Tensa y cautelosa, Aimée estaba de pie en el andén del metro cuando el tren anunció su llegada con un sonido atronador. Oyó el chirrido de las ruedas, y olió a goma quemada. Se ocultó el rostro con lo que quedaba de su periódico. Ni Dédé ni los mecs la habían visto todavía. Pero tuvo miedo cuando se vació el andén.
Y en ese momento supo lo que tenía que hacer.
Mientras rompía el cristal de la caja roja de emergencia con su mini destornillador, gritaba:
– ¡Mi bebé se ha caído a la vía!
Y tiró del interruptor.
Todo el mundo se giró hacia la línea eléctrica, los frenos del tren chirriaron, e hicieron que se detuviera con una violenta sacudida. Los pasajeros chocaron contra las ventanas.
Los pasajeros de los andenes miraron a su alrededor y preguntaron:
– ¿Dónde está el bebé?
De un altavoz le llegó un mensaje grabado: «Como procedimiento habitual no se permite que ningún tren prosiga sin que antes el personal del metro despeje la vía».
El rumor de preocupación se convirtió en un murmullo de descontento. Aimée se quería perder entre la multitud. Dédé y los mecs inspeccionaban el andén, y cuando chocaban con alguien echaban un buen vistazo antes de pedir disculpas. Aimée se dirigió a los hombres que estaban de pie a su lado, con traje, maletín y periódico bajo el brazo. Eligió al que tenía los ojos más bonitos, y llevaba un impermeable largo.
– ¿Con que fingiendo que no me conoces? -dijo ella, y metió los brazos debajo de su impermeable y rodeó con ellos al hombre.
No era feo visto desde más cerca. Y olía bien, como si se hubiera acabado de duchar con jabón de lavanda y aceite de oliva. Le puso un dedo en los labios.
– Chis, será nuestro secreto.
– ¿Te conozco? -le preguntó el hombre, con una expresión mezcla de feliz sorpresa y desconfianza en el rostro.
– No seas tímido -respondió ella-. Yo no me he olvidado.
Le bajó la cabeza, para taparse con ella, y empezó a besarlo. No cerró lo ojos, para así vigilar el andén. Uno de los mecs de Dédé se había parado a su lado.
– Estás incluso mejor de lo que recordaba -le suspiró al oído, colocó sus brazos alrededor de ella, y lo llevó hacia la pared revestida de azulejos del metro. Vio que llevaba anillo de casado-. Deja que te disfrute un poco más: tu mujer no lo sabrá.
– Creo que te equivocas de persona… -murmuró él. Pero no se apartó.
Lo atrajo más hacía ella, y avanzaban lentamente hacia la salida del metro.
– Ya he oído eso antes. Sígueme la corriente, ¿de acuerdo?
Él arrugó los ojos, divertido.
– ¿Quién dijo que pararas?
– Me voy a marchar -dijo ella, subiendo las escaleras de espaldas-. Merci por tu ayuda.
– Cuando quieras -dijo él con una sonrisa, y buscó en su bolsillo una tarjeta de visita.
Pero ella ya se había ido.
Veinte minutos más tarde, Aimée cerró de un portazo la puerta de su oficina.
Del sobresalto, a René se le cayó el libro que estaba leyendo.
– Claude se acaba de ir -dijo él negando con la cabeza-. Ese hombre tiene unos ojos inquietantes.
Aimée recogió el libro de René del suelo.
– ¿Leyendo de nuevo? -preguntó ella, y leyó el título, Mi vida con Picasso, de Françoise Gilot.
– Picasso aparecía y desaparecía de su vida -le explicó él-. Una relación tormentosa.
Aimée esbozó una sonrisa irónica.
– Como Yves -asintió ella-. La pena es que no se quede lo suficiente para que nuestra relación sea tormentosa.
Se quitó rápidamente la ropa mojada, y le dio una patada al radiador para ponerlo en funcionamiento. En el armario encontró unas medias de lana, una falda negra, unos botines, y una parka para la nieve de rayas plateadas que se puso encima de un jersey negro.
Devuelta en la oficina, abrió su bolsa, le dio unos disquetes a René, y sacó su portátil. Mientras se encendía el ordenador, miró el reloj.
– Pongámonos a ello -dijo Aimée-. Puede que no tengamos mucho tiempo.
– ¿Vamos a coger un avión?
– Dédé se está acercando demasiado -le dijo ella.
Le habló de los hombres que vigilaban su apartamento y el metro.
René se subió a su silla ortopédica, y encendió su terminal. El teléfono de Aimée empezó a pitar.
– Deja que te dé una batería adecuada, Aimée -le dijo él, y le entregó una nueva-. Inténtalo con esta.
– Me han estropeado el teléfono -le explicó ella-. Y también el reloj. Desde mi visita a la edf.
René dejó la batería sobre la mesa de Aimée.
– Ahora mismo -dijo ella- quiero saber por qué Sylvie hacía negocios con Dédé.
– Imagínate lo siguiente. Si Dédé conoce a todo el mundo en Belleville -le dijo René-, puede que sea él al que la gente utiliza para entrar en contacto con la red maghrébin.
