Una ligera llovizna salpicaba las gafas de Aimée. De la acera mojada que había delante de Notre-Dame de la Croix subía un olor a lana húmeda.
En medio de la lluvia, del ruido y de la gente, sintió que alguien la miraba.
A Aimée se le puso un nudo en la garganta. ¿La había seguido alguien del circo o era el objetivo de algún mec de la calle?
Levantó la vista.
Yves la estaba observando desde el otro lado de la barricada. Su anorak azul marino brillaba por las gotas de lluvia.
Su mirada la atrajo hacia él como si la llevara hacia un objetivo. Atrapada en su campo magnético, no pudo resistirse.
Y de repente, ya estaba a su lado.
– ¿Perfume nuevo? -murmuró él, mientras la policía le indicaba que fueran hacia el final de la barricada.
– ¿Tiene esto algo que ver con la forma en la que transformo el aire?
– La otra noche llevabas verbena de limón -dijo él mientras les hacía un gesto con la cabeza a los otros periodistas.
– Qué buena memoria tienes -dijo ella.
– Te sorprendería -le dijo él- lo que recuerdo.
Aimée apartó su mirada.
– ¿Visitando los barrios bajos o buscándome?
– Trabajando -le contestó ella.
– Tienes que cargar la batería del móvil -le dijo él mientras enseñaba su pase de prensa en la barricada-. Así la gente puede ponerse en contacto contigo más fácilmente. Lo he estado intentando desde esta mañana.
– Todo el mundo puede contactar conmigo, ¿por qué tú no?
Tonta. ¿Por qué le estaba dando a entender que eso la molestaba?
Sintió su aliento cálido en el lóbulo de la oreja, y su barba crecida le rozó el cuello cuando se volvía de nuevo hacia un policía. Olía igual que siempre. El aroma a misterio de Yves.
No quería perder el tiempo con alguien que entraba y salía de su vida cuando le apetecía. Y menos aún quería sentir lo que sentía; no podía manejar bien sus sentimientos.
Aunque Yves la podía ayudar.
– Mira, tengo que entrar en la iglesia -le explicó ella-. Di que vengo contigo.
– Quieres usarme -dijo él. No esperó a que ella respondiera-. No te olvides de abusar de mí después.
– Si tienes suerte -dijo ella, e intentó no sonreír.
– Deja que hable yo. Bonito detalle.
– ¿A qué te refieres? -le preguntó ella, sin hacer caso a sus sentimientos.
– A las gafas.
Aimée frunció el ceño, y sintió una breve decepción.
Él se inclinó hacia delante y susurró:
– La policía cree que eres la asistente de Martine. Por ahora, que siga siendo así.
Lo siguió. Pasaron ante una anciana con la dentadura postiza mal ajustada, y que le gritaba a un periodista con micrófono. El vaivén de la multitud, que gritaba «¡Dejad que los sans-papiers se queden!», contrastaba con los antidisturbios, con sus rostros impasibles detrás de sus viseras transparentes e inastillables, y sus porras en las manos. Legitimada por la acreditación de prensa y acompañada de Yves, Aimée atravesó las barricadas de madera de la policía.
Una vez dentro de la iglesia, Yves le hizo un gesto para que esperara. Se acercó a un hombre con barba que vigilaba el confesionario. Inquieta, Aimée se agachó al lado de la pila de agua bendita. ¿Y si no encontraba a Zdanine?
El incienso se mezclaba con el sudor. Hombres de rostros negros como la obsidiana y vestidos con camisas de poliéster de color pastel brillante estaban tumbados sobre los bancos de madera. El blanco de sus ojos reflejaba el brillo de las velas derretidas. El murmullo de las conversaciones resonaba en los pilares abovedados. Una mujer regordeta de tez color miel, vestida con una djellaba granate, escribía en una pizarra. Unos adolescentes en chándal estaban sentados delante de ella en el suelo de piedra. Ella los amonestó en árabe, y varios levantaron la mano.
