Aimée estaba en el escaparate de la joyería vietnamita toqueteando unas cadenas de oro de veintidós quilates, y vigilando a Dédé. Se había detenido en el exterior de Café la Vielleuse, mirando el tráfico mientras se abotonaba su abrigo largo de mohair, y se subía el cuello.
En un tabac cercano, cuyo desgarrado toldo no le dejaba ver, Dédé se quedó hablando con el dueño. Un minuto más tarde, Dédé entró en la tienda y el dueño, con las mangas remangadas, se quedó fuera, vigilando a los transeúntes. Aimée abandonó la joyería y se mezcló entre la multitud que caminaba por la acera.
Minutos después, salió Dédé, le dio unas palmaditas en el hombro al dueño, y subió a paso ligero por la empinada rue de Belleville. Pasó Cour Lesage, y giró a la derecha en la rue Julian Lacroix.
Las gafas de sol de Aimée y su pañuelo de Gucci cubrían los auriculares que llevaba. En el bolsillo de su impermeable gris estaba el cargador del walkie-talkie con el que hablaba con René. Seguir a Dédé resultaba ser un reto. Se detenía con frecuencia, para dar la mano o saludar con la cabeza a hombres en la calle. Ella también se paraba y miraba dentro de su bolso o los nombres que había en las mugrientas puertas de los apartamentos.
La mayoría de los hombres eran beurs. Y a juzgar por su aspecto, eran jóvenes y desempleados. De las ventanas abiertas salían olores aromáticos: especias y aceites, mezclado con flor de azahar y basura de la calle. Ella seguía en contacto con René mientras monitorizaba el ancho de banda de la zona.
– Dédé está hablando por teléfono, lo puedo ver -dijo ella.
– Tengo su ancho de banda -le dijo René.
Ella oyó clics, un zumbido, y entonces la voz de Dédé que a trompicones decía: «Nervioso, no aficionados… vaciaron el piso… haciendo preguntas… Eugénie… mover todo. El general… traed a Muktar».
– René, ha doblado la esquina en la rue du Senegal -le informó ella.
Las botas de Dédé taconeaban a lo lejos.
– Lo veo -dijo René-. Estoy debajo de la sinagoga en la rue Pali Kao. Ahora está yendo más rápido.
Cuando Aimée llegó a la esquina, apareció René.
– ¿Lo has perdido? -le preguntó ella.
Dédé le recordaba a una rata. A una bien gorda.
– Se ha esfumado -le dijo él-. Pero la manzana no es muy larga. Vamos.
Abrigados entre los viejos y deteriorados edificios de la calle, adoquinada y de fuertes pendientes, había unos nuevos y de forma angular. Unas vigas de madera sostenían los muros combados. A pesar de que las paredes se hallaban en un estado de inminente derrumbe, Aimée vio signos de que estaba habitado: los cordeles para la ropa y las macetas oxidadas de geranios.
– No te ofendas -los ojos de René brillaron-, pero es mejor que piense que eres una aficionada. ¿Lo intentamos aquí?
René hizo un gesto hacia el edificio más viejo, en el que unas vigas podridas apuntalaban sus húmedas paredes. Habían hecho pedazos algunas partes del patio, lleno de piedras, trozos de revoque y listones de madera.
– ¿Sabes algo que yo no sepa?
– Entró ahí -le dijo él.
Aimée oyó pisadas. Temerosa, le hizo un gesto a René para que retrocediera. Rápidamente, se escondieron en un portal abovedado.
Dédé pasó delante de ellos a toda prisa. Aimée contuvo la respiración, y contó las gotas de rocío que había en una aldaba oxidada. Los tacones de sus botas resonaron en las desconchadas paredes. Esperaron unos minutos antes de salir al patio.
– Supongo que tendré que ver lo que él no quiere que vea -sugirió ella.
René se quedó vigilando mientras Aimée se dirigió sin hacer ruido a la parte de atrás. Pasó frente a una silla de metal que estaba tirada en el suelo con la patas hacia arriba. Giró a la derecha y caminó por un húmedo pasadizo en forma de túnel hacia un haz de luz gris que entraba por algún sitio. Una escalera con la pintura desconchada daba al siguiente piso. El único sonido era el goteo de la lluvia que caía de una herrumbrosa canaleta de metal al agrietado hormigón.