– Interesante -dijo ella-. Pero antes tenemos que ahondar un poco.
Tras comprobar los vínculos del banco de Sylvie en las Islas del Canal, ya había encontrado las transferencias de dinero.
– Mira, René, los depósitos vienen del Banco de Argel -dijo emocionada-. Varios millones cada vez.
René abrió la cuenta del Banco de Argel en su pantalla, y entró en ella.
– Las he encontrado -anunció él-. Mira, las transferencias son de AlNwar Enterprises.
Aimée miró detenidamente la pantalla, y vio una larga lista de ellas. Se volvió a sentar; algo le resultaba familiar.
– ¿Por qué AlNwar Enterprises iba a ingresar dinero por medio del Banco de Argel a una cuenta en las Islas del Canal al nombre de Eugénie Grandet? -dijo ella, y giró la silla hacia el terminal de la oficina y lo encendió.
– Me huele mal -dijo René.
– Supongo que es hora de informarnos sobre AlNwar.
Después de hurgar en un servidor de una red árabe, descubrió la escritura de constitución de la compañía y los estatutos para establecerse como sociedad anónima, requeridos por el gobierno francés para cualquier contrato.
No había nada ilegal en eso.
Fue entonces cuando cayó en la cuenta. La noche de la explosión, Philippe le presentó a Kaseem Nwar, que estaba con Olivier Guittard, y los dos le insistían a Philippe para que aprobara cierto proyecto y misión humanitaria. Recordó la tensa reacción de Philippe y cómo la sacó de allí rápidamente. Después lo vería en un café en Belleville. ¿Formaba Kaseem Nwar parte de AlNwar?
Accedió a los archivos de la compañía. Descargarlos le llevó tiempo.
Aimée pensó en las fotografías de los hombres con los números clavados al pecho. Todos argelinos.
Sintió curiosidad, y en el ordenador buscó información sobre AlNwar mientras René se concentraba en la cuenta de Philippe de Froissart. Aimée siguió buscando datos sobre la estructura de la compañía, la lista de accionistas y empleados. Cuando la encontró, se levantó y lanzó un silbido.
– Kaseem Nwar es el director -dijo-. Parece ser que le gusta el nepotismo.
– ¿Por qué?
– La mayoría de sus empleados y accionistas son Nwar también.
– ¿Qué tipo de empresa es? -le preguntó René-. ¿Maquinaria pesada o algo en conexión con el petróleo?
Aimée negó con la cabeza.
– Importación de joyas -le contestó ella. Qué extraño-. ¿Qué tendrá eso que ver con un proyecto relacionado con la ayuda humanitaria?
– ¿Perlas para las masas?
– Eso es, René -dijo ella mientras lo cogía del brazo emocionada-. ¡Perlas! La perla del lago Biwa. No dejo de decirte que eres un genio. Y es que lo eres.
Él sonrió.
– No voy a ser yo el que rechace un piropo, ¿pero dónde encaja todo eso?
– Todavía no lo sé, pero me estoy acercando -respondió Aimée, incapaz de sentarse. Andaba de un lado a otro.
Todo estaba allí. De alguna forma. Tenía que juntar las piezas. Averiguar dónde iban las partes que no encajaban. Una pieza grande era Mustafa Hamid y el afl; creía que formaban parte de ello. De alguna manera, ese era su sitio.
– AlNwar enviaba enormes sumas de dinero a Sylvie -dijo ella-. ¿Por qué? ¿Eran sobornos para que Philippe otorgara contratos a AlNwar?
– Pero ¿un negocio de joyería? -preguntó René-. A menos que AlNwar esté al frente de otro tipo de empresa.
Aimée se volvió a sentar y buscó en los archivos de AlNwar. Había dos compañías que eran sus filiales: NadraCo y AtraAl Inc.
Pero no encontró nada más.
René no pudo entrar en el Banque de France. Los bloqueaban a cada momento.
Se puso de pie y se estiró.
– Aimée, si entraron los sobornos, están ocultos -dijo René, aspirando el aire con la boca entreabierta-. Lleva tiempo descubrirlos. Todas mis herramientas están en mi base de datos en casa.
Antes de irse le prometió que la llamaría cuando averiguara algo.
Aimée se sentía frustrada: sabía que existía más información. El problema era cómo encontrarla.
Tenía que simplificarlo más, y comenzar con lo que sí sabía.
Entró en el Ministerio de Defensa. Usó una contraseña segura del Gobierno, una de las muchas que René mantenía vigente, cortesía de sus conexiones siempre variables; encontró una lista de proyectos financiados por el ministerio. Entonces, refino la búsqueda a proyectos cuya financiación estaba todavía bajo consideración.
Cientos.
Inspiró y la limitó a aquellos relacionados con Argelia. La lista disminuyó considerablemente. Mientras se imprimía, se sentó delante de la mesa de su socio.
En su terminal, accedió al Fichier National a través de la conexión de René, porque si el Gobierno no te cogía cuando nacías, siempre lo hacía cuando estirabas la pata.
