De pie en la rue du Louvre, Aimée respiró profundamente varias veces. Se dijo que podía hacerlo, y comenzó a caminar las diez manzanas.
Era el momento.
Habían pasado cinco años desde la última vez que subió por la rue Saint-Honoré hacia la place Vendôme. Se concentró en poner un pie delante del otro, mientras planeaba qué diría. Pero, como si fuera ayer, vio la media sonrisa de su padre, oyó su suave voz que decía: «Attends, Aimée, déjame ver. No me gustaría que ocurriera nada emocionante».
Pero ocurrió.
La bomba explotó y se convirtió en una abrasadora bola de metal, que hizo que él y la furgoneta de vigilancia atravesaran la valla y se estrellaran contra la base de la columna. La onda expansiva la empujó hacia atrás con el tirador de la puerta de la furgoneta en la mano, todavía en llamas.
Los escombros llovían sobre la columna. Fragmentos de cristal, trozos quemados de goma y carne, como la explosión que mató a Sylvie.
Aimée giró la cabeza; todavía no podía mirar. A toda prisa, se dirigió a Mikimoto. Entró en un vestíbulo de techo altos y cubierto de puertas con espejo. Se alegraba de no estar fuera, de haberse alejado de los recuerdos dolorosos, y de ir con un propósito. Cuál era la conexión ente Sylvie y Eugénie era lo que esperaba averiguar en Mikimoto.
– Mademoiselle, ¿tiene cita? -le preguntó la rubia recepcionista, con el pelo perfectamente peinado, que miraba a Aimée de arriba abajo.
Aimée se alisó la falda, y sonrió.
– Con monsieur Roberge a las dos en punto -dijo ella.
– Deje que lo confirme -dijo la recepcionista, que tomó aire, dando a entender que no admitía discusión alguna y, al mismo tiempo, dejaba ver lo ocupada que estaba. Con sus brillantes uñas pintadas de color coral tecleaba y consultaba la pantalla del ordenador.
Aimée se preguntó por qué no lo miraba en una agenda. Incluso en esa parte de París, dudaba de que tantos jeques y multimillonarios se agolparan en la puerta para comprar perlas únicas.
Su idea de ir a comprar joyas era regatear en los puestos de antigüedades del mercadillo de la Porte de Vanves. Hurgó en su bolso de Hermes, y tocó la perla que había metido en la pequeña bolsa de plástico. Su superficie era desigual y fría.
– Puede subir -dijo la recepcionista.
Aimée tomó las escaleras a la oficina de Roberge, en el piso superior.
– Bonjour, mademoiselle.
Pierre Roberge se levantó, y le dio la bienvenida. Era un hombre alto, y tenía sus huesudos hombros caídos, lo cual le daba un aspecto encorvado. Aimée calculó que tendría unos sesenta y tantos años, y que llevaba un buen peluquín. Él sonrió y le indicó con un gesto que se sentara. La lujosa alfombra Aubusson amortiguaba sus pasos. Los ventanales con ribete dorado de la oficina de Roberge tenían vistas al hotel Ritz y a la estatua de color cardenillo que coronaba la columna de Vendôme.
– Gracias por atenderme, monsieur Roberge, con tan poca antelación.
Abajo, una flota de Mercedes con chófer esperaba en la discreta entrada de un banco, tanto que no tenía nombre en la fachada. Aimée se cambió de posición en la pequeña silla dorada para no mirar.
– Para ser honesto, mademoiselle Leduc, me intrigó su llamada -dijo Roberge encajando la lupa de joyero en el ojo. Ajustó la fina lámpara halógena, y se puso un par de guantes blancos.
Ella colocó la perla con forma extraña, gruesa y de aspecto tumescente, sobre la bandeja de terciopelo negro.
Roberge se echó hacia delante, y la examinó de cerca.
– Mikimoto es conocida por sus perlas cultivadas, mademoiselle-dijo él-. A diferencia de estas.
– Monsieur Roberge, me han dicho que usted es un experto en perlas. Aprecio su amabilidad-dijo ella-. Espero no haberle hecho perder el tiempo.
La cortesía le impidió decir que así era, aunque lo pensara.
El hombre giró la perla, luminiscente bajo la luz, en su mano enguantada.
Aimée estudió los cuadros enmarcados de paisajes de la Provenza que rodeaban la sala. Parecían impresionistas, menos conocidos pero originales. Se imaginó que todo lo que había en la oficina era auténtico excepto su historia.
– Les maudites-murmuró él.
Las malditas.
¿Qué quería decir con eso?
– Comment?-preguntó Aimée.
– Perdóneme -dijo él.
Se dio cuenta de que la voz de Roberge se había tornado tensa, su tono más sucinto.
