su demolición -dijo Aimée-. ¿Vivía Sylvie allí?
¿Por qué una mujer que conducía un Mercedes vivía en un tugurio como ese?
– Sylvie me dijo que quedáramos allí. Eso es lo único que sé -dijo con la mirada baja-. Enseguida discutimos.
– ¿Discutisteis? -le preguntó Aimée.
Las luces de Belleville titilaban mientras serpenteaban por las calles llenas de cuestas. Aimée levantó la cabeza, pero no vio ningún Twingo detrás de ellos.
– Fue culpa mía. Me enfadé -dijo Anaïs negando con la cabeza-. Todos esos años de mentiras… no podía tranquilizarme. Sylvie se acercaba una y otra vez a la ventana. Me ponía nerviosa. Me enfadé y me fui corriendo.
Aimée se preguntó qué había estado intentando contarle Sylvie a Anaïs. Pudo haber ido a la ventana a ver si la habían seguido o porque tenía miedo de que hubieran seguido a Anaïs.
– ¿Estaba Philippe al tanto de que ibas a quedar con ella? -le preguntó ella.
– ¿Por qué iba a estarlo? Philippe me dijo que había terminado con ella hacía meses -le explicó Anaïs-. Las cosas entre nosotros iban a mejor.
Miró fijamente a Anaïs. ¿Había ido para asegurarse de que él había cumplido su palabra?
– ¿Por qué querías que te ayudara?
– Llámame cobarde -dijo Anaïs mordiéndose el labio-. Me avergüenza haber pensado que quería dinero. Sólo quería pedirme perdón.
– ¿Quieres decir perdonarla por el pasado?
– Me dijo que sentía que las cosas se hubieran intensificado -dijo Anaïs respirando rápidamente.
– ¿Intensificado?
– Ese fue el término que usó la pute. ¿Te lo puedes creer?
Negó con la cabeza. Se echó hacia atrás y respiró profundamente.
Cuando llegaron al ángulo donde se encontraban las calles en Jourdain, el taxista ya había perdido de vista al Twingo, pero dio vueltas por las sinuosas calles que rodeaban la iglesia de Saint Jean Baptiste varias veces para asegurarse.
El taxi siguió las calles con casas adosadas cortadas por amplias escaleras de piedra bordeadas de faroles. Los tejados del siglo XIX se desdibujaban debajo de ellas. En la rue de la Duée, entraron en la estrecha y adoquinada Villa Georgina. Se dio cuenta de que esta zona poco conocida era una de las más exclusivas y caras de Belleville.
– Te contrato -le dijo Anaïs- para que me digas qué significa esto.
Buscó en su bolso, y sacó la mano de Fátima y otro fajo de francos.
– Tómalo como un anticipo.
– ¿La mano? -le preguntó Aimée cuando Anaïs le puso el talismán de bronce y con abalorios azules en la diestra.
Anaïs le metió el fajo de billetes en el bolsillo.
– Quizá no signifique nada, pero quiero saber quién la mató -le explicó-. Averígualo.
Cerró los ojos.
– Anaïs, habla con Philippe. Estás metida en un lío -le dijo, exasperada por su reacción-. Si volaron el coche de Sylvie, y vieron cómo te entregaba algo…
– Por eso tienes que quedártelo -le dijo, con mirada sombría y seria.
Qué pena que eso no hubiera ayudado a Sylvie, pensó Aimée.
– Mi pequeña Simone pensará que me he olvidado de ella -dijo Anaïs, con tono de preocupación-. La acuesto yo siempre.
En las ventanas del piso de arriba, brillaban con fuerza unas luces cuando el taxi se detuvo.
– Quelle catastrophe! ¡Philippe ha organizado una recepción para la delegación argelina de comercio!
– Preocúpate de eso más tarde -le dijo Aimée-. Mira, Anaïs, esta noche hemos infringido parte del código penal, quiero parar mientras todavía siga libre en las calles.
– Estás conmigo en esto -dijo Anaïs, con la voz quebrada-. Siento haberte involucrado, pero no puedes detenerte ahora.
Era verdad. Pero Aimée quería perderse en la oscura y húmeda noche y no mirar atrás.