Sabía que cuando nacieron Mustafa Hamid y su hermano Sidi, Francia consideraba a Argelia más que una colonia. Incluso más que una extensión de Francia más allá del Mediterráneo, un departamento. Sin embargo, a la hora de votar esto no se tenía en cuenta. Los argelinos no podían hacerlo; Argelia pertenecía a la République como si fuera la invitada a una boda y nunca la novia.
Aimée se imaginaba que si Hamid o Sidi emigraron a Francia, probablemente habrían pagado algún tipo de cuota de solicitud, recargo o impuesto.
En el caso de Hamid, encontró su carte bancaire a través de su fecha de nacimiento y número de la Sécurité Sociale. No apareció el nombre de ningún familiar directo, sólo un Sidi, H., como padre, y Sidi, S., como madre, ambos fallecidos. Introdujo el nombre Djeloul Sidi. Salió el nombre de soltera de su esposa, El Hechiri.
Aimée abrió los ojos de par en par cuando apareció una referencia cruzada a Kaseem Nwar. Le resultaba extraño.
Más adelante, los archivos indicaron que El Hechiri había estado casada con Kaseem Nwar de 1968 a 1979. Aimée miró con más detenimiento y volvió atrás. Los archivos de Sidi mostraban que había estado casado con El Hechiri de 1968 a 1979, los mismos años.
Aimée se echó hacia atrás en la silla y silbó. Había cambiado de nombre, y el ordenador no lo había pillado… simplemente creaba una referencia cruzada.
Recordó cuando lo vio aparecer en el café, cuando le contó cómo traía comida a los sans-papiers. ¿Por qué no dijo simplemente «Vi a mi hermano»?
Pensándolo bien, ¿por qué no admitió que le había enviado millones de francos y perlas del lago Biwa a Sylvie? Pero por otra parte, ella tampoco le había preguntado.
Revisó los nombres de la lista de proyectos argelinos uno a uno, y los marcaba hasta que encontraba uno que le sonaba.
Llevó la lista al mapa de Argelia que tenía colgado en la pared, siguió el recorrido del Atlas, y señaló la zona al sur de Orán. Otrora un baluarte de los fellaghas rebeldes contra los franceses, la zona se había convertido entonces en un páramo donde tiraban municiones. El ejército la declaró zona restringida.
Se había quedado pasmada, y volvió a sentarse. Le resultaba difícil creer lo que acaba de descubrir.
Sabía lo que tenía que hacer.
Su teléfono, ya cargado, indicaba que había varios mensajes de voz. Intentó no hacerse ilusiones con que Yves le hubiese dejado un mensaje. Pero cuando los escuchó, los tres eran de la misma persona.
– Aimée. -Era Samia, su voz era aguda y su respiración entrecortada-. ¡Coge el teléfono!
En el último mensaje Samia había mascullado rápidamente un número de teléfono. Estaba muy asustada.
Aimée escuchó el número varias veces para asegurarse de que lo había escrito bien. ¿Había conseguido Samia el contacto de los explosivos? ¿Debería creerla? La última vez que lo hizo, le dispararon.
Aimée le dio a rellamada. Cogió el teléfono una mujer, que le informó de que era un teléfono público de la rue des Amandiers, pero que si quería comprar éxtasis le haría un buen precio.
Aimée colgó y probó a marcar el número que le había dejado Samia.
– Oui-contestó una voz después de seis tonos.
– Samia me ha dado este número -dijo ella, sin dar más información.
Hubo una pausa.
– ¿Quién es?
– Aimée. ¿Está Samia?
Otra pausa larga.
– Ya debería estar aquí.
– Me gustaría pasarme.
– Vuelva a llamar.
Y colgó.
Nadie respondió las tres veces que lo intentó después.
¿Le habría dado Samia el número de los explosivos? Le sonaba ese número. Lo comprobó en la carpeta que tenía en la bolsa. Encima del mismo número estaba escrito «Youssef». Su corazón empezó a latir deprisa. Recordó las palabras de Denet. En su Minitel buscó Euro-Photo. Encontró el mismo número con la dirección de un laboratorio en la rue de Ménilmontant. Ya sabía que estaban relacionados.
Volvió a marcar el número. Contestó la misma voz.
– Por favor, no cuelgue, escúcheme -le pidió Aimée-. Creo que tiene algo que quiero ver.
– ¿Quién es usted? -le preguntó la voz.
– Encontré su nombre en la carpeta XT196 -le explicó ella-. ¿Sacó usted las fotos?
La voz colgó el teléfono violentamente.
Se metió la Beretta en la cinturilla de la falda, y se puso los guantes y la bufanda larga de lana.
En el pasillo, bajó por la escalera de incendios que había en la parte de atrás, y se encaminó hacia el metro.
La mugrienta entrada del laboratorio Euro-Photo se encontraba en la parte de atrás de un patio atestado de camiones y furgonetas.
Una vez dentro, Aimée se apoyó en el mostrador de formica. Le llegó el olor a químicos para el revelado y el sonido de las máquinas de impresión. De las paredes colgaban enormes fotos de mezquitas de mármol blanco e instantáneas de playas de fina arena y de un Mediterráneo azul zafiro.