A la derecha había puerta de un color verde desvaído, parcialmente visible bajo las escaleras. Fue entonces cuando vio la señal.
Había una huella de una mano, de un azul oscuro, estampada encima de la puerta. Como en el edificio de Samia.
Agitada, miró a su alrededor y escuchó. Sólo gotas de lluvia y, a lo lejos, un programa radiofónico de entrevistas.
Sacó la Beretta de sus vaqueros negros y la metió en el bolsillo de su chaqueta. Pensó con rapidez, y se le ocurrió un pretexto para entrar.
– Dédé -dijo ella, aunque sabía que no estaba-, siento llegar tarde.
No hubo respuesta. Se puso de puntillas, y pegó el oído a la puerta. Nada. La tocó, y se abrió con un chirrido. ¿No le había dicho Elymani que los maghrébins utilizaban sitios como ese?
La recibió un olor a humedad. En el pequeño apartamento de techos bajos parecía que habían acampado vagabundos. De unos sacos de dormir empapados salía un tufo a moho; el suelo estaba cubierto de harapos y papeles. Unas bolsas de color verde oscuro hechas trizas, que cubrían la ventana abierta, se agitaban con fuerza.
Aimée se detuvo, y se preguntó cuál sería el propósito de Dédé al venir aquí. No se había quedado mucho tiempo. En el suelo se podían ver varias pisadas. ¿Había sido un centro de operaciones maghrébin? ¿Se había ido Dédé porque habían dejado el lugar?
Tropezó con una guía telefónica y se salvó de caer porque pudo agarrarse a un aparador que crujió peligrosamente. Se le quedó en la mano el fino pomo de madera, cubierto de hollín y astillado. Se le clavó en la mano, llena de cicatrices.
Casi no se percata del grueso directorio gubernamental, el Bottin Administratif, que había en el suelo alabeado de linóleo. Qué extraño que eso esté ahí, pensó ella. Haría falta una carretilla para llevar este pesado volumen.
Encontró su bolígrafo-linterna, y apuntó el suelo con ella. Sólo envases de yogures secos. Pero ni la capa de polvo ni de suciedad que esperaba de un sitio abandonado. Al lado de la vieja chimenea revestida de azulejos, había un antiguo cubo para el carbón. Aimée lo empujó hacia u lado con la bota; debajo encontró una trampilla de madera que daba a la carbonera. Tiró de la carcomida puerta, y alumbró con su linterna.
Era un lugar frío, muerto y vacío.
En la habitación de la parte de atrás, le echó un vistazo al colchón que había allí. Excrementos secos de rata. Trazos de revoque salpicaban el sucio suelo. En la pared, un viejo calendario con ilustraciones de santos estaba dado la vuelta.
Su walkie-talkie vibró en su cadera. Con un sobresalto, lo encendió.
– Tienes compañía -le informó René.
Miró a su alrededor con nerviosismo.
– ¿Dónde?
– Estaban llegando al patio trasero -le contestó René.
No le daba tiempo a volver por donde había venido.
– ¿Es Dédé?
– Unos maghrébins-le dijo René en un susurro gutural-. ¡Sal de ahí!
Cogió una silla y la puso debajo de la ventana. Se apoyó en el alféizar y tiró la silla de una patada. Clavó los dedos de los pies en la pared, y se subió. Rezó para que el edificio se sostuviera, y para que pudiera aterrizar en algún sitio.
Fuera, se encontró con un muro.
Un muro completamente mojado que no daba a ninguna parte.
Un olor a alcantarilla salía del frío y húmedo hueco que había entre los edificios, probablemente provenía de arriba, de un baño con alguna fuga, que rezumaba riachuelos de agua y moho. Debajo, tierra dura y fragmentos de cristal.
No había salida.
A ciegas, alargó el brazo y buscó una cornisa.
Nada.
Volvió a la habitación con las manos temblorosas.
¿Adónde podía ir?
Del pasillo venían voces y pasos. Miró la trampilla, corrió hacia ella y la abrió.
Se acurrucó dentro y cerró la puerta. El hollín llenó sus pulmones, y ese minúsculo espacio le produjo calambres en las piernas. Apenas podía respirar en esa gélida carbonera. Las pisadas retumbaban con fuerza sobre el suelo.
