Viernes a última hora de la tarde

Dentro del hammam-piscine, Samia esperaba al lado de la taquilla que daba a la piscina en forma de ele. El aire que había dentro del edifico de techos abovedados estilo años treinta y azulejos color salmón era húmedo y olía a cloro. En la parte de la piscina que no cubría una mujer mayor se movía de arriba abajo en el agua; la ajustada cinta de su gorro separaba los pliegues carnosos de su cuello.

Aimée miró rápidamente a su alrededor, a la piscina casi vacía. Prefería la piscine de Reuilly: más limpia, más nueva, y, en bicicleta, a poca distancia de su apartamento. Un hombre de mediana edad, de rodillas con una red de mango largo, estaba pescando algo que había en el fondo verde oscuro.

– ¿Tienes coche? -le preguntó Samia. Se estaba poniendo un estrecho impermeable negro.

Aimée asintió.

El Citroën de René estaba aparcado cerca de allí.

– Vamos -dijo la chica.

Cautelosa, Aimée se fijó en el nervioso pestañeo, en sus uñas naranja fosforito. Morbier tenía razón. Era joven. Y se suponía que tenía que protegerla.

– Dime adónde.

– Al circo -contestó ella.

Aimée siguió a Samia, que arrastraba sus babuchas de cuero por el pasadizo de piedra frío y húmedo que daba a la calle.

En el Citroën, Samia bajó la mirada mientras ella ajustaba el asiento y los pedales que estaban adaptados a René.

– ¿A qué circo? -le preguntó ella, y se oyó el poderoso zumbido del motor.

– Cirque d'Hiver -respondió ella-. Si no te das prisa, no lo veremos.

– ¿A quién? -quiso saber Aimée, mientras bajaban por la rue Oberkampf.

– Al hombre al que te mueres por conocer. -Los labios carnosos de Samia se tensaron en una fina línea-. También quiere verte. Para asegurarse.

– ¿Asegurarse de qué?

La chica se encogió de hombros.

– De que todo este negocio acaba en buenas manos.

Aimée contuvo su sorpresa. Samia había descubierto rápidamente la conexión.

Había algo en todo ese asunto que le ponía nerviosa. ¿No se había enterado de la explosión?

– ¿Y Eugénie?

– Estoy tanteando el terreno -respondió ella-. Me debe dinero.

Aimée se preguntó por qué la red maghrébin no había difundido la noticia de la muerte de Eugénie/Sylvie. Qué extraño… ¿Estaban siendo cautelosos porque fueron ellos los que vendieron el plastique?

No encontró ningún sitio para aparcar, y los coches pitaban molestos. Acabó dejándolo en la rue Oberkampf, debajo de una señal de «Arret génant», entre otros muchos coches. Llegaron al Cirque d'Hiver, un edificio circular del siglo XIX que recordaba a una tienda de campaña. En el tejado había una estatua de bronce de una amazona, y sobre la entrada, dos guerreros de bronce a caballo.

En el exterior, habían pegado carteles de circo que anunciaban glorias del pasado: el circo Bolshoi, equilibristas chinos, contorsionistas mongoles, malabaristas húngaros y trapecistas canadienses.

El Cirque d'Hiver le trajo viejos recuerdos: las tradicionales visitas el día de Navidad con su abuelo, las esponjosas barbes à papa que se volvían fucsias en su boca. Los monos estaban sentados sobre el hombro del acordeonista mientras este caminaba entre el público tocando su instrumento. El foco resplandecía sobre los trajes de strass de los trapecistas. De pequeña, le encantaba la oscuridad, negra como la tinta, y el calor de los focos de la carpa.

– Haz lo que te digo -dijo Samia despertándola de su ensoñación. La chica se arrebujó su chaqueta, y se quedó mirando fijamente a Aimée.

– Así que si pasamos la prueba, ¿el gran hombre nos da el contrato? -le preguntó ella-. Mi cliente es muy quisquilloso. Quiere el plastique Duplo.