Aimée sintió que alguien le tiraba del brazo, y se giró. Un hombre de pelo largo, con alzacuello, pantalones de pana, y mocasines gastados le sonreía.
– Soy el abbé Geoffroy -se presentó él-. Mi esperanza es que usted informe sobre la difícil situación de esta gente.
E hizo un gesto que abarcó toda la iglesia gótica.
– Bonjour, abée Geoffroy -le dijo Aimée, y le dio la mano-. Tengo entendido que un ministro está negociando para conseguir permiso para que estos inmigrantes se queden en Francia.
– Espero que no sea demasiado tarde -dijo él. Frunció el ceño y se puso un mechón de pelo suelto detrás de la oreja-. Los diez huelguistas están en su vigésimo día.
Se fijó en lo delgados y apáticos que estaban los hombres de los bancos. El cura y ella se dirigieron hacia unas sillas del coro de madera oscura y respaldo alto.
– Pacifistas -dijo él-. Muchos son refugiados políticos de Argelia, Malí, Senegal. Enviarlos de vuelta a sus países, sería como enviarlos a su ejecución.
– Eso es lo que no entiendo, abbé-dijo ella. Delante de ellos, el retablo estaba bañado por un resplandor malva que provenía de las vidrieras que rodeaban la nave-. Me parece que va en contra de su filosofía.
– Cada hora rezo por ellos.
– Por favor, no se ofenda, ¿pero no hay nada más concreto que se pueda hacer?
– Las facciones disidentes han tomado el mando -le explicó él.
– ¿Me puede decir quién es Zdanine?
La expresión del abbé Geoffroy era de dolor.
– Se ha ido -dijo él.
– ¿Cómo puedo contactar con él?
– Le perdí la pista -le contestó él negando con la cabeza-. Lo siento.
Aimée le quiso hacer más preguntas, pero Yves la llamó con señas. Se disculpó, y se unió a él.
– Acaban de terminar de rezar -le informó él, y le entregó un velo negro-. Ponte este hijab en la cabeza. Hamid es como un imán, y esto una muestra de respeto.
De los imanes sabía que eran líderes religiosos o personas que oficiaban en una mezquita. Todos los bidonvilles o barrios de chabolas tenían uno.
– ¿Allanará esto el terreno de juego o ganaré puntos? -le preguntó ella con las cejas arqueadas, mientras se ponía el velo.
– Olvídate -le contestó Yves-. En el islam, como mujer, no te permitirían siquiera ponerte al mismo nivel. Pero Hamid es único, es un hombre que trabaja para unir a los islamistas estrictos y a los beurs, pasando de puntillas sobre el legado colonial francés.
De nuevo esa palabra, la contraseña de Sylvie. Quería saber más, pero Yves ya iba delante.
En la parte de atrás, en un altar lateral, varios hombres vestidos con túnicas estaban sentados sobre alfombras de rezo. Yves señaló a Hamid con la cabeza, que llevaba un casquete. Sus profundos ojos negros acusaban fatiga. Su larga barba negra, salpicada de canas, subía y bajaba con su pesada respiración.
– Junto con mis hermanos africanos, no consumo comida alguna -les explicó él, antes de que pudieran hablar siquiera-. Me mojo la lengua como único sustento. Muerto, no serviría para nada.
La boca de Hamid despedía un aliento ácido desagradable. Aimée sabía que esa era una característica del hambre extrema, que indicaba que en el cuerpo se estaba produciendo un equilibro negativo. Le dio un escalofrío. Esto lo causaba el hecho de que el cuerpo se estaba consumiendo a sí mismo, literalmente.
– Le agradecemos que nos conceda esta entrevista -le dijo Yves, y se sentó.
Aimée hizo lo mismo, y se agarró el velo mientras bajaba la cabeza. Hamid no parecía mayor, aunque no sabría decirlo.
– Su lema… -empezó a decir Yves.