– Ahora mismo -dijo- tenemos que meterte dentro.
Se volvió hacia el taxista, y le ofreció más billetes de cien francos de Anaïs.
– Por favor, espéreme aquí.
Ayudó a Anaïs a llegar a una puerta lateral de color azul cobalto que había en un estrecho callejón. Tras varios golpes, una mujer con mucho pecho, cuya silueta se recortaba en la luz, abrió la puerta. Aimée no le pudo ver la cara, pero oyó un jadeo.
– Madame… gava?
– Vivienne, no dejes que me vea Simone -le pidió Anaïs, como si estuviera acostumbrada a dar órdenes-. Ni nadie. Dame algo para ponerme encima.
Vivienne se quedó clavada donde estaba.
– Monsieur le ministre…
– Vite, Vivienne!-le espetó Anaïs-. Déjanos entrar.
La mujer se puso en marcha, abrió la puerta y las condujo adentro. Le tendió bruscamente un delantal a Anaïs.
– Ayúdame a sacarme la chaqueta -le ordenó.
Vivienne le quitó la chaqueta manchada de sangre con cautela, y la dejó en el suelo de la cocina.
Anaïs se tambaleó y se apoyó en la encimera, donde había una fila de bandejas con aperitivos. Los labios de Vivienne se entreabrieron por el miedo, y agarró su almidonado uniforme de doncella.
– Pero debe ir a l'hôpital, madame-dijo ella.
– Vinagre -susurró Anaïs, cansada del esfuerzo que había hecho.
– ¿Qué, madame?
– Empapa la maldita chaqueta en vinagre -murmuró Anaïs.
Aimée supo que se estaba desvaneciendo rápidamente.
– Vivienne, dígale a le ministre que de repente se ha intoxicado con algo que ha comido -le pidió Aimée, que examinó los platos-. Esos -señaló ella-. Mejillones contaminados. Pídales disculpas a los invitados.
– Por supuesto -asintió Vivienne, apoyada en los cajones de la cocina.
– Me la llevaré arriba -dijo preocupada Aimée-. Traiga vendas. Y también toallas si tiene; está sangrando de nuevo.
Aimée cogió el trapo de cocina que tenía más cerca y se lo ató alrededor de la pierna.
Vivienne cogió una bandeja de eruditos, y salió rápidamente de allí.
Pudieron llegar arriba y recorrieron cojeando un pasillo en penumbra. El suelo de madera crujía a cada paso que daban.
– Maman! -dijo una voz de niña desde detrás de la puerta entreabierta de una habitación-. ¿Dónde está mi bisou?
Su tono, tan seguro aunque con un dejo de añoranza, se elevó al final de la frase. Su pequeña voz conmovió a Aimée.
– Un moment, mon coeur -le dijo Anaïs, que hizo una pausa para recobrar el aliento-. Tengo una invitación especial para ti: puedes venir a mi cuarto en un minuto.
¿Le pidió alguna vez a su madre un beso de buenas noches? ¿Le escuchaba ella? Lo único que recordaba era que le decía con su monótono acento americano: «Cuídate, Amy. Nadie lo hará por ti».
En la habitación de techos altos, con paredes de color amarillo pálido y cortinas violeta claro, Aimée ayudó a que Anaïs se quitara la ropa.
Le limpió la sangre de las piernas, le puso el camisón, y la metió en la cama. Le colocó varios almohadones debajo de la pierna. De nuevo, después de aplicarle presión directa, dejó de sangrar. Gracias a Dios.
Aimée ató su jersey húmedo alrededor de la cintura.
El rostro hundido de Anaïs mostraba un gran cansancio. Pero cuando una niña de pelo color zanahoria, con un pijama de franela salpicado de estrellas, asomó su cabeza por la puerta, su cara se iluminó.
– Maman, ¿qué ocurre? -dijo la niña con el entrecejo fruncido en señal de preocupación. Se metió con los pies descalzos al lado de su madre.
– Simone, estoy un poco cansada.
– Tenía muchas ganas de verte, maman -dijo la niña.
– Yo también -le confesó Anaïs, abriendo los brazos y abrazando a su hija-. Merci, Aimée. Ya estoy bien.