– Es el término que utilizamos -le explicó Roberge-. ¿Le puedo preguntar dónde consiguió esta perla?
Molesta, Aimée se preguntó por qué le estaba haciendo preguntas. Pero sonrió, y cruzó las piernas.
– Todo a su tiempo, monsieur Roberge -le contestó ella-. Me gustaría saber su opinión. Dígame primero qué piensa.
– Para serle sincero, mademoiselle-dijo tocando la perla una vez más antes de volverla a colocar sobre el terciopelo negro-, su valor disminuyó cuando separaron la pieza de su engaste.
Aimée ocultó su sorpresa, y asintió.
– ¿Y el engaste…?
– Bueno, usted es la ladrona -le interrumpió él-, debería saberlo.
– ¡Un momento, monsieur! -exclamó ella, alarmada-. Yo no la he robado.
– Seguridad se ocupará de usted -le informó él, y cogió el teléfono.
Asustada, Aimée se levantó y puso su mano encima de la de él.
– ¿Por qué cree usted que es robada?
No respondió.
Vio que los ojos de él parpadeaban de miedo, pero Aimée no apartó la mano de la suya.
– Usted sabe a quién pertenece la perla, ¿verdad, monsieur Roberge?
– Soy un hombre mayor -dijo él. Pestañeaba tanto que la lupa cayó sobre el terciopelo-. No me amenace.
– Dígame a quién pertenece, monsieur Roberge -le instó ella sentada en el escritorio-. Y entonces quitaré la mano, y le diré quién soy en realidad.
Parecía indeciso.
Lo soltó, hurgó en su bolso, y sacó su identificación.
– Soy investigadora privada, monsieur Roberge.
El le echó un vistazo con la mandíbula en tensión. Quizá no le agradaba la tan poco favorecedora foto.
– Por lo que he descubierto hasta ahora, monsieur, mi próxima parada será el depósito de cadáveres.
– ¿Qué quiere decir?
Ella se levantó, y caminó hacia el ventanal; aunque después de dirigir la mirada hacia la place Vendôme, no tuvo el valor de contarle la verdad.
Cuando recordó la conversación con madame Visse sobre Eugénie, decidió que tenía que estar segura de la identidad de la fallecida.
– Creo que la dueña de la perla podría estar allí -dijo ella, y se volvió hacia él-. Lo que me diga puede que me ayude a eludir ese proceso. La etiqueta que cuelgue de su dedo gordo del pie probablemente pondrá Yvette, que es el nombre con el que los flics identifican a las mujeres desconocidas. A su lado habrán escrito a lápiz un número, que indicará el orden de llegada del cadáver.
– Entonces, ¿está muerta? -quiso saber él.
– Han asesinado a una mujer -le explicó ella-. Me han contratado para que encuentre a su asesino, pero su identidad no está clara. Sólo quiero saber si esta perla era de ella.
– Madame Leduc, me lo podría haber dicho antes. Sin embargo, no estamos obligados a proporcionarle información confidencial.
– Así es -dijo Aimée-. Pero le he dicho quién soy. Ahora le toca a usted.
Roberge miró por la ventana, sus ojos reflejaban tristeza.
– Tiens. Normalmente no realizo tasaciones ni encargos por dinero -dijo él-. Cuando una pieza exquisita se cruza en mi camino, me produce un verdadero placer esculpirla y labrarla para ensalzar su belleza. Con las perlas Biwa hacer resaltar su singularidad es sencillo. -Hizo una pausa-. No es difícil conseguirlo.
Su esquivez gálica empezaba a resultarle molesta.
– ¿Por qué no me dice su nombre?
Silencio. Ella seguía mirándolo fijamente.
– Yo sólo me centro en el trabajo. -Negó con la cabeza-. Soy un artesano. Cuando la pieza me habla, yo escucho.
Aimée llegó a la conclusión de que pocos clientes discutirían la sentencia de Roberge después de ese discurso, apasionado pero pronunciado con una honestidad que pocas veces había oído.
– ¿Está intentando protegerla, monsieur?-le preguntó Aimée-. Me temo que ya no le importa.
Fuera, las largas sombras proyectadas por la columna atravesaban la plaza.
– Llegó un día con un embrollo de perlas sueltas -le explicó él finalmente-. Eran cuatro, el número de la mala suerte para los japoneses. Sospechaba cuál era su origen. Pero cuando las examiné, lo supe.
– ¿Supo qué, monsieur?
También quería preguntarle por qué ese número de la mala suerte significaba algo, pero se mordió la lengua. Quizás estaba tratando de contárselo de una manera enrevesada.