– El lema del afl -lo interrumpió Hamid-, creado por gente oprimida que exige sus derechos, es el mismo.
– ¿Puedes comentarnos algo la situación? -le preguntó Yves-. ¿O quieres hacer algún comentario sobre las facciones fundamentalistas de las que se rumorea que están intentando tomar el control del afl?
– A veces uno tiene que doblegarse como la rama de un sauce a la voluntad de Alá o mantenerse firme como una barra de hierro.
Aimée estudió a Hamid mientras este hablaba. Fuera su actitud, el leve tic que tenía en los labios, o el sexto sentido de ella, dudaba de que él quisiera esas luchas internas o la publicidad. Hamid no mentía muy bien.
– ¿Te molesta el hecho de que tus seguidores se refieran a ti como a un mahgour, un intruso? -le preguntó Aimée.
– Todos somos hijos de Alá y, algunos, sus discípulos -dijo simplemente Hamid.
– Discúlpame -dijo Aimée mirando a Hamid, pero manteniendo la cabeza gacha-. ¿Cómo puede asegurarles a estos sans-papiers que 8e quedarán aquí?
– Estamos esperando a que el ministro actúe, seguros de nuestra» convicciones. -Los ojos oscuros de Hamid reflejaban dolor, y le fallaba la respiración-. El objetivo del afl es el mismo. La cooperación mutua resolverá este conflicto.
– ¿Conocías a Eugénie Grandet?
– Perdonadme, pero la fatiga me absorbe toda la energía -les dijo Hamid.
Frustrada, lo examinó. Sus pómulos hundidos le arrugaban la cara. Tenía los párpados casi cerrados, y el blanco absoluto de sus ojos brillaba de forma sobrecogedora bajo sus pupilas. Aimée vio cómo Hamid parpadeaba. ¿Estaba en trance o a punto de desmayarse del hambre?
Quería saber más sobre sus negocios con Eugénie.
– Hamid tiene que reservarse para la oración. Por favor, den por finalizada la entrevista-les dijo un ayudante.
– Respeto sus obligaciones, pero él accedió a este encuentro -le contestó Yves.
– Más tarde. Ahora debe descansar.
El ayudante se abrió paso hacia ellos.
A regañadientes, Yves se levantó, y Aimée hizo lo mismo.
– El Corán enseña al espíritu a vivir entre los hombres -le explicó Hamid a Yves, en un tono de voz apagado-. Es un código de vida no hacer daño a tus hermanos. Debes decirle eso a la gente.
El ayudante les hizo señas para que volvieran al vestíbulo. Se quedó vigilando hasta que los vio marchar.
– Ni siquiera han sido cinco minutos de entrevista -dijo Yves, afligido-. Parecía enfermo.
– Está débil -le dijo ella, y lo llevó aparte-. Pero está encubriendo algo.
– ¿Quieres decir que está mintiendo? -le preguntó él-. Los imanes tienen inmunidad, como los curas. Pueden ser creativos con la verdad, y sus seguidores se lo creen. Los periodistas, como yo, tenemos problemas con eso.
De camino a la salida, Aimée vio a una mujer bereber, con las manos pintadas con henna y los pies descalzos y encallecidos, que se había quedado dormida apoyada en la pila de agua bendita. La mujer tenía la boca abierta, y metía y sacaba la lengua como si estuviera saboreando el aire, como hace una serpiente para buscar su camino. Quizá debería hacer lo mismo, pensó Aimée, y descubrir quién me atacó en el cirque y quién le puso la bomba a Sylvie.
De repente, la anciana abrió los ojos, y se sentó muy erguida, arrastrando su deshilachado caftán negro por el suelo. Miró furiosa a Aimée, y entonces la apuntó agitando el dedo. En su muñeca tatuada lleva un brazalete de plata, que destacaba sobre su piel oscura.
– Hittistes-le dijo ella, pronunciando la primera «s» de forma sibilante.
– Comment, madame?
La señora murmuró para sí. Yves le tiró de la manga a Aimée.