Por una sucia ventana que estaba abierta, Aimée pudo ver que entraba en el patio una furgoneta de la empresa.
– ¿Quiere hacer un encargo? -preguntó una sonriente joven de ojos oscuros, que tenía la cabeza cubierta por un pañuelo.
Desde detrás del mostrador, le pasó a Aimée una hoja de pedido.
Aimée le devolvió la sonrisa.
– En realidad, necesito hablar con Youssef acerca de un revelado -dijo ella-. ¿Está libre?
Ella retrocedió mientras negaba con la cabeza.
– No hay ningún Youssef aquí.
– Pero hablé con alguien…
– Tenemos encargos en todo momento -dijo la chica alejándose de ella-. Debió de entenderlo mal.
La joven tenía miedo, pensó Aimée, estaba ocultando algo.
– Sí, por supuesto, tienes razón -dijo ella sin pararse a pensar-, soy terrible con los nombres. Me ayudó un hombre, que parecía tener mi edad. Cojeaba.
De la parte de atrás del laboratorio salía un fuerte zumbido, y unas luces verdes parpadeaban.
– Me parece que ha venido al laboratorio equivocado -dijo la chica, y señaló hacia atrás-. Inténtelo en el que hay en la rue de Belleville.
La chica se dirigió rápidamente a la parte de atrás.
– Pero, por favor, ¿no puedes…?
– Lo siento -respondió ella, con los labios apretados-. Tengo que cumplir con un programa de producción.
Cuando Aimée se encaminaba hacia la parte de atrás cercana a la furgoneta, ya había ideado un plan. Movió un poco la puerta de la furgoneta para abrirla, cogió unas cajas grandes de papel fotográfico, y entró en la parte de atrás.
Oyó que alguien discutía en alto en árabe. La mujer del pañuelo estaba con otra mujer corpulenta, y señalaba el mostrador. Delante de Aimée, una enorme impresora escupía pósteres en formato grande, y los arrojaba en una rueda giratoria. Aimée sabía que tenía darse prisa. La mujer la echaría de allí antes de que pudiera encontrar a Youssef.
Unos hombres llenaban cajas de cartón cuando los pósteres salían de la rueda. Ninguno de ellos tenía el pelo de punta como había dicho Denet, así que siguió buscando. Subió una escalera de caracol que había atrás, y daba a otra parte del laboratorio. Allí descubrió un laberinto de atestadas oficinas.
– Se supone que Youssef tenía que revisar este pedido -murmuró ella a un anciano que manejaba una vieja máquina de sumar.
– Déjeme ver -dijo él, y se colocó las gafas en la frente.
Aimée apoyó las cajas en el borde de la mesa, y fingió que pesaban mucho.
Sonó el teléfono del hombre; lo cogió e inmediatamente empezó a presionar las teclas de la máquina.
– Lo siento, pero tengo más entregas -dijo ella mientras tamborileaba sobre las cajas con las uñas.
El levantó la mirada, y señaló el largo pasillo.
– Por ahí. No reconozco el pedido -dijo él-. Pásese por aquí antes de salir.
Aimée salió disparada antes de que el hombre cambiara de opinión. Se imaginaba que ese edificio del siglo XIX conectaba los apartamentos en la parte de atrás. Debajo de sus pies, las máquinas hacían que el suelo vibrara.
Después de mirar en cuatro oficinas polvorientas que había en el ala siguiente, vio una figura que estaba encorvada sobre una composición fotográfica, marcando las instantáneas con un rotulador rojo.
– ¿Youssef? -preguntó Aimée, y dejó las cajas en el suelo.
Una joven de pelo corto de veintitantos años alzó la vista. Tenía mirada insegura.
– Soy Youssefa-dijo-. ¿Qué necesita?
Ahora tenía sentido. No era de extrañar que la mujer de abajo le dijera que no había ningún Youssef.
Denet la había tomado por un hombre cuando la vio en el patio de Eugénie. Youssefa parecía joven, pensó Aimée. Su pelo blanco como la tiza hacía resaltar su piel morena. Unas cicatrices en forma de media luna le iban dé la sien al ojo izquierdo.
– ¿Dónde está Samia?
– Se fue -contestó ella, cautelosa-. ¿Quién es usted?
– Una amiga.
La chica la miró de arriba a abajo.
– No eres su tipo -dijo ella.
– Samia me dejó un mensaje. Parecía asustada -le explicó Aimée.
Youssefa se encogió de hombros.
– ¿Qué me puedes decir de las fotos XT196?
La expresión en el rostro oscuro de la chica pasó de la curiosidad al terror en unos segundos.
Soltó el rotulador, se echó hacia atrás y chocó con una silla.
– Sé que fuiste al apartamento de Eugénie, ¿revelaste tú esas fotos para ella?
Youssefa se movió deprisa, y rodeó la mesa. Cuando empezó a correr hacia el pasillo, se le notó la cojera.
– Por favor, Youssefa, ¡espera!
Dejó las cajas en el suelo, y fue tras ella.