– Les maudites son las últimas perlas naturales que han sacado del lago Biwa -dijo él. Dejó la lupa sobre la mesa-. Ya no hay más. Al menos que nosotros sepamos. Ahora las cultivan en unas piscifactorías cercanas. Pero no es lo mismo. Los expertos lo saben.
– ¿Por qué el término maudites?
Roberge frunció el ceño.
– Se podría decir que la suerte abandona a aquellos que las poseen. Cambia la fortuna.
Como el diamante Hope, pensó ella. Muchos creían que a los dueños les perseguía una maldición. Aimée hizo una pausa; se le ocurrió otro enfoque: ¿habían matado a Sylvie por la perla?
– ¿Me va a ayudar? -le preguntó ella.
Roberge se encogió de hombros.
Aimée se echó hacia delante, y lo miró fijamente.
– La numerología japonesa tiene sus propias reglas. -Esbozó una ligera sonrisa-. Mademoiselle, el alma humana no es una ciencia exacta como lo es la criminología.
Ella se puso de pie.
– ¿Así que está diciendo que la gente rica es supersticiosa?
– Mucho más que la mayoría -respondió él-. Y Sylvie Coudray pertenecía a esa categoría.
¡Por fin! Sin perder ni un segundo, Aimée se volvió a sentar.
– Hábleme de Sylvie.
– Nunca le pedí información sobre su cuenta bancaria -dijo él-. Ni le pregunté cuál era su profesión.
– Según mi cliente, era la profesión más antigua del mundo -dijo Aimée-. Pero supongo que eso podría decirse de una parte de su clientela.
– Mis servicios no exigen una justificación -dijo él-. Pero Sylvie amaba las cosas buenas. Especialmente las perlas. Y en contraste con su perfecta piel… -Dejó la frase en el aire.
¿Había deseado Roberge en secreto a Sylvie? ¿O habían intimado?
– Tenía buen corazón -continuó.
Una puta con un corazón de oro… ¡qué cliché!
– Vino hace varios años con un hilo de perlas negras -dijo Roberge-. Eran de la clase de perlas que he visto sólo una vez. Después de enseñarle mis credenciales, me dejó que las volviera a ensartar. Un honor.
– Mencionó a una mujer, ¿a Eugénie? ¿O quizá vino con ella?
– Siempre venía sola -dijo él-. Sylvie apreciaba la belleza de una manera excepcional. Algo que muy poca gente puede hacer. La echaré de menos.
Aimée pudo ver en sus ojos que lo haría.
– ¿Dónde consiguió unas piezas así, monsieur? De seguro que usted también se lo preguntó, non?
– Al principio sí. Pero no es asunto mío. Como ya le he dicho -afirmó-. La belleza atrae a la belleza. La esencia de la perla es la esencia de la vida: un coral otrora vivo, osificado y convertido en un grano de arena, envuelto y amado por la ostra y renacido como una perla. La transformación de un objeto irritante, Como Sylvie.
– ¿Como Sylvie? -preguntó ella.
Roberge se ponía poético cuando hablaba de perlas, pero Aimée no veía lo conexión con una amante muy bien pagada. Una amante asesinada, recordó ella.
Roberge no contestó. No le quitaba los ojos de encima a la perla, que todavía permanecía sobre el terciopelo negro; parecía absorto en sus pensamientos.
– Monsieur Roberge, no sé si entiendo lo que quiere decir -le confesó ella, con la intención de hacerle hablar.
– Las perlas son para la geología del océano lo que las gemas son para los estratos ígneos de la tierra.
– ¿Qué tiene eso que ver con Sylvie, monsieur?
– Sólo hablábamos de las perlas. Nuestras conversaciones giraban en torno a ellas -dijo él en tono melancólico.
– ¿Por qué le recuerda Sylvie a las perlas?
– Una mujer extraordinaria es así-dijo él, y se encogió de hombros-. ¿Qué más puedo decir?
Sonó el interfono que había encima de su mesa.
– Ha llegado su cita, monsieur Roberge -anunció la voz de la sucinta recepcionista.
Aimée se marchó. Dudaba de que a Sylvie la mataran por las perlas, pero la experiencia le había enseñado que no podía descartar nada. Particularmente, se preguntaba por qué había pasado en Belleville.
Cuando atravesaba la place Vendôme en el camino de vuelta, se sentía diferente. Como si estuviera buscando justicia como lo haría su padre, pero a su manera. Paso a paso, todos ellos dolorosos. Y por primera vez en mucho tiempo, recordó la risa de su padre sin llorar.
Había estado perdida en la oscuridad, sin saber qué hacer, hasta que vio el informe de la policía acerca de la explosión. Era hora de buscar respuestas. Su próxima parada sería el depósito de cadáveres.