– Vámonos -le dijo él.
Cuando Aimée pasó a su lado, la mujer emitió una serie de lamentos desgarradores, unos espeluznantes ululatos. Por lo que sabía, la mujeres árabes hacían eso cuando estaban angustiadas o de luto.
Aimée se arrodilló sobre la fría piedra, y le puso la mano encima de la rodilla. Unas cicatrices recorrían los curtidos brazos de la mujer.
– Dígame qué quiere decir, por favor -le pidió ella.
La señora habló rápido en árabe gutural. Lo único que entendió fue hittiste y nahgar, que la mujer repetía una y otra vez. Puso su mano tatuada sobre la de Aimée, golpeó su corazón con la otra, y la soltó.
Fuera, cuando dejaron atrás la aglomeración de gente, se volvió hacia Yves. Estaban al otro lado de los autobuses aparcados en la place Chevalier. Yves apoyó su mochila en un montante de piedra, y metió dentro su grabadora y sus cuadernos.
– ¿Tienes idea de qué quería decir la mujer? -le preguntó Aimée.
– Los hittistes son los jóvenes desempleados que se pasan todo el día en la calle -le explicó él-. Vaguean por los bidonvilles al igual que hacen en Orán, Constantina y Argel.
Aimée se preguntó si los hittistes formaban la facción disidente que se había unido a la iglesia. Como Zdanine.
– ¿Y nahgar?
Frunció la boca, pensativo.
Ella recordó sus estrechas caderas, y cómo él le hacía sentir. Déjalo ya, se dijo a sí misma, y apartó esos pensamientos de la cabeza.
– Sé muy poco de árabe -le dijo él-, pero tiene algo que ver con humillar a la gente, con abusar del poder.
¿Había intentado decirle la mujer bereber que los hittistes estaban minando la causa de los inmigrantes?
– Pensaba que el gobierno argelino fomentaba un islam oficial compatible con los ideales sociales. O al menos lo intentaban.
Yves se encogió de hombros.
– Esto no es una simple protesta, es algo más, ¿verdad? -le preguntó ella.
– En Argelia -le contestó Yves-, los oponentes fundamentalistas acusan al grupo de Hamid de llevar a cabo operaciones de intercambio de armas por drogas en Europa, y de que está siendo apoyado por los regímenes islámicos más represivos del mundo árabe.
– Pero él no es así en absoluto. El afl financia la educación adulta y programas de comida.
Aimée buscó cigarrillos en el bolsillo de su chaqueta. No encontró ninguno. Se paró al lado de Yves en la esquina de la rue du Liban y encontró chicles Nicorette en el bolsillo. Las palabras de él tenían sentido, pero no estaba segura de hasta qué punto. Se metió un chicle en la boca y masticó con furia.
Yves continuó.
– Muchos creen que el objetivo a largo plazo de los fundamentalistas es crear la umma islamiyya, un imperio islámico, como respuesta al depravado Occidente, que para ellos está condenado al infierno, aunque lo utilicen como refugio y como vía de acceso a los medios de comunicación.
– ¿Quieres que saque mis propias conjeturas, o tienes preferencia por alguna teoría? -le preguntó ella, envolviéndose en la chaqueta para protegerse del aire frío. Era verdad que conocía la materia, pensó ella, pero es que era un periodista destacado.
– Argelia está sumida en una guerra civil -le explicó Yves. Sacó un pequeño cuaderno y apuntó unas notas rápidamente-. Una guerra que pasa desapercibida, sobre la que se informa de manera deficiente, o raras veces se destaca en la cnn. Es una lucha por el poder entre los militares radicales y las estrictas fuerzas islámicas que quieren gobernar el país.
Aimée asintió. Aquello tenía sentido.
– Les barbes, entre otros, alimentan esa guerra. Pero les barbes, los estudiantes religiosos y los predicadores desde sus mezquitas adoptan la túnica blanca, el solideo y la barba del mullah tradicional. La diferencia radica en su fanatismo. La marca del oeste del islamismo fundamentalista.