Aimée chocó contra una pila de viejas latas de película, que se desperdigaron por todo el suelo de madera. Resbaló y cayó encima de las latas con una mueca de dolor cuando lo hizo sobre la cadera dolorida.
Youssefa ya no estaba.
Aimée se levantó lentamente. Se figuró que la chica sólo pudo haber entrado en el laberinto que había delante, ya que detrás de ella el pasillo no tenía salida. Las ventanas que daban al aparcamiento del patio estaban abiertas. Desde abajo, le llegó una voz inconfundible. Se detuvo a escuchar. Describió su pelo, su chaqueta, y decía que le debía dinero a su jefe.
Dédé.
¿Cómo la había encontrado? A menos que la viera salir por la parte de atrás de la oficina. O… su corazón empezó a latir más deprisa. No quiso ni siquiera pensar en esa posibilidad. A menos que amenazara a René. Pero él no sabía adónde había ido, no se lo había dicho.
Oyó un ruido que provenía del oscuro pasillo. Esa era la única dirección que pudo haber tomado Youssefa. La siguió, guiándose por el ruido.
La chica estaba golpeando la puerta de emergencia, que se encontraba atascada. Cuando vio a Aimée, retrocedió como un animal arrinconado a punto de atacar.
– Deja que te ayude, Youssefa. También me persigue alguien.
– Destruí los negativos -le dijo, con la voz quebrada-. Déjame en paz.
¿Por qué destruir las pruebas?
– Estoy de tu parte, en cuanto salgamos de aquí te lo demostraré -dijo Aimée-. Me persigue un mec llamado Dédé.
Youssefa parpadeó con su ojo bueno.
– Mira por la ventana y compruébalo tú misma -continuó ella-. Dédé está decidido a encontrarme, pero tampoco es mi tipo.
Se imaginó que si salían de allí, arrinconaría a Youssefa y se sentaría encima de ella hasta que le dijera qué significaban las fotos y por qué había destruido los negativos.
Le dio varias veces a la puerta con el tacón hasta que se combó y abrió.
– Tú primero -dijo Aimée.
– Dédé es un cerdo -dijo Youssefa, que dudó pero al final salió cojeando.
– No te voy a contradecir en eso -le contestó Aimée, que la siguió.
Se preguntó por qué la señal decía «Salida» si esa maraña de estrechos pasillos, con techo de claraboyas, claramente daba a otro edificio en vez de al exterior.
Youssefa abrió la última puerta que había al final. Entraron en un pasillo, amarilleado y rayado, y pasaron por delante de un oscuro hueco de escalera. La chica sacó una llave y abrió una puerta.
La invadió una sensación de inquietud, pero se imaginó que eso sería mejor que lo que le esperaba detrás. Entraron en las habitaciones de atrás de un pequeño apartamento.
El papel de pared de tejido adamascado rojo, los viejos candelabros de pared de gas y las pequeñas sillas tapizadas le daban vida a la estancia. Pero las enormes instantáneas en blanco y negro de Édith Piaf en el escenario y las fotografías espontáneas atiborraban las paredes, y le daban a las habitaciones un aire de los años cuarenta. Una grabación rayada de Piaf sonaba en otra habitación. En la esquina, había un vestido negro pasado de moda en un maniquí que le llegaba al hombro. Qué estrambótico.
Todo estaba a pequeña escala, como si lo hubieran hecho para una persona pequeña. René se sentiría como en casa, pensó ella.
– ¿Dónde estamos?
– En casa de mi amiga -le contestó Youssefa.
– ¿Qué lugar es este… un santuario dedicado a Piaf?
– Casi -dijo la chica-. Es el museo de Édith Piaf.
Hizo un gesto para que la siguiera a la parte de atrás, y se puso un dedo en los labios.
Siguió a Youssefa a una pequeña cocina moderna, toda blanca y de acero inoxidable.
– Continúa tú. -La chica señaló hacia la ventana de atrás-. Eso da a la rue Crespin du Gast.
Empezó a caminar hacia la ventana, pero de repente se dio la vuelta, cogió a Youssefa de los brazos, se los puso detrás de la espalda, y la tumbó encima de un tambaleante taburete de cocina.
– Dime qué significa XT196 -le ordenó, inclinada sobre ella-. O no me voy a ninguna parte.
Por un instante, se sintió algo arrepentida cuando Youssefa empezó a respirar agitadamente y a sollozar de miedo. Pero ya era demasiado tarde para echarse atrás.
– Youssefa, Eugénie le pasó algo a mi amiga antes de que su coche explotara. -Dejó de apretarle los brazos con tanta fuerza-. Dios mío, Youssefa, ¡ocurrió delante de mí! Tengo que saber por qué -le dijo-. No sólo Dédé, alguien más va detrás de mí.
– Me ma-a-a-a-tarán -dijo la chica entre sollozos.
– ¿Por qué?
– Yo saqué esas fotos… ¡Me obligaron!
Aimée sintió la boca seca.
– ¿Quién te obligó?
– No es general, pero lo llaman así-le respondió ella-. Le gusta que la gente lo llame así. Le gusta andar con su ejército.
¿Se había sentado en el arque, de uniforme?
– ¿Cómo se llama?
