El crepúsculo atenuaba el cielo de Belleville, y hacía desaparecer los matices de magenta y naranja que había dejado la puesta de sol. A Aimée le llegó el olor a algas que traía el viento cortante que soplaba del canal Saint Martin. El aroma a primavera que había sentido el otro día había desaparecido. Los viajeros, erráticos y llevados por el viento, salían del metro como partículas en un chorro de aire.
El guardia de seguridad que había en el cajero del Crédit Lyonnais, cerca del metro, le resultaba familiar. Muy familiar, incluso con el pastor alemán con correa que tenía al lado. La mayoría de los guardias de París eran africanos, pero él era de ascendencia argelina. Tenía que ser Hassan Elymani, el conserje con el que habló en la calle de Sylvie/Eugénie.
Y tenía que hacerle hablar.
Entró en el café más cercano, frotándose los brazos y deseando haberse puesto su chaqueta de cuero. Quería vigilarlo desde un entorno cálido y cargado de cafeína. Sin embargo, las ventanas empañadas le bloqueaban la vista de la esquina. Qué mal. Por encima del murmullo de conversaciones y del tintineo de cucharas de café, pidió dos cafés-créme para llevar. De vuelta en la esquina de la avenue Parmentier, se acercó a él.
– Así que este es su segundo trabajo, monsieur Elymani -le dijo, y le ofreció un café-. ¿Me puede dedicar unos minutos?
– Estoy de servicio, mademoiselle-dijo él en un tono de voz tenso, y sin mirarla.
Se frotó las manos.
Ella también podía jugar a ese juego. Pero era una pena que estuvieran en la calle e hiciera tanto frío.
– Y yo soy una dienta que quiere hacerle unas preguntas -le contestó ella, todavía con el café en la mano-. Cójalo, por favor.
Él ignoró su mano enguantada y con el café.
– ¿No tiene nada mejor que hacer que perseguirme?
– Ahora mismo no -le respondió ella-. Quiero que me diga algo sobre Eugénie.
– ¡Habla como una aficionada! -le espetó él.
Y así se sentía ella. ¿Y no era él un flic por horas?
– Los hombres que hicieron saltar a Sylvie por los aires amenazaron a mi amiga -le contó Aimée-. Van tras ella.
Elymani negó con la cabeza.
– Ni siquiera sabe el nombre de la víctima.
– ¿Qué quiere decir? -le preguntó ella.
Él permaneció en silencio, pero puso los ojos en blanco como si la creyera demasiado estúpida como para entender nada. El vaho que salía de la boca de Elymani se hizo escarcha en el aire.
Aimée sacó el fax del fichier de Nantes.
– Según esto, el cuerpo encontrado en la explosión ha sido identificado como Sylvie Coudray.
– Eh -dijo él, y a continuación se encogió de hombros-, llámela como usted quiera.
Su comentario la inquietó. Lo que decía tenía cierto sentido, ya que parecía que la mujer muerta era dos personas. Aimée le puso la tapa al café y bebió. El líquido caliente y dulce le quemó el paladar.
– ¿A qué hora termina su turno?
– No es asunto suyo -espetó Elymani.
Un hombre alto le golpeó suavemente en el hombro. Las facciones marcadas de su rostro oscuro brillaban a la luz de las farolas de sodio.
– Anda, ve a hacer las paces con tu amiga, Hassan, y sé bueno -le dijo él con acento del África occidental, y le guiñó un ojo a Aimée-. No me importa empezar unos minutos antes, ¿eh, camarade?
Elymani cambiaba el peso de su cuerpo de un pie a otro.
– Beni, eso no sería justo.
El pastor alemán gruñó, pero el hombre que, como ponía en su camisa, se llamaba Beni Anour, cogió la correa del perro.
– ¿Estás loco, camarade?-le dijo a Elymani con una sonrisa, y miró a Aimée de arriba a abajo-. ¡Aquí tienes a una mujer de verdad, tu turno ha terminado, y nadie te espera en tu habitación! ¿Hace cuánto que no te había tratado tan bien la vida?
El pobre Elymani, que tenía que lidiar con que cuestionaran su hombría o con el interrogatorio de Aimée, permanecía en silencio e incómodo. Aimée oyó el sonido de las cuentas antiestrés en su bolsillo.
– Mira, Hassan, vamos a tomarnos el café y a caminar hasta el bulevar, por favor -le dijo Aimée, en voz baja, y cogiéndolo del brazo.
– Allez-y. -Beni sonrió-. Sólo Alá sabe qué ve ella en ti. Conquístala antes de que se despierte, ¿eh?
Elymani aceptó el café con la boca tensa. A mitad de camino en la avenue Parmentier entraron en la estrecha rue Tesson.
Se zafó de su brazo, y la miró fijamente. Pero había miedo en su mirada.
– Trabajo duro y me meto en mis asuntos -le dijo él, con la voz quebrada-. Aun así, usted entra en mi vida y la vuelve… -Hizo una pausa, intentaba buscar la palabra adecuada.
– Compliqué? -terminó ella-. No tengo intención de meterlo en ningún lío.