– ¿El gobierno argelino desautoriza a les barbes?-le preguntó ella.
– A veces -le contestó él-. Claro que nos acusan a nosotros, los periodistas, de simplificar excesivamente las conexiones políticas y religiosas, como que el Estado está estructurado de forma secular, enfrentado a los oponentes religiosos.
– No estoy segura de si te he entendido bien, Yves -le dijo ella-. Pero escúchame hasta el final.
Unas nubes que se movían veloces oscurecieron el sol de nuevo, dejándolos en la penumbra. Las chimeneas salpican los tejados. Tuvo una idea.
– ¿Y si Hamid ha perdido el control interno del afl? -dijo ella-. Digamos que una facción fundamentalista rebelde se escinde del grupo para ganar reconocimiento y publicidad. Pero Hamid admite la superioridad de la facción para que la causa no esté perdida, se encuentra, después de todo, en huelga de hambre y tiene principios, así que los fundamentalistas consiguen cobertura en los medios, y Hamid que los inmigrantes no sean deportados.
Aimée negó con la cabeza.
– No creo que sea tan simple, los acontecimientos no tienen lógica.
– Demasiado simple -asintió él.
– ¿Podría ser que esta crisis esté siendo una imitación de lo que está ocurriendo en Argelia?
– Buena observación -dijo Yves, y se encogió de hombros-. O todo podría ser humo y espejos.
De nuevo el humo y los espejos.
Hubo algo de lo que no hablaron. Se imaginó que su esposa le debía estar ocupando su tiempo. Tenía la terrible sensación de que las cosas con Yves llevaban a una pared de ladrillos. A un callejón sin salida. Deseaba no tener tantas ganas de que Yves pasara la noche de nuevo con ella.
Actúa inteligentemente. Sería mucho mejor cortar por lo sano, y alejarse. No esperes a que te diga que ha vuelto con su mujer.
Aimée se dio la vuelta y le dijo:
– Yves, tengo que irme.
– ¿Te estás haciendo de rogar, Aimée? -le dijo él con una sonrisa-. Eso te llevará muy lejos.
Él la atrajo hacia sí, y ella deseó que no lo hubiera hecho.
– No era eso lo que quería decir -dijo ella, que luchaba por encontrar las palabras adecuadas para expresar sus sentimientos. ¿Por qué no podía decirlo? Yves, que no dejaba de acariciarle el cuello, no ayudaba. En absoluto.
Un taxi frenó con un chirrido delante de ellos. Varios corresponsales y fotógrafos le gritaron a Yves para que se diera prisa y entrara si quería que lo llevaran al aeropuerto. El la besó con fuerza.
Y desapareció.
Había entrado y salido de su vida otra vez. Y ella le había dejado hacerlo.
Entró en el café más cercano, dejó su bolsa en el suelo, y pidió una copa de vin rouge. Quizá le ayudaría a ahogar su indecisión.
– Mademoiselle Leduc? -dijo tras ella una voz con un ligero acento.
Cuando se dio la vuelta, vio a Kaseem Nwar sonriendo a su lado en la barra. Había varios hombres y mujeres allí de pie, y por un instante no sabía de qué lo conocía. Y entonces lo supo. Era más atractivo de lo que recordaba, con un abrigo largo de lana encima de una djellaba. Como si la hubieran diseñado para él. La forma en la que vestía revelaba un orgullo por sus orígenes. A Aimée le gustó eso.
– Posiblemente no te acuerdas de mí -dijo él. Ahora su sonrisa era de vergüenza-. Siento molestarte.
– Mais bien sûr, nos conocimos en casa de Philippe de Froissart -le dijo ella, triste al recordar su conversación con Philippe.
– Parecías afectada -dijo él.
Ella esbozó una sonrisa.
– Anaïs estaba enferma, era una situación difícil.