– Lo conocen como el General, eso es todo.
– Youssefa, ¿por qué te obligaron a sacar esas fotos? -le preguntó. Una parte de ella no quería saber la razón, era demasiado horrible.
– D-d-d-documentación.
Youssefa cerró los ojos.
Aimée recordó las expresiones de las caras de las fotografías. Cómo tenían los números sujetos a las camisas o prendidos en la piel del pecho desnudo. Prendidos en la piel. Como si fuera una marcación temporal.
Se dejó caer en un taburete al lado de la chica.
De niña, había visto ganado en los pastos al lado de la granja de su abuela, en Auvernia. Las vacas tenían unos números grapados en las orejas para distinguirlas de las que iban camino del abbatoir. Soltó un grito ahogado.
– XT… significa «exterminio», ¿verdad? -le preguntó Aimée, que no esperó a que respondiera-. Y196 sería la división militar de la zona, según los mapas del ejército argelino.
Youssefa se tapó la cara con las manos. Le temblaba el cuerpo.
Esa respuesta era suficiente para ella.
– Querían dejar constancia de aquello, ¿verdad?… o era lo que él quería, el hombre a quien llaman General -le preguntó Aimée-. Los campesinos, los disidentes, y cualquiera que pudieran tachar de fundamentalista, ¿no es así?
Al final, Youssefa asintió.
– Mi familia tenía una tienda de fotografía. Vendíamos cámaras, revelábamos carretes de fotos. Un día, el ejército reunió a todo el mundo en la plaza, y nos llamó fanáticos islámicos -murmuró ella-. Nos metieron en camiones que transportaban cereal y nos llevaron a las afueras del bled. Nos dejaron cerca de unos enormes cobertizos donde guardaban trigo. Alguien les había dicho que sabía de fotografía. -Se frotó el ojo bueno-. Me pusieron una Minolta en la mano, una caja de carretes a los pies, y me dijeron: «Dispara».
Horrorizada, Aimée pensó en todas esas caras.
– Me llevó días -siguió Youssefa en un tono de voz que curiosamente se volvía cada vez más distante-. Al final, no podía ni mover los dedos ni ponerme de pie. Me hicieron esto. -Le enseñó las cicatrices y el ojo-. Pero sobreviví. Se lo debo a las víctimas. Por eso escondí los negativos. A los militares no les importó, lo único que querían eran copias impresas en blanco y negro.
Como en Camboya, pensó Aimée, asqueada. Asesinatos en masa de inocentes llevados a cabo por los militares. Masacrados por su ejército, que dejaba al descubierto su propia locura.
– ¿Cómo saliste de allí?
– Me ayudó ella -fue su única respuesta.
– ¿Eugénie?
– Es la prima de mi contacto en el afl.
¡Claro! Aimée recordaba el panfleto de la huelga de hambre del afl con el nombre de Youssefa en él, y que Sylvie era socia desde la Sorbona. Ahora todo tenía sentido.
– Sylvie Cardet era conocida como Eugénie Grandet -dijo Aimée.
Youssefa se encogió de hombros.
– No lo sé.
– Pero ¿qué hacia ella con esas fotos?
Youssefa miró hacia abajo.
– Se las enseñé, le hablé de las masacres -respondió la chica-. Entonces Eugénie descubrió que todo era una farsa.
– ¿Una farsa? -preguntó preocupada Aimée.
– La misión humanitaria-le explicó Youssefa-. Los fondos van a parar al ejército, que se recupera y compra excedente militar.
Aimée negó con la cabeza. Le costó creerse la segunda parte.
– ¿Qué quieres decir? -le preguntó-. ¿Cómo puede funcionar?
– Excedente militar francés; he visto camiones llenos de gafas de visión nocturna -le contestó Youssefa-. Algún idiota se jactó de que había treinta mil pares, ¡a sólo dos francos cada uno! Eran tan barata, dijo él, que el General compró todo el lote.
La misión humanitaria… Philippe estaba involucrado. No era de extrañar que quisiera que cerrase la boca.
– ¿Qué tiene que ver con los huelguistas del afl de la iglesia?
– Eugénie confiaba en Mustafa Hamid -dijo Youssefa-. Varias veces me dijo que si me metía en líos acudiera a Hamid. Eso es todo.
– ¿Qué pasó con ellas?
– Le di el resto de las fotos a Zdanine -le explicó Youssefa-. Me dijo que se las daría a Hamid, y que conseguiría que hablara con él.
¡Zdanine! Seguro que por un precio escondió las fotos y se las dejó a Dédé en aquella casa abandonada. Los mecs de Dédé las recuperaron, pero ella y René los sorprendieron en el parque.
– No destruiste los negativos, ¿verdad?
Youssefa apartó la mirada.
– En buenas manos.
– Dame una hoja de contactos.
Youssefa se apartó.
– Necesito tener pruebas si quieres que los detenga.
Ella negó con la cabeza.
– Eso es lo que me dijo Eugénie.
Suavemente, la cogió de su desfigurada cara y la giró hacia ella.