Aimée salió sin hacer ruido de la habitación. Pasó al lado de Vivienne, que proyectaba una enorme sombra, y que llevaba antiséptico y toallas.
– Por favor, llame al doctor de Anaïs -le dijo-. Ya no sangra, pero deberían verla por si tiene lesiones internas.
Vivienne asintió.
– Vigílela, por favor -siguió-. Llamaré más tarde.
Abajo, en la puerta de la cocina, Aimée se detuvo a echarle un vistazo a la recepción que estaba teniendo lugar. Al lado de vino frío de Argelia y zumos de frutas, habían colocado una mezquita hecha con terrones de azúcar con detalles pintados en turquesa y adornada con una cúpula de oro. Apiñados debajo de las arañas dieciochescas de los de Froissart había unos grupos de hombres, algunos con chilabas, otros de traje. Se oían conversaciones en árabe y en francés.
No había visto a Philippe de Froissart desde la boda, pero lo reconoció apiñado entre unos militares de uniforme. Había envejecido; su nariz de pájaro era más prominente, tenía arrugas en sus mejillas rosadas, y su negro bigote se estaba encaneciendo. Su espeso y oscuro pelo, era ahora blanco en las sienes y rizado a la altura de la clavícula. Aunque ahora ejercía de aristócrata, otrora había sido miembro del partido comunista. Se había convertido en un socialista descafeinado, pensó, como el resto del mundo.
No quería colarse en la recepción, manchada de lodo y sangre… la sangre de la amante de Philippe. Pero tenía que llamar su atención y decirle lo que había pasado. Le hizo un gesto con la mano, con la mitad del cuerpo detrás de la puerta.
Finalmente, Philippe la vio. A regañadientes, se disculpó, lo que hizo que varios hombres se giraran y miraran en su dirección.
– Bueno, Aimée, cuánto tiempo. La intoxicación… ¿está Anaïs bien? -dijo Philippe sorprendido.
– Vivienne va a llamar al médico -le informó Aimée mientras cogía un taburete de al lado de la encimera, y cerraba con el pie la puerta de la cocina.
Philippe reparó en su vestimenta, y entrecerró los ojos.
– Por supuesto que la intoxicación es seria, pero ¿cómo es que estás aquí?
– Siéntate, Philippe.
Aimée se apoyó en la brillante encimera de granito, tenía la boca seca. Se mordió el labio.
– El ministro está aquí, ¿qué ocurre? -preguntó él con la mirada atenta.
– Philippe, ha habido un atentado con coche bomba -le comunicó ella.
– Coche bomba… ¿Anaïs? -la interrumpió él, con los ojos encendidos. Se encaminó hacia la puerta.
– Escúchame. Sylvie Coudray está muerta.
Philippe se detuvo.
– Sylvie… No, no puede ser -parpadeó varias veces.
Aimée vio conmoción en su rostro. Y tristeza.
– Lo siento -le compadeció Aimée-. Giró la llave de contacto, y entonces…
Se dejó caer pesadamente en la silla, mientras negaba con la cabeza.
– Non, no es posible -repitió él, como si sus palabras pudieran negar lo que había pasado.
– Philippe, su coche estalló justo delante de nosotras.
Se sentó, aturdido y mudo.
– ¿Entiendes? -le preguntó Aimée con un tono de voz más alto-. La explosión nos lanzó por los aires; puede que Anaïs tenga lesiones internas.
Fue como si Philippe hubiera chocado contra una pared hormigón. Con toda su fuerza.
– ¿Qué tiene que ver eso contigo, Philippe?
– ¿Conmigo?
Se frotó la frente.
El tintineo de los cubitos de hielo acompañaba al murmullo de voces que venía de la otra sala. Había unas bandejas de ensalada mustia al lado del fregadero.
– Sylvie intentaba contarle algo a Anaïs.
Philippe se levantó con ira en los ojos.
– ¿Y?
Aimée se preguntó por qué estaría reaccionando así.
– Anaïs podía haber sido la que estaba en ese coche -dijo ella.
– Nunca -dijo él-. No se llevaban bien.
Eso era quedarse corto.
– Ayudé a Anaïs a escaparse…
– ¿A escaparse? ¿Qué quieres decir?