– Sé a lo que te refieres -dijo él con el ceño fruncido-. Philippe y Anaïs son amigos míos desde la Sorbona.
Aimée le hizo un hueco a Kaseem en la barra, y bebió un trago de la copa.
– ¿Te apetece un poco de vino?
Él negó con la cabeza, y llamó al camarero.
– Tomaré un Perrier.
Se había olvidado de que los musulmanes no tomaban alcohol.
– ¿Vives por la zona? -quiso saber ella, preguntándose por qué se lo había encontrado allí.
Su expresión se tornó grave con su pregunta.
– Por favor, entiéndeme, no tengo afiliación política alguna con el afl -dijo con rostro serio-, pero algunos de los familiares de mi ex mujer pidieron asilo, así que les he traído ropa y comida. Es importante que los ayude, personalmente.
Aimée se preguntó si podría él hacer más que lo que estaba haciendo.
– ¿Puedes ayudarlos a que se queden? -dijo ella, y notó cómo la luz tenue del café jugaba con su rasgos.
– No con la ley actual. -Kaseem se encogió de hombros, una respuesta muy francesa-. Mi esposa era francesa, pero yo soy naturalizado. No puedo ser de más ayuda. Ese es el problema.
Llegó su agua mineral, y pagó las consumiciones con una seguridad que se ganaba la atención de la gente. Kaseem parecía cómodo en muchos mundos, aunque no era presuntuoso.
– Merci -dijo ella.
Le gustaba estar en un café charlando con un hombre interesante. Tenía que afrontarlo, admitió ella, Kaseem no era feo. Y no se marchaba a toda prisa al aeropuerto.
– Cuéntame lo de tu proyecto con la misión humanitaria -le pidió Aimée.
– Principalmente, exporto e importo -le explicó él, mientras agitaba su mano de largos dedos-. La vida en el campo es dura -siguió-. Hacemos lo que podemos.
Mientras él hablaba, se le iluminó la mirada, y le prestó toda su atención a Aimée. Como si cada uno de sus pensamientos importara.
– Al tener un pie en cada mundo, soy simplemente un conducto -dijo Kaseem-. Pero me siento responsable. Especialmente, desde que conozco a Philippe. Quizá pueda ayudar de una manera en la que otros no pueden.
Recordó a los tipos militares entre la delegación de comercio en la casa de Philippe. Sacar indirectamente el tema parecía la única opción.
– Mi sobrino quiere alistarse -le dijo ella con una sonrisa-. Ya sabes cómo son los chicos. ¿No conoces a nadie en el ejército?
Kaseem le devolvió la sonrisa.
– Lo siento, soy un simple comerciante.
Puso su brazo encima del de ella.
– Ahora mismo quien me preocupa es Anaïs -le interrumpió él-. Philippe actúa de manera estoica, pero tú eres su amiga. Por favor, quiero ayudar, pero ni siquiera sé dónde está.
– Ya somos dos, Kaseem -dijo ella mirando el reloj del café-. Tengo que volver al trabajo.
Se ofreció a llevarla a su oficina. ¿Por qué no? Parecía cómodo consigo mismo, una cualidad que no veía en muchos hombres. Excepto en Yves. Pero Yves ya no estaba, y a ella le gustaba que Kaseem le prestara atención.
De camino a su oficina, Kaseem le dijo que sabía dónde se tomaba el mejor falafel de Belleville, así que hicieron una parada y comieron en la calle.
– Llámame paranoico pero a Anaïs o ya no le caigo bien o ha pasado algo -le confesó Kaseem mientras comían de pie su rebosante falafel y echaban migas a las palomas-. Nunca está en casa ni me devuelve las llamadas.
Aimée conocía esa sensación.
– ¿Ha ocurrido algo? -le preguntó él-. Cuéntame; no quiero ser un pesado.
– Al que tienes que preguntárselo es a Philippe, Kaseem -dijo ella.