Samia miró la muñeca de Aimée, y sonrió.

C'est chouette! -exclamó la chica, dándole golpecitos al reloj-. Necesito uno -continuó ella, y se dirigió pavoneándose a las puertas rojas de la entrada. Samia era una niña. A Aimée no le gustaba lo que estaba pasando, aunque, por otro lado, no le gustaba nada de lo que había ocurrido hasta ese momento.

El Cirque d'Hiver alquilaba la entrada de su circo de una pista para cualquier cosa, desde desfiles de moda hasta conciertos de rock. Aimée se preguntó por qué habían dejado pósteres del circo, casi todos de los años sesenta y setenta, tras cristales manchados en el vestíbulo enmoquetado. ¿Abandono o nostalgia de una gloria pasada?

Detrás de unas puertas de aspecto grasiento salían risas y aplausos ahogados. Para última hora de la tarde estaba programado un espectáculo privado de Stanislav, el Colosal.

– Son las pruebas para nuevos números -retumbó la voz de la aburrida mujer que estaba en el puesto de barbes à papa. Exhaló anillos de humo, y negó con la cabeza-. Lo siento. Pas possible. Si hay muchos invitados los animales no se concentran.

– Nos han añadido a la lista a última hora -dijo Samia dándole un codazo a Aimée.

Aimée deslizó un billete de cine francos por el mostrador.

– Y, por supuesto -dijo ella-, no los desconcentraremos.

El cigarrillo colgaba de la comisura de la boca de la mujer. Sus ojos pintados de azul se entrecerraron, y miró a Aimée de arriba abajo.

– Todos tenemos que buscarnos la vida, ¿no? -accedió, y se guardó el billete-. Disfrutad del espectáculo -dijo, señalando las puertas con el pulgar.

Caminaron a lo largo de paredes con ribete dorado y revoque desconchado en algunas partes. El cirque parecía estar cayéndose a pedazos.

Pero a pesar de que el vestíbulo estaba desierto, no estaban solas. Sentía que unos ojos la seguían.

Dentro, ella y Samia se detuvieron, fascinadas por la escena que estaba teniendo lugar bajo las recargadas arañas. Cuatro niños y cuatro hombres vestidos de cuero marrón entraban en la pista en moto. Las aparcaron, los hombres se colocaron encima de ellas, y empezaron a hacer malabarismos con los niños encima de sus pies.

Se oyeron los aplausos dispersos de los pocos espectadores que había en los gastados asientos de terciopelo rojo. Samia tiró del brazo de Aimée, y le hizo un gesto para que se sentara con ella en la primera fila. Cuando tomaron asiento, las luces de la pista iluminaron sus rostros. Aimée se quedó asombrada por los suaves contornos y los marcados rasgos ensombrecidos en el rostro de Samia. Como si fuera mixte, francesa y argelina. El asombro brillaba en sus ojos.

Varios hombres grandes vestidos con trajes bien entallados, uno de los cuales mascaba un palo de regaliz, estaban sentados a su derecha. Aimée miró con más detenimiento, y se fijó en que los hombres más fornidos del pasillo vigilaban a la multitud y las salidas.

El hecho de que de vez en cuando ladearan la cabeza, y de que de sus orejas colgaran unos cables finos que se metían por el cuello de la camisa indicaba que llevaban radiotransmisores. Seguridad sofisticada, pensó ella. ¿Qué aficionados al circo estarían protegiendo?

– Espera cinco minutos -le susurró Samia-, y ve al baño.

– ¿Porqué?

– Es una prueba -interrumpió la joven, y se levantó. Se quitó una pelusa imaginaria del abrigo, se chupó un dedo, y se lo pasó por la ceja. Y entonces se fue.