– La siguieron unos hombres -le explicó Aimée-. Nos persiguieron cuando asesinaron a tu amante.
– Pero Sylvie no es mi amante -la interrumpió él.
Philippe pasó por delante de la nevera de acero inoxidable. Unos dibujos de preescolar, con «Simona» garabateado con rotulador rosa, cubrían la mayor parte de la puerta.
– No deberías estar aquí -le dijo él.
– Pero Philippe -protestó Aimée-, Sylvie trataba de decirle a Anaïs…
A Aimée la interrumpieron dos hombres cogidos del hombro, que abrieron de repente las puertas de la cocina.
– ¿A qué viene tanto secretismo, Philippe? ¿Eh, escondiéndote en la cocina? -dijo un hombre sonriente con el pelo rizado y las mejillas sonrosadas, mientras se subía las mangas de su chilaba. Tenía los ojos risueños y la piel canela. Vio a Aimée y arqueó las cejas.
– Llámenme aguafiestas -dijo Aimée, con la esperanza de que se fueran-. Disculpen mi apariencia, estoy de ensayos -dijo para explicar su vestimenta. No quiso profundizar-. Una miniserie alemana… una adaptación de Brecht.
– ¿No vas a presentarnos, Philippe? -le preguntó el hombre. De los dos, era el que parecía más agradable.
– Una amiga de mi esposa, Aimée Leduc -dijo Philippe de mala gana-. Te presento a Kaseem Nwar y le ministre Olivier Guittard.
Los dos hombres sonrieron y la saludaron con la cabeza. Guittard le echó un vistazo a Aimée, a quien de primeras ya no le cayó bien. No tenía nada que ver con su reloj Cartier o su pelo rubio perfectamente peinado. Se lo imaginó con una esposa rubia a juego y 2,5 hijos rubios.
Kaseem se volvió hacia Philippe.
– Está claro que vas a anunciar la financiación continuada de la misión humanitaria, ¿verdad?
Hablaba con un ligero acento argelino, y parecía decidido a arrinconar a Philippe.
Vio que este se ponía tenso.
– Tiens, ¡qué impaciente eres, Kaseem! -dijo Philippe sin alterar la voz.
Le pasó a Kaseem el brazo por encima del hombro, y le lanzó una mirada a Aimée que decía: «Mantén la boca cerrada».
A Aimée no le gustó, pero le otorgó el beneficio de la duda. No tenía por qué contarles lo que había ocurrido a esos hombres.
– Sabes que es una cualidad que admiro, pero la asamblea no piensa igual -dijo Philippe-. Ayer por la noche aconsejamos que la delegación espere al año que viene.
– El plan de Kaseem está supeditado a la época de sequía, Philippe -dijo Guittard-. No queremos decepcionarle ni a él ni a sus patrocinadores.
– Las reuniones sociales requieren vino, Olivier, ¿no estás de acuerdo? -le preguntó Philippe mientras alargaba la mano para descorchar una botella de Crozes-Hermitage que había en la encimera-. ¿O zumo para Kaseem?
Aimée no alcanzaba a ver el rostro de Philippe mientras desviaba la conversación. O lo intentaba.
– ¿Qué tal tu vino, Philippe? -dijo Olivier-. ¿Ha dado buena cosecha el Château de Froissart?
– Pronto -dijo Philippe-. La vinicultura lleva su tiempo. Todo el mundo pasa apuros los primeros años.
– ¿Así que tienes a tus mujeres en la cocina como nosotros, Philippe? -Kaseem sonrió. Se volvió hacia Aimée-. No se ofenda, estoy bromeando. Algunas mujeres se sienten más cómodas.
Aimée esbozó una débil sonrisa. No creía que tuviera aspecto de ama de cosa.
Philippe se frotó sus blancos y rollizos pulgares. Su rostro se volvió inexpresivo.
– Discúlpanos.
Se llevó a sus invitados en dirección al comedor.
Philippe volvió con mirada sombría.
– Yo cuidaré de Anaïs -le dijo, y la llevó a la puerta trasera. -Philippe, ¿por qué la siguen unos hombres? Su rostro se enrojeció.
– ¿Cómo voy a saber de qué estás hablando? Deja que hable con Anaïs. Y le cerró la puerta en las narices.