En el bordillo de la acera de la rue de Louvre, Aimée se giró para darle las gracias. Kaseem le respondió con un largo bisou en ambas mejillas. Qué agradable. De hecho, bastante agradable. Subió las escaleras con las mejillas ardiendo.
Cuando abrió la puerta de la oficina, estaba sonando el teléfono. -Allô -respondió ella, y encendió la luz con el codo. -Anaïs está toda afectada -dijo Martine, en voz baja. -¿Dónde está?
Aimée tiró la bolsa encima de la mesa, encendió su ordenador y se dejó caer en la silla.
– Philippe la ha metido en una clínica -le contó Martine-. Y, por una vez, ha hecho lo correcto.
Aimée lo dudaba.
– Mira, Martine, Philippe me ha amenazado -dijo Aimée-. E hizo que me siguiera un gorila suyo para asegurarse de que no voy más allá en mi investigación.
– ¿Que hizo qué? -dijo Martine, que sonó más indignada que sorprendida.
– Y amenazó mi negocio -añadió Aimée, y se volvió hacia la ventana ovalada.
La lluvia había empezado a salpicar el cristal que daba a la rue du Louvre.
– Philippe está protegiendo a su familia -dijo ella.
– Martine, esconde algo -dijo Aimée-. Tiene miedo.
Al otro lado del teléfono, oyó cómo suspiraba Martine.
– Anaïs quiere que averigües qué esta escondiendo -le explicó ella-. No te detengas. Hablaré con él.
– Después de que me pegaran y me dispararan en el Cirque d'Hiver, y de no encontrar prueba alguna, puede que él tenga razón.
– ¿Fue Philippe?
– Mi principal sospechoso es un argelino que tiene relación con el plastique -le explicó Aimée.
– ¿Yeso?
– Es una larga historia -le dijo, ya que no quería explicárselo detalladamente.
– Dame un resumen -le pidió Martine.
– Ahora estás hablando como una editora -le dijo Aimée.
Pero se lo dio. Le contó que había intentado encontrar la fuente del plastique a través de Samia.
– ¿Y qué me dices de ese general?
– Le gusta la magia, y no es trigo limpio.
– No creas que no estoy preocupada -dijo Martine-, pero al menos Anaïs está a salvo.
Aimée tuvo la sensación de que aquella afirmación connotaba algo más.
– ¿Qué quieres decir, Martine?
– Ahora que estoy pasando más tiempo con Simone -dijo ella-, creo que deseo tener mis propios hijos.
Eso la cogió desprevenida. Aimée notó nostalgia en su voz. Nunca la había oído hablar así. Inquietante.
– Attends, Martine, es peor que tener un perro -le dijo ella-. Tienes que hacer que coman, y las facturas del veterinario son mucho más caras.
Martine se rió.
– Martine, Philippe actuó de manera extraña cuando se enteró de lo de Hamid y los huelguistas -dijo ella-. Sylvie tenía uno de sus panfletos.
– ¿Entonces crees que existe una conexión? -le preguntó Martine.
– Lo averiguaremos -contestó ella-. ¿Tu amigo todavía trabaja en la Sécurité Sociale?
– Se jubiló -respondió ella.
Qué lastima. Podría haber conseguido información sobre el afl.
– Anaïs mencionó que le había entregado un sobre a Philippe.
– Le preguntaré. Mira, Aimée, le estoy ayudando a cuidar de Simone. Es lo único que puedo hacer por Anaïs -le dijo en un tono de voz suplicante-. Averigua quién tiene cogido a Philippe por las pelotas, por favor. Puedes hacerlo.
– Consigue que el gorila deje de seguirme -le pidió Aimée.
– D'accord-asintió Martine-. Eres la única persona en la que confío, Aimée. Pase lo que pase, sé que lo lograrás. Por favor.
Cuando Aimée llegó a la abarrotada boca del metro, ya tenía un plan. Todavía no había noticias de Samia, pero existía una persona cerca a la que le podía preguntar por Eugénie.