Deseó poder entender árabe porque, desde arriba la conversación le llegaba con claridad. Estaban justo encima de la trampilla de madera, que crujía y chirriaba del peso. Por el sonido metálico y chirriante que venía de arriba parecía como si estuvieran quitando azulejos o ladrillos de la chimenea. Entonces se dio cuenta de que podrían mirar dentro de la carbonera. Se echó hacia atrás en la oscuridad tanto como pudo, tan lejos como sus enredadas piernas le permitían. Deseó que sus manos no temblaran tanto; tenía miedo de que se le cayera la linterna. Oyó que entraba más gente en la habitación.
Entendió las palabras «Dédé» y «rue Piat», y se dio cuenta de que también hablaban en verlan. La única palabra que reconoció fue erutiov, que era voiture, coche, al revés. Al menos, eso era lo que ella creía.
Cada vez que respiraba, sus pulmones se llenaban de un polvo calcáreo. Le dolía la garganta de aguantar la tos. Poco a poco, estiró un pie, y apoyó la espalda contra la pared. Con dificultad, pudo extender la otra pierna en el estrecho espacio. Consiguió empujar el cuerpo en la otra dirección, por encima de las frías e irregulares piedras.
El sitio se abría a una carbonera más grande. Vio el borroso contorno de una rampa, y encima de ella una oxidada rejilla de metal. Tenía la esperanza de que diera a una callejuela.
Arriba seguía la conversación, pero no podía entender nada. El tono parecía de enfado, casi agresivo. Una de la voces no dejaba de decir «Insh'allah-bent al haram, insh'allah!».
Y fue entonces cuando recordó esa voz. La voz que le susurró «Bent al haram» al oído antes de que le aporrearan la cabeza en el arque.
– René -susurró ella al auricular-. Sube las escaleras hacia Maison de l'Air en el pare de Belleville. Estos mecs han quedado con Dédé en la rue Piat.
– Nos vemos allí -dijo él.
Una grata ráfaga de aire entró por la rejilla.
¡Si pudiera continuar! Le empezaron a asomar gotas de sudor por la frente, y le fallaban las piernas. Oyó pasos de nuevo.
De la calle entraban unos puntitos de luz. Aimée intentó cogerse a la resbaladiza pared. La rampa, de superficie lisa, llevaba arriba. Aimée subió por ella. Buscaba puntos de apoyo con un pie y apoyaba el otro en la pared.
Y fue entonces cuando le resbaló el pie, se cayó encima de algo duro y de madera, y se golpeó la rodilla. Las pisadas cesaron. ¿La habían oído?
Tenía que salir de allí.
Lo intentó de nuevo. Sudorosa, se subió otra vez y llegó hasta la rejilla. Se sentó a horcajadas en la entrada de la rampa, pero estaba cerrada por el óxido. Al menos, entraba más aire.
Frustrada, no sabía qué hacer; más ruidos de pisadas llegaron del apartamento.
Golpeó el cerrojo de metal con el tacón. No cedió. Oyó un crujido, como si estuvieran abriendo una puerta de madera.
Golpeó con más fuerza hasta que el cerrojo se movió.
Después de dar dos o más patadas, probó con la rejilla. Con un fuerte chirrido, cayó hacia delante. Un aire fresco y agradable le llenó los pulmones. Se agarró al borde y atravesó el hueco serpenteando.
Una vez fuera, la luz le hizo parpadear, y se puso de rodillas. Se dio cuenta de que había salido de una ventana ovalada a un ruinoso patio.
Una mujer corpulenta y de piel oscura que llevaba una túnica africana multicolor, con un hombro al descubierto, tendía la ropa en un cordel. Miró fijamente a Aimée.
– Jem'excuse -dijo ella con una sonrisa mientras se sacudía el polvo.
La mujer le devolvió la sonrisa y siguió colgando la colada.
– No me ha visto -le dijo Aimée, y le puso cien francos en la mano-. D'accord?
La mujer le guiñó el ojo, y le dijo adiós con la mano cuando Aimée se metió sigilosamente por la rue Julián Lacroix. Se dirigió al espacio abierto del pare de Belleville.
Aimée se detuvo en la entrada que había al lado del Monument aux morts de la Résistance. Sobre la losa grabada habían colocado flores azules, blancas y rojas. Los recuerdos no morían con las víctimas, pensó ella, animada por el olor fresco del ramo. Escudriñó el parque. A su derecha, unos jardineros se ocupaban de unos arriates de tulipanes.
Ningún mec a la vista. Tampoco Dédé.