En el taxi de vuelta, Aimée se preguntó qué escondería Philippe. Y se dio cuenta de que no había visto a una sola mujer en la recepción.
En Île Saint-Louis, Aimée le pidió al taxista que se detuviera en la esquina antes de llegar a su piso. Sus manos no dejaban de temblar, y se le cayó el cambio al suelo. Necesitaba una copa. Las tenues luces del restaurante Les Fous de L'Isle brillaban en la rue des Deux Ponts. Le metió cien francos debajo de la solapa.
– Llámame la próxima vez -le dijo él, y le dio su tarjeta, que decía «Franck Polar».
– No registre la tarifa -le pidió-. Eso si quiere que lo llame de nuevo. Mero.
Salió y respiró el aire frío y vigorizante, lo que hizo que le escocieran los moratones y los cortes. Una desagradable humedad emanaba de los inclinados edificios de piedra, y se arrebujó el jersey para abrigarse mejor. Delante de ella susurraban los frondosos árboles del muelle, y el Sena chapaleaba bajo el Pont Marie. A punto estuvo de pisar excrementos de perro, lo que le recordó a Miles Davis, su bichón frisé: era su hora de la cena.
Oyó música que venía de la estrecha y húmeda calle. Fuera del restaurante, una pizarra anunciaba en tiza azul«¡Quinteto de jazz!». Abrió las puertas de cristal (cubierta de pegatinas con las tarjetas de crédito que se aceptaban allí), y pasó por delante de las altas plantas en maceta. La recibió el cálido y brumoso humo. Se moría por un cigarrillo.
El quinteto descansaba mientras la batería hacía un solo. La pianista estaba sentada a la derecha, con los ojos cerrados y un cigarrillo en la comisura, mientras el saxofonista, el trompetista y el contrabajo se balanceaban al compás de las notas. En todas las mesas había clientes comiendo, y gente de pie en todo el bar. El pitido de teléfonos móviles, la bruma azul del humo de los cigarrillos, y la familiar sonrisa de Monique, que mostraba unos dientes separados, hicieron que Aimée se sintiera en el bar como en casa.
Se hizo un hueco en la barra entre un corredor de bolsa con un bonito perfil y un hombre mayor de pelo largo, que decía con orgullo a cualquiera que quisiera escuchar que su hija Rosa tocaba el saxofón, aunque estaba en el Conservatoire de Musique.
– Ça va, Monique?
– Bien, Aimée. ¿Trabajando?
Monique la miró, y le puso un vaso de vino tinto de la casa delante de ella.
Aimée asintió.
– Et aprés? -preguntó Monique.
– Un steak tartare para llevar -dijo ella.
Monique asintió solemnemente.
– Un tartare pour Mails Daviz-le dijo Monique al chef, su hermano, que también tenía los dientes separados. Quizás era algo genético.
– Para mí una tartine de queso -dijo Aimée.
– Lo de siempre, ¿eh?
Aimée asintió, dando pequeños sorbos al intenso vin rouge, y tamborileando sus dedos al ritmo de la música.
El corredor de bolsa encendió un cigarrillo, habló seriamente por el móvil y sonrió. Exhaló una bocanada de humo cerca de la oreja de Aimée, a quien le entró ganas de cogerle su Caporal con filtro, y llenar de tabaco sus pulmones. Pero en su lugar, buscó un chicle Nicorette en el bolsillo.
El hombre alzó su copa hacia ella, y la miró fijamente con sus ojos azul oscuro. Ella levantó la suya, y después lo ignoró. No era el tipo de chico malo que le gustaba.
El solo llegó a su fin; entonces el quinteto continuó con la pianista cantando una variación lineal y desapasionada de la versión que hizo Thelonious Monk de April in París. Su voz era suave, casi un susurro.
A Aimée no le apetecía seguir escuchando. Cogió su comida, metió los francos debajo de su copa, y desapareció entre la gente.
En la puerta del apartamento, Miles Davis le dio la bienvenida, y con su negro y húmedo hocico olisqueó el paquete del steak tartare. Ella le dio una patada al radiador que había en la entrada de más seis metros de alto, dos veces, hasta que con una explosión volvió a la vida. Se quitó el jersey de lana que estaba empapado y los pantalones de cuero. Algo le olía a humedad.
