Lunes a primera hora de la mañana

– ¡La cuenta del afl es calderilla comparada con la de Sylvie! -exclamó René treinta minutos más tarde al teléfono. Alzó la voz-. ¿Por qué no hablas con Philippe?

– Créeme, lo estoy intentando -le contestó ella.

– ¿Me puedes enviar el hipervínculo? -le pidió él-. Me gustaría probar una cosa.

– Claro -dijo ella.

Miles Davis gruñó y tocó la ventana con la pata.

El sol se había elevado en toda su gloria dorada sobre el Sena. El amanecer pintaba los tejados. Debajo de su ventana, en el quai, vio a varios hombres con monos azules y pastores alemanes. Su corazón latía deprisa. Vigilaban su ventana.

– René, no me gusta lo que está ocurriendo debajo de mi ventana -dijo ella.

– ¿Qué quieres decir?

– ¿Nos vemos en la oficina? -le preguntó ella-. Salgo ahora.

Envió por correo electrónico la información sobre la cuenta de Sylvie y del afl a su oficina, llamó a un taxi, y metió el portátil en la bolsa. Dejó las luces encendidas y el comedero de Miles Davis con comida. Se puso una peluca negra y un impermeable largo encima de su chaquetón de cuero. Cuando el taxi se detuvo al lado del bordillo del quai d'Anjou, Aimée se escondió en el asiento de atrás.


* * *

Tenía muchísimas ganas de un cigarrillo, pero en su lugar, se metió en la parada de metro del Pont Marie, introdujo su billete en el torniquete, y se dirigió al andén más cercano. Antes de llegar a las escaleras, se quitó la peluca y el impermeable, y los tiró a la papelera.

Se unió a los trabajadores de primera hora de la mañana del lunes que desfilaban delante de ella. Las voces de los mendigos que pedían una limosna resonaban en las paredes de azulejo.

Se sentó en el asiento de plástico a mirar y a pensar. ¿Los que la vigilaban eran el séquito de Elymani u hombres enviados por Philippe?

Se apoyó contra el mapa del metro que había colgado en la pared, con los nombres de las estaciones borrados por la infinidad de dedos que los habían tocado. Una brillante y roja máquina expendedora Selecta, que había en el andén, no le dejaba ver el otro extremo. Pero cinco minutos más tarde, se imaginó que había dado esquinazo a los hombres que la perseguían.

Marcó el número de su oficina.

René contestó a la primera.

– Creo que deberías venir aquí, Aimée -dijo él.

– Hago lo que puedo -dijo ella-. ¿Qué ocurre?

– Las cosas se han vuelto peligrosas -le explicó él en voz baja-. Gracias a Philippe.

– ¿A qué te refieres?

– Hay un mec enorme aquí sentado que dice que no cumplimos con las normas.

– ¿Que no cumplimos con la normas?

– Una infracción de la ordenanza -dijo René-. Algo relacionado con el espacio que alquilamos y los impuestos que pagamos.

– Dime, René -dijo Aimée-. ¿El mec tiene la cabeza afeitada y ojos saltones?

– Así es -respondió él.

– Dile que nuestro último ajuste debería ser suficiente -le pidió ella-. Mejor dicho, deja que yo misma se lo diga.

Oyó un ruido sordo.

Allô?

– Claude, ¿qué ocurre?

– Represento al tribunal que verifica la renta según el espacio y la comodidad -dijo él-. Vuestra última evaluación de la surface corrigée no es válida.

– No según su informe -le corrigió Aimée-. Llévalo al tribunal de apelación.

– Ya lo he hecho -dijo él.

La respuesta de Aimée se le quedó atrapada en la garganta.

Dédé caminaba por el otro andén. Sus pasos resonaban en las paredes de azulejos con sus gigantes pósteres arqueados. Los clones de Muktar se movían con cuidado entre la multitud. Venían en su dirección.

– Claude, esto es entre Philippe y yo -le dijo, mientras examinaba a la gente-. Dile a René que puede que me retrase, pero estoy de camino.

Colgó. Estaba sentada en medio del andén. Los asientos estaban ocupados por una mujer mayor y unos estudiantes de instituto. Unos trabajadores con traje se agrupaban a su alrededor, pero iban a coger el siguiente tren. Estaba claro que buscarían primero a una mujer con el pelo negro, pero Dédé y los otros mecs conocían su cara. La verían si se levantaba.

¿Debería meterse en el tren en cuanto llegara a la estación? El siniestro bulto de los bolsillos de las chaquetas de los dos mecs que se acercaban a ella le hizo pensar que llevaban silenciador. ¿Y ella qué tenía? Una Beretta en su abrigo de piel falsa de leopardo… en la oficina.

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