Bernard Berge se quedó de pie entre la multitud de enfaenados policías. A su alrededor, se oía el zumbido de las interferencias de los walkie-talkies, pisadas fuertes de botas, y débiles y valiosos murmullos de voces. Si pudiera hacer que se le movieran los dedos para ponerse los auriculares, su cuerda de salvamento, como ellos los habían llamado, a través de los cuales estaría en comunicación constante con el equipo de negociación.
– ¿Qué digo… ante las demandadas de los secuestradores?
Sus manos temblaron al intentar ponerse los auriculares.
– Discuta las ramificaciones -le contestó el ministro Guittard, quien se abrochó la chaqueta protectora y se dirigió a su séquito.
– Pero, ministro, ¿lo entenderá?
– Berge tiene razón -dijo Sardou, mientras consultaba una hoja impresa-. Este hombre, Rachid, de veintiséis años, ha llegado recientemente de Orán, Argelia. Es lavaplatos en la sala de té de la mezquita.
– Averigüe qué es lo que quiere, qué demanda el afl -dijo Guittard volviéndose hacia Bernard-. Acceda a todo lo que pida.
Bernard tragó con fuerza.
– Quiere decir que tengo poder para…
Guittard lo interrumpió.
– Prométale que tendrá una cuenta en un banco suizo, un avión privado de vuelta a Orán, lo que sea para que se ponga delante de esa ventana. -Señaló la ventana que estaba directamente en el punto de mira del equipo de tiradores que se encontraba en el tejado opuesto-. ¿Entiende, directeur Berge?
Berge asintió con inquietud. Sintió la mirada de halcón de Sardou.
– Entonces, lo he dejado claro, n'est-ce pas? -Sonrió y le dio una palmadita a Berge en la espalda-. ¡El ministerio se considera afortunado de tener hombres como usted!
Un fuerte griterío llegó a sus oídos. El capitán de las crs se unió a ellos, jadeante. Llevaba guantes de plástico y en la mano un sobre.
– Lo han tirado por la ventana del tercer piso -le informó él.
Sardou gritó unas órdenes a un técnico de bata blanca, que extendía plástico sobre una mesa de madera. Un equipo de laboratorio colocaba polvos, cepillos y sustancias químicas en un surtido de frascos de colores.
– Merci, capitán. Ponga el sobre encima de la mesa.
Mientras un técnico sometía el sobre a una rápida serie de pruebas con polvos, los otros extraían el contenido con unas pinzas.
Guittard, incapaz de disimular su impaciencia, pareció estar a punto de agarrar el contenido.
– Tenemos que ver si es de Rachid, ministro -dijo él-. Podría ser de uno de los rehenes, que nos quiere dar alguna pista sobre dónde están.
Bernard Berge se estremeció.
Era un dibujo hecho con lápices de colores de lo que era claramente una iglesia y su aguja, con gente de piel morena dentro, y un hombre con bolsas oscuras debajo de los ojos con un librito azul marino en la mano. El dibujo de un hombre hecho simplemente con trazos de líneas, con tubos alrededor del pecho estaba firmado con letra burda «La Bombe Humaine». El negociador lo estudió.
– Se está llamando a sí mismo la Bomba Humana -concluyó él.
Unos minutos más tarde, se dirigió a Bernard.
– Es usted. Conoce su cara bien. Supongo que el libro azul marino son los permisos de residencia. Se entregará si los inmigrantes son puestos en libertad. -El negociador se volvió hacia el grupo-. También es analfabeto. Esa es mi interpretación.
El ministro Guittard observó con su penetrante mirada a Bernard.
– Bien -dijo mientras se frotaba las manos-. Ya sabe lo que hay que hacer.
Bernard Berge asintió.
– Ministro, hay un tema que me gustaría aclarar.
– Vite -dijo Guittard mientras le daba a Bernard golpecitos con los dedos en el hombro-. Tiene que entrar ya.
– Si lleva dinamita -Bernard hizo una pausa-, ¿no explotará el edificio si le disparan?
Sardou miró a Guittard. Bernard también.
– No si lo desconectas. Convéncelo de que no lo haga-dijo Guittard con una sonrisa forzada.
– Disculpe, ministro, no es tan simple -dijo el comandante de la brigada antibombas que salió de detrás de Sardou-. Berge tiene que buscar un dispositivo del hombre muerto. Es algo que el hombre lleva consigo todo el tiempo. Si lo suelta, el circuito se cierra.
Bernard tenía los ojos como platos del miedo. Gotas de sudor le salpicaban el labio superior.
– Una detonación remota es diferente -continuó el comandante-. Normalmente se hace con un par de cables y una palanca, quizás un botón rojo. Es como el manillar de una bicicleta, con cables y un interruptor colgando. Algo que tendría que detonar manualmente.
Bernard sabía que iba a morir.
Esperaba que su ropa interior estuviera limpia y que hubiera actualizado su testamento. Y sobre todo, esperaba que su madre lo enterrara en un cementerio cristiano.
– Tómeselo como si fuera una típica reunión en el ministerio -le dijo Guittard, y le dio una palmada cordial en el hombro-. Como cuando tiene que tratar con un advenedizo. Es el mismo principio, directeur Berge. Bonne chance!
El ministro Guittard pasó a toda prisa por delante del grupo en dirección a la multitud de periodistas ávidos de noticias.