– ¿Dónde estás, René? -le dijo ella al auricular, y subió el volumen.
Del otro lado le llegó el resuello del hombre.
– Cerca de Terrassa Belvédère -le dijo René-. Vi por mis binoculares que se dirigían hacia el viñedo, a mitad de camino entre nosotros.
– ¿Cuántos son?
– Dos mecs corpulentos -le contestó René.
Inhaló el aire refrescado por la lluvia y que olía a humedad y a hierba.
Aparte de los jardineros y de dos mujeres con carritos que bajaban por la colina, no había nadie más a la vista. Antes de llegar a la parte más alta, Terrassa Belvédère, había unos bancos debajo de unas catalpas cerca de unos extensos arriates de tulipanes rosas y amarillos. Las fuentes y las hileras de vides que luchaban por abrirse camino eran vestigios del viejo Belleville, otrora salpicado de viñedos y cascadas que brotaban de túneles subterráneos.
– ¿Te has sumergido en carbón?
– Casi -le respondió ella, limpiándose los hombros y frotándose la cara. Cuando se miró los dedos, los tenía negros-. ¿Todavía sigues con tus clases de artes marciales?
– En lo más alto de mi dojo-le contestó él con orgullo-. ¿Algún plan?
– Un trabajo rápido y sucio debería bastar.
– Tú puedes hacer el trabajo sucio -le dijo René-. Yo haré el rápido.
– ¿Qué llevan?
– Bolsas de deporte, azul oscuro -le respondió René.
Por supuesto, pensó ella. Simples y discretas. Todo el mundo tenía una. Eso le hizo pensar en todos los peatones que llevaban bolsas de deporte en la rue de Belleville.
– ¿Qué llevan puesto?
– Chándal gris, y no combinan muy bien los colores. Quedemos a mitad de camino -sugirió René-. Tengo una idea. ¿Recuerdas a esos mecs de Canal de l'Ourcq?
– Alors, René, ¡ten cuidado!
Aimée recordó lo creativo que se había vuelto con sus pies.
– Sígueme -le dijo él.
Cuando llegaron al segundo tramo de escaleras, con enrejado de arcos cubiertos de jazmines colgantes, los mecs se habían parado justo delante de ella.
René se quedó de pie en lo alto bloqueando el paso, con las piernas separadas. Los jazmines en ciernes, rosas y blancos, despedían una dulce fragancia.
– Arbitro de la moda. Lo que lleváis puesto es un insulto al buen gusto -dijo René-. Entregad esas bolsas.
Los dos mecs argelinos se detuvieron y soltaron una carcajada.
– Mon petit-dijo el más grande, que miraban a René desde abajo-. ¿Te has perdido? La tierra de los enanos es por allí.
– No combináis muy bien los colores -dijo él en tono serio.
El mec subió para aplastar a René. Su anillo de diamantes brilló con la débil luz del sol.
A Aimée le entró un escalofrío. Reconoció el anillo, en forma de estrella y media luna, y la peluda manaza que lo llevaba, del Cirque d'Hiver.
– ¡Eh, Multar! -gritó ella.
Él se dio la vuelta cuando René le dio una elaborada patada en la barbilla. Aimée oyó un fuerte crujido. Y después otro, cuando la bota de René aterrizó en su hombro. Muktar giró, se dio contra la barandilla, y cayó escaleras abajo. Su rostro expresaba sorpresa en todo momento.
Aimée le asestó varios golpes en las costillas a su compañero desde detrás. Desprevenido, se desplomó y empezó a agitar los brazos frenéticamente delante de Aimée y de la espaldera de jazmines. Aimée esquivó los golpes. René le propinó una serie de golpes de kárate en los riñones, lo que hizo al mec quejarse del dolor. René dio un paso hacia delante, y lo derribó.
Después de eso, fue fácil hacerle rodar por las escaleras hasta la mitad del camino. En ese momento, ninguno de ellos sentía nada, ni lo sentirían durante un buen rato. Aimée y René los llevaron a rastras y los dejaron detrás de un banco verde oscuro, tapados con hojas de parra.
– Lo siento -le dijo René a Aimée con una sonrisa, echando a un lado la grava con el zapato-. Tuve que improvisar la primera parte.
Ella levantó la vista.
– Tenemos compañía. -Su corazón se aceleró-. Dédé ha traído más gorilas.