– He de cuidar de mi padre. El mes pasado sufrió un accidente en el trabajo -dijo él. Su voz sonaba diferente-. Mi familia en Orán cuenta conmigo.
Elymani tenía los ojos abiertos de par en par del miedo.
– Esta conversación es privada. Nadie lo sabrá -le dijo ella-. Lo prometo.
– Los maghrébins -dijo él escudriñando la calle desierta- sí lo saben.
A Aimée le dio un vuelco el estómago de la aprensión, pero negó con la cabeza.
– No puede estar seguro de eso, ¿no es así, Hassan? -Siguió antes de que él pudiera contestar-. Hicieron saltar a alguien por los aires, usted vio algo, y está nervioso. Cualquiera lo estaría.
El bajó la mirada, y se limpió los bordes de sus botas cubiertas de barro con los adoquines.
– Lo sabrán en su momento -dijo él.
– ¿Cómo?
Elymani le dio un sorbo a su café, suspiró, y señaló el edificio de enfrente. Una fachada de revoque con grietas, rejas con espirales en los ventanales, y mugre negra que parecía casi un trampantojo cubría la planta baja de un otrora exquisito apartamento de la época de Haussmann. Ahora las ventanas estaban tapiadas y un cartel de «Permis de démolission» colgaba de las enormes puertas cubiertas de pintadas.
– En el patio trasero de ese edificio -dijo él-, tienen un negocio de remodelación.
Aimée se frotó de nuevo los brazos en el frío cortante. ¿Qué quería decir Elymani?
– ¿De remodelación?
– Digamos que si te revocan el permis de conduire, vas a verlos con un fajo de francos, et voilá, los maghrébins te facilitan un nuevo permiso -le dijo él-. Al menos solían hacerlo. Se fueron.
Así que Elymani le pasó información, no actual pero sí verídica.
En el viejo Belleville, con sus laberintos de patios, callejones y sótanos de piedra en edificios abandonados, era donde los maghrébins tenían su cuartel. Por lo menos eso fue lo que Aimée se imaginó que Elymani quería decir con su zigzagueante forma de hablar. Y esa pudo ser la fórmula para que Sylvie se convirtiese en Eugénie. Para abrir una cuenta bancada necesitaba alguna identificación.
– Entonces, ¿diría usted que viven en las casas de protección oficinal? -dijo ella, y arqueó las cejas hacia los edificios altos de hormigón que estaban a una manzana-. ¿Pero llevan sus negocios adonde no los molesten?
Él asintió.
– Buscan un lugar, por ejemplo un edifico que vayan a derribar o a reformar. El alquiler es barato. Sólo hay yugoslavos, hindúes o jubilados que no hacen preguntas. Los inquilinos ignoran quién entra y quién sale, hasta que surgen los problemas por el territorio o el dinero. Se arma mucho jaleo, y los maghrébins se marchan.
– ¿Entonces quiere decir que Eugénie está involucrada?
Una buena hipótesis, incluso plausible, pero ¿cómo encajaba eso en el asesinato de Sylvie, aunque le hubieran dado una nueva identidad?
– Tengo razones para mantenerme al margen -le dijo él-. Esos hittistes buscan dinero fácil, una buena vida. Pero al final la vida les pasa factura.
Elymani tenía su propio código de supervivencia.
– Será mejor que tenga cuidado -le advirtió él-. La están vigilando.
– ¿Quién?
– Mire, mis trabajos son en la calle. Lo único que hago es escuchar y bajar la cabeza. No quiero saber lo que pasa. -Echó un vistazo rápido a la calle-. De lo que tengo ganas es de dormir una semana entera. Alors, hacen ruido en el vestíbulo, mi colchón está lleno de bultos y echo de menos a mi mujer. -Se encogió de hombros-. Cuando tenga los papeles, la traeré aquí conmigo.
– ¿Qué oyó sobre Eugénie? -le preguntó Aimée, mientras daba patadas al suelo para entrar en calor. Tenía ganas de un cigarrillo.
– Mi siguiente trabajo empieza en unas horas -le dijo Elymani, y se giró para marcharse-. Merci por el café.
– ¿Es usted el vigía o sólo le pagan para mantener la boca cerrada?
Él se puso tenso.
– Mi familia ya estaría aquí si hiciera eso -le respondió él, en voz baja, y enfadado-. Pero el dinero sucio no trae ni honor ni paz.
– Mi amiga está en peligro, y ahora van tras de mí -le dijo ella-. ¿No lo entiende? Dígame qué vio, Elymani, y lo dejaré en paz.
– Lo único que sé es que Eugénie utilizaba ese lugar. Vivía en otro sitio. A veces pasaba por allí Dédé.
– ¿Quién es Dédé? -le preguntó Aimée, sin percibir lo gélido que se había vuelto el aire.
– Un mec a la antigua que está metido en todo -le dijo-. Como una giclée, un chorro de tinta que cubre la superficie, ¿sabe a lo que me refiero?
No estaba segura, pero suponía que quería decir que Dédé se arrimaba al sol que más calentaba.
– ¿Dónde lo puedo encontrar?
– En Café la Vielleuse. -Elymani se giró hacia la farola-. Ahora, déjeme en paz.