– Confía en mí -le dijo con tanta bravuconería como pudo-. Lo creas o no, me gano la vida con esto. Y también van detrás de mí.
En los tristes ojos de Youssefa, vio que tenía su consentimiento.
La chica la llevó a la habitación por la que entraron, con las fotos de Piaf y el vestido negro. Youssefa abrió un armario de madera, que olía a una mezcla de humedad y lavanda. En los estantes, Aimée descubrió una fila de zapatos negros pequeños, algunos con una tira en forma de te, otros sin puntera, todos de los años treinta y cuarenta. Se los quedó mirando. No eran más grandes que su mano.
– ¿De Piaf?
Youssefa asintió.
Para haber sido una mujer tan pequeña, pensó Aimée, Piaf había conmovido al mundo.
Youssefa buscó en el estante de arriba, donde había hileras de guantes de niño amarilleados.
«En buenas manos», había dicho ella.
La chica sacó un sobre, le echó un vistazo, y se lo entregó a Aimée.
– Estas muestran las pilas de cadáveres. -Bajó la mirada-. Quedan más pruebas en el desierto, a cincuenta kilómetros de Orán. Huesos blanqueados por el sol.
Pensó en las palabras de Gaston. Su experiencia en la misma parte de Argelia. La historia se repetía de una forma triste y retorcida.
Aimée salió cuidadosamente por la ventana trasera de la cocina, bajó por la oxidada escalera de incendios a un patio asfaltado. Caminó por él, y salió a la rue Crespin du Gast. Anduvo dos manzanas hasta el apartamento de Samia.
Llamó a la puerta. No hubo respuesta.
– Samia, soy Aimée.
Lo único que oía era el estruendo de música raï con un ritmo tecno.
Lo intentó con el pomo. Cerrado con llave.
Si Samia tenía miedo, ¿por qué tenía la música tan alta?
Regresó con pasos pesados al patio. Estaba lloviendo con fuerza. Se levantó el cuello de su abrigo, y pasó por delante de la carnicería tapiada. La fachada estaba cubierta de carteles despegados. Se dirigió al lugar al que daba la ventana de la cocina de Samia.
Y fue entonces cuando vio el reloj naranja fosforescente en el empedrado. Se agachó, y lo cogió del suelo. El corazón le latía con fuerza.
– ¿Estás aquí?
El sonido del agua de lluvia en una alcantarilla fue la única respuesta que recibió.
Se acercó poco a poco al pasadizo, que apestaba a orina y bordeaba el hammam. Y fue entonces cuando vio a Samia tumbada contra la pared de piedra.
– Samia, ça va?
Pero cuando Aimée se acercó, se quedó inmóvil.
Tenía una herida rojo oscuro en el pecho que manchaba su conjunto de color melocotón, y en sus ojos abiertos caían las gotas de lluvia. Aimée lanzó un grito ahogado y se arrodilló a su lado.
– Eres demasiado joven -susurró ella y le cogió las manos. Frías.
Heladas.
Sintió una punzada de culpabilidad. Se suponía que tenía que proteger a la espabilada y aniñada Samia.
Le cerró los ojos, rezó una oración, y le prometió justicia.
Marcó el 17 del samu en el móvil, dijo dónde estaban, y esperó a oír la sirena antes de entrar disimuladamente en la calle.
¿Adónde iba Samia? ¿Por qué aquí? Aunque eso era trabajo de los flics, pensó ella, circunspecta. Dédé había estado a dos manzanas de allí buscándola; había hablado en serio cuando le dijo que morirían más personas.
Tenía pavor a llamar a Morbier. No sabía cuándo telefonear. Pero al final, a una manzana de distancia, en una esquina mojada de la rue Moret, lo llamó. No quería que lo supiera por las noticias ni por la radio de los flics.
– La he fastidiado, Morbier -dijo ella.
– ¿Buenas noticias, Leduc?
Le oyó encender una cerilla, e inhalar después.
– Malas. Samia ha muerto.
El silencio de Morbier pareció durar una eternidad. Sabía que esta noticia lo heriría en el alma.
– Nom de Dieu -suspiró él-. Soy tan estúpido.
– Desolé, Morbier. -Se le llenaron los ojos de lágrimas-. Es mi culpa.
¿Por qué no había obligado a Samia a quedarse en el coche? ¿Por qué no había cuidado de ella hasta haber conseguido el contacto del plastique?
– A ti también te dispararon, ¿ver dad, Leduc? -dijo finalmente Morbier, con voz triste y cansada-. ¿Dónde estás?
Se lo dijo.
– Sal de ahí, Leduc. Empieza a caminar. ¡Ahora!
Chocó contra el letrero de la calle, corrió hasta llegar a la rue de Belleville, y allí paró un taxi. Ahora irían por ella con más firmeza. Decidió tomar una determinación; ella también sabía jugar duro. Le dio al taxista cien francos y le dijo que si llegaba al Ministerio de Defensa en menos de treinta minutos le daría otros cien.
Veinte minutos más tarde, en la zona de recepción del ministerio, Aimée le dijo a la secretaria de Philippe, en un tono de voz muy bajo y cortés que tenía que ver a le ministre immédiatement!