– Hora de cenar, Miles Davis -dijo.
Lo cogió en brazos y se lo llevó a la oscura cocina que estaba en la parte de atrás del apartamento. El Sena fluía gelatinoso y negro debajo de los ventanales. Las luces de los faroles salpicaban el muelle, y sus agitadas aguas atrapaban sus diminutos reflejos. Como si se estuvieran ahogando, pensó olla.
Exhausta, echó un vistazo al muelle, con la nariz pegada al frío cristal. La única persona que vio fue una figura que paseaba a un pastor alemán. No subía por qué, pero sintió que no estaba sola. La embargó un presentimiento.
Miles Davis le lamió la mejilla.
– Á table, bola de pelo -le dijo, y le dio al interruptor de la luz. La araña parpadeó, y entonces emitió un débil brillo.
Cogió el cuenco del perro, un bol de porcelana de Limoges desconchado, echó con una cuchara el steak tartare, y se lo puso en el suelo para que comiera. Tras cambiarle el agua, dejó caer su tartine en la encimera, demasiado cansada para tener hambre.
Se puso a pensar en su último novio. Le vino la imagen de Yves, con sus enormes ojos castaños y sus estrechas caderas. Cuando él aceptó el trabajo como corresponsal en El Cairo, ella empezó a clavar alfileres en un muñeco de Tutankamón hasta que parecía un acerico. En ese momento, el único macho en su vida estaba en el suelo, a sus pies, con nariz húmeda y meneando la cola.
Aimée oyó cómo la gatera se cerraba con un ruido sordo. El vello de la nuca se le puso de punta. Miles Davis gruñó, pero no se separó de su steak tartare. ¿Quién podría ser?
Cuando se dirigía a la puerta de la entrada, le llegó un olor. ¿Se había muerto algo entre las paredes? Ante ella aparecieron imágenes de agónicas y rabiosas criaturas en descomposición. Agarró una escoba y una de sus botas para utilizarlas como armas, y recorrió el pasillo con cautela. El olor se hizo más fuerte.
El hedor dulzón la alarmó. Había un abultado sobre metido en la gatera que había instalado para Miles Davis. No se había percatado de aquello cuando entró.
Se puso lo primero que había en el perchero, un abrigo azul de piel falsa, y abrió la pequeña puerta. Del pasillo, le llegó una corriente de aire fría y con olor a humedad. Vio el reflejo de sus piernas desnudas en los gastados espejos de enfrente. ¿Era ella ese ser flacucho, con el pelo despeinado, y armado con una escoba y una bota de tacón alto?
El débil gruñido de Miles Davis se convirtió en un agudo ladrido. Con la escoba tanteó el sobre. Distinguió la palabra «desiste» escrita en letra marrón, un marrón muy oscuro. Miró más de cerca. Sangre seca.
Retrocedió.
Al tocar el sobre, había hecho que su contenido se soltara, y algo gris cayó al suelo de azulejos blancos y negros en forma de diamante. Tenía unas manchas y era peludo. El olor, fuerte y fétido, llenó el pasillo.
Al principio, creyó que era un animal disecado, pero era la rata gris más grande que había visto en su vida. Por lo menos, lo habría sido si la cabeza tuviera un cuerpo.
Sintió frío por dentro. La cabeza era tan grande como una cría de gato. Odiaba los roedores, gordos o flacos.
Escudriñó los oscuros rincones, pero sólo vio las polvorientas estatuas en hornacinas que decoraban en espiral la pared de su escalera.
No vio a nadie.
Tenía que deshacerse de ella. El hedor putrefacto llenaba el rellano. Cogió una bolsa rosa de plástico de tati del perchero, y con la ayuda de la escoba metió la chorreante cabeza dentro. Bajó las escaleras de mármol usando el palo para llevar la bolsa alejada del cuerpo.
Esperó que alguien la atacara, pero se imaginó que ya se había ido: dejarle el mensaje había sido el objetivo. Miles Davis ladraba manteniendo los cuartos traseros bajo las tenues luces de los candelabros de pared que había en la entrada. Cuando tiró la bolsa a la basura, el miedo fue dando paso a la ira. Repasó lo que había ocurrido desde la llamada de Anaïs. ¿Tenía eso que ver con Sylvie o con Anaïs?
