Bernard se detuvo delante de las enormes puertas de Notre-Dame de la Croix. Tenía barba de varios días, y hacía dos que no se cambiaba de traje.
Esa vez no le habían permitido la entrada. Las cámaras rechinaban y disparaban los flashes, los periodistas le pegaban el micrófono a la cara, y las cámaras de informativos captaban el acontecimiento, cada tic de su cara. Policía uniformada de las crs flanqueaban las escaleras en formación detrás de él. Por una vez, el sol de abril brillaba despiadadamente, e iluminaba la plaza, a los manifestantes, a la policía y a los periodistas. Los manifestantes coreaban en alto: «¡No rompáis familias… dejad que se queden!». Así lograban que no se oyera a los reporteros.
Guittard había ordenado a Bernard que vaciara la iglesia, que enviara a los sans-papiers al aeropuerto y escoltara a los demás al centro de detención de Vincennes si se resistían.
Bernard no podía detener a Hamid; el hombre tenía papeles y hasta entonces no había quebrantado ninguna ley. No quería que ninguno de ellos fuera a prisión, ya que se convertirían en mártires por la causa y frustraría su objetivo. Por supuesto, Guittard no accedió.
Con el alboroto y la confusión que lo rodeaba, Bernard se sentía curiosamente desligado, como si estuviera flotando encima como una nube, viendo cómo se desarrollaba la escena.
Le pusieron el megáfono en la mano. Nedelec, sereno e impecable con su impermeable de Burberry, le hizo un gesto con la cabeza. Bernard, inmóvil, tenía la vista fija. Se fijó en el fino bigote de Nedelec y en la mandíbula tensa del capitán de las crs.
Bernard abrió la boca, de la que no salió sonido alguno.
Nedelec le dio un codazo discretamente.
«Monsieur Mustafa Hamid», comenzó él, con la boca seca y su voz en un susurro. «Monsieur Hamid, las autoridades han reexaminado todos los casos de inmigración.» Bernard se aclaró la garganta, y habló más alto. «Por ahora han decidido que se le concederá permiso para quedarse a un treinta o cuarenta por ciento de los sans-papiers, debido a circunstancias atenuantes. En especial, a aquellos casados con ciudadanos franceses o cuyos hijos nacieron en Francia antes de 1993.»
No hubo respuesta.
«Lamento informarle de que, por orden del Ministerio del Interior y de acuerdo con las leyes de Francia, debo pedirle que abandone el edificio.»
Hubo un profundo silencio, roto sólo por el sonido de una bandera en la que habían escrito toscamente «Derechos humanos, no inhumanos», que ondeaba al viento.
Poco después, Bernard se encogió cuando un policía clavó un hacha en la puerta de la iglesia, y las astillas saltaron por los aires. Los manifestantes bramaron. Y fue entonces cuando se desató la violencia en la plaza.
Los policías de las crs, atacados por la turba, entraron precipitadamente, porra en mano, en la iglesia. Los pacíficos sans-papiers gritaron, ya que pensaban que estaban siendo atacados, y se prepararon para defenderse. Bernard estaba aplastado contra la pared de la iglesia, entre un cámara y su videocámara.
– ¡Mire lo que ha hecho! -le gritó el hombre, que se refería a su equipo destrozado.
Pero la conexión era en directo, y la acusación en contra de Bernard estaba siendo retransmitida a toda Francia, a millones de hogares.
Esposaron a las mujeres y a los niños juntos, y los escoltaron afuera. Cuando pasaron a su lado, vio al pequeño Akim dormido en los brazos de su madre. Aunque su rostro oculto por el chador no revelaba nada, a través de velo pudo oír un murmullo de palabras airadas.
Si no lo odiaban antes, no cabía duda de que ya sí.