La secretaria le informó a regañadientes de que el ministro estaba ocupado. Tenía reuniones de alto nivel que atender, pero que se pondría en contacto con ella a lo largo del día.
Aimée le respondió, en un tono de voz ligeramente más alto que un susurro, que si él no la recibía, la sangre de inocentes mancharía su blusa de seda, y ninguna limpieza en seco podría deshacerse de ella. La secretaría parpadeó, pero siguió negándose. Sin embargo, cuando Aimée amenazó con irrumpir en la reunión, se levantó alarmada y la acompañó a una oficina adyacente.
– Oui?-dijo Philippe instantes después.
Sus ojos demacrados y su andar encorvado proyectaban un aire de derrota. Algo nuevo para Philippe. Patético, pensó ella, y sintió lástima por él. Pero por poco tiempo.
– Philippe, tengo pruebas de que la misión humanitaria es una farsa -dijo ella-. Y alguien te está chantajeando.
La mirada del hombre era de alarma. Dio un paso hacia atrás. Se oyó un murmullo de voces de fondo, unos papeles crujían bajo una resplandeciente araña. El se giró y cerró la puerta.
– Ahora estoy en una reunión con oficiales de mi departamento -le dijo en un tono de voz tenso-. No puedo hablar.
No lo había negado. Y tenía un aspecto enfermizo.
– No hables, Philippe -dijo ella-. Puedo ayudar. Sólo escúchame.
Había cambiado después de sus amenazas en el canal Saint Martin. Parecía casi dócil y tan derrotado. Puede que fuera su oportunidad. Cogió una silla Luis XV dorada y tapizada y la puso cerca de él.
– Siéntate. Dame tres minutos -le dijo mientras lo acercaba a la silla.
Por un momento, pensó que se negaría, pero se sentó. Era un comienzo.
– No sabías que los fondos iban al ejército argelino, ¿verdad? -No espero a que respondiera-. Claro que no, confiaste en Hamid, en Kaseem y en Sylvie. ¿Por qué no? Eran tus amigos desde la Sorbona. Cuando a finales de los sesenta, salió a la luz la represión francesa, el legado que se dejó en una Argelia destrozada por la guerra, te uniste a lo que se convirtió en el afl.
Miró a Philippe. El parpadeaba y se frotaba los pulgares.
– ¿Qué pruebas tienes?
– Escúchame hasta el final, Philippe -le dijo ella-. Hamid profesaba el islam a su manera. Estoy segura de que admirabas sus métodos pacíficos y cómo aceptaba a todo tipo de gente. Contribuiste discretamente al afl cuando entraste en el ministerio.
Aimée hizo una pausa: ahora venía la parte fea.
– Kaseem había vuelto a Argelia. Ganaba dinero abasteciendo al ejército de alguna manera. Pero no lo sabías. Hace seis años, Sylvie volvió a entrar en tu vida.
Philippe negó con la cabeza.
– No era mi amante.
– Lo sé. Te convenció para que financiaras esta misión humanitaria mientras te inflaba tu cuenta bancaria. El proyecto revitalizó el sector 196, una tierra devastada y estéril desde la guerra de Argelia en los sesenta. Se pudo proporcionar sistemas de riego, trazar un nuevo mapa de la región, construir carreteras, una central eléctrica y viviendas. Después de todo, pensabas que ayudaba a los más afectados. Creías en la misión, querías que tuviera éxito. Era para las tribus desprotegidas del bled, no para los políticos ni los militares. Creíste a Kaseem. También Sylvie y Hamid. Era tu amigo. Tu viejo amigo.
Philippe le estaba prestando atención, estaba llegando a él.
– Pero entonces te topaste con la realidad cuando aparecieron las fotos XT196. No había ni nuevos asentamientos, ni carreteras, ni campos regados.
Sólo ejecuciones del escuadrón de la muerte y armas para los militares. Sylvie rápidamente sintió remordimientos. Tú también, Philippe. Pero Dédé, uno de los mecs contratados por el General, la hizo saltar por los aires cuando amenazó con sacar la verdad a la luz.
El negó con la cabeza.
– Dejaste de financiar el proyecto. Por eso estás escondiendo a Anaïs -continuó ella-. Planeaban secuestrarla, usarla como cebo para obligarte a financiar el proyecto. Pero me metí en medio.
La mirada de Philippe ardía de ira.
– ¡Tú siempre estás en medio!
Se abrió la puerta y la luz del pasillo iluminó la estancia.
– Philippe, te estamos esperando -dijo Guittard, el hombre rubio que recordaba de la cocina de Philippe. Ignoró a Aimée, y miró de frente a Philippe golpeando el suelo con sus mocasines de marca-. Han presentado la resolución. ¡Levántate, hombre! A menos que propongas otra iniciativa, la misión se va por el pissoir.
– ¿Y por qué no, monsieur?-dijo ella.
Pero ya se habían ido.
Habían asesinado a dos mujeres, pero eso no parecía influir en el buen funcionamiento del gobierno. El dinero sí. Por lo menos la misión no sería financiada. Pero alguien tenía que pagar, se dijo Aimée.