Hacía tiempo que noches no eran tan movidas, pensó. Una mujer y una rata muertas en una sola noche.
De vuelta en su apartamento, el olor a humedad perduraba. Fuera de su cuarto, al otro extremo del pasillo, había una pequeña estatua amarillenta. A su lado, una pila de lo que parecía ser vendas manchadas de té. Se quedó petrificada. Vudú… espíritus malignos.
El crujido que oyó detrás de ella hizo que se diera la vuelta.
Yves saltó a un lado. Llevaba puesto el viejo albornoz del padre de Aimée y sonreía. Casi decapita el busto napoleónico de mármol que había en el pasillo al lado de él. Yves se apoyó en el quicio de la puerta, y la luz del baño recortaba su cuerpo bronceado y su pelo mojado.
– ¿Así que es así cómo recibes a alguien que, después de un largo vuelo, te trae unas reliquias egipcias de incalculable valor?
Aimée respiró profundamente.
– Sólo a las que no avisan -le dijo ella, y apoyó la escoba contra la moldura de la puerta-. ¿Te he dado la llave?
– Tu socio René tiene una copia -le dijo él-. Quizá deberías revisar tus mensajes. -Siguió acercándose a ella. Sus oscuras patillas le llegaban al mentón.
– He estado un poco liada -le explicó esta, y se dio cuenta de que todavía estaba descalza y llevaba el abrigo de piel falsa puesto.
– Huele a podrido-dijo Yves arrugando la nariz.
– A tartare de rata -dijo ella-. Alguien está intentando asustarme.
– ¿Asustarte? -le preguntó él-. Aimée, ¿qué ocurre?
Casi le cuenta lo de la explosión y lo de la rata. Pero dudó. Era peligroso para su alma. Sólo traía problemas.
Yves buscó en su mirada y le olió el aliento.
– ¿Lo bastante ocupada como para tomarte algo a la vuelta de la esquina?
Ella se encogió de hombros.
– ¿Por qué no viniste a El Cairo?
– Écoute, Yves -le dijo ella cerrando el abrigo-. Hay partes de París que son como el tercer mundo para mí.
Pero no era totalmente cierto. Tenía que ver con el compromiso. Su incapacidad para comprometerse hacía imposible visitar otro continente.
– Et voilá.
Frunció la boca.
– Sólo soy otra muesca en tu estuche del pintalabios.
– Si recuerdo bien, te fuiste tú, Yves. No yo -dijo ella-. Y ahora entras en mi vida y perturbas mi concentración.
– Quizá tenga que perturbarla más.
– No he sabido de ti en años -le dijo mientras se daba friegas en las piernas en el helado pasillo-. De repente apareces. No te debo ninguna explicación.
Yves se dio la vuelta. Tenía más que decir, pero no le apetecía hablarle a su espalda.
– Al igual que tú, he estado ocupado -le explicó él, y se volvió para acercarse a ella. Olía al fresco aroma de sus toallas recién lavadas-. Las guerras civiles y los campamentos de las guerrillas del interior no me dejan mucho tiempo para la cháchara.
– ¿Para la cháchara?
Se había ocupado de una rata muerta, y encontraba una viva en su apartamento.
– No tengo excusa -reconoció él-. ¿Me perdonas?
– ¿Es eso lo único que puedes decir?
– Lo siento -dijo él.
– ¿Cuánto lo sientes?
Aimée no podía creer que hubiera dicho eso.
– Deja que te lo demuestre -le respondió él, con una tímida sonrisa-. Después de todo, tengo mucho que compensar.
Ella se pasó los dedos por el pelo. Los sacó pegajosos.
– Necesito un baño. ¿Quieres quitarme el aceite de motor de la espalda?
– Un buen lugar para empezar.
La abrazó, y le vio las manchas de sangre y los arañazos en las piernas. -Supongo que me lo vas a contar.
– Más tarde -dijo ella con una media sonrisa-. Será mejor que recuperemos el tiempo perdido primero.