Un enorme oso marrón siberiano, que llevaba un sombrero de mago plateado y en forma de cono, entraba en la pista montado en una diminuta bicicleta. El domador sacudió el látigo en el serrín, y levantó una nube de polvo delante del oso, en su campo de visión. Aimée se preguntó qué haría el oso si se saliera de ese campo. Destrozaría la bicicleta, y causaría estragos entre el público y otras cosas que no quería ni contemplar. Como había hecho el asesino de Sylvie.

Aimée oyó un ruido fuerte que provenía del aplauso sostenido del hombre del regaliz. Los del traje, que se habían levantado y lo habían rodeado como si fueran un capullo protector, se reían a carcajadas.

Los del traje se volvieron a sentar, y algunos de ellos desaparecieron en dirección al vestíbulo. Aimée se dio cuenta de que otro hombre se había unido al del regaliz, y que lo llamaba «general». También se sentó con rigidez. En sus solapas brillaba una luz, y fue entonces cuando vio que llevaban medallas y algún tipo de uniforme tieso. ¿Serían rusos, quizá?

Su duda se disipó rápidamente cuando apareció un hombre que llevaba una bandeja de pequeños vasos de té humeante. Podía oler la menta desde su asiento. ¿Una delegación marroquí haciendo novillos en los asuntos de estado? Los diplomáticos no vestían uniforme, pero los militares sí.

El general se echó hacia delante. Su postura era tensa, pero su mirada resplandeciente. Masticaba el regaliz al ritmo de los estruendosos platillos que tocaba un payaso de cara triste, que estaba de pie en el centro del escenario e iba vestido con un disfraz blanco y negro de pierrot. Aimée se fijó en que el oso pedaleaba también al ritmo de los platillos.

Aimée se levantó, y se dirigió al vestíbulo. En la puerta del baño había colgado un cartel que decía «Cerrado por limpieza». Aun así asomó la cabeza.

– ¿Samia?

No hubo respuesta. Sólo el goteo del agua resonando en los azulejos.

Se preguntó si sería una trampa. Entrar sería buscar problemas. Aunque estaba preocupada por Samia.

Caminó hacia las cortinas de terciopelo rojo que daban a la entrada entre bastidores, y se dio un tiempo para pensar. Esa parte del arque estaba desierta, a excepción de una aspiradora estilo años sesenta, cromada y achaparrada, apoyada contra la pared al lado de cubos y detergentes. En la tenue luz, pudo distinguir una salida.

Y fue entonces cuando, a su izquierda, oyó el inconfundible clic de un seguro. Su corazón latía deprisa cuando se apartó y buscó su Beretta. Pero, por detrás, una enorme mano caliente se cerró alrededor de la suya. No alcanzó a gritar porque otra mano le cerró la boca.

Intentó echar la pierna hacia atrás para darle una coz y zafarse. Chocó contra la madera, con fuerza. Sintió una presión candente en la cabeza.

Daba patadas al aire, y no a la entrepierna de quienquiera o lo que fuera que le estaba haciendo una llave de cabeza. Se plegó como un cortaplumas, y se giró hasta que sus afilados tacones impactaron en el músculo de la corva. Oyó el alarido de dolor, y clavó los tacones más profundamente.

Algo brilló. Por un instante vio una mano enorme, con un anillo de diamante en forma de estrella. Entonces se giró y le dio otra patada. Cualquier cosa con tal de aliviar la presión que sentía en la cabeza. Aimée gritó para intentar llamar la atención o conseguir ayuda.

Intentó rodar, pero sus piernas no la obedecían.

Entonces empezó a dar codazos, y golpeó el aire hasta que chocó contra tejido blando. Le llegó el grito de un hombre. Le había acertado o en el ojo o en los testículos. Fuera lo que fuera, tuvo que dolerle. Aimée estaba en el suelo, con la cara encima de una horrible moqueta roja floreada de los años cuarenta. Sus piernas ya le respondían, e intentó levantarse.

«Bent al haram», le susurró una voz al oído.

Con todas sus fuerzas, lanzó un codazo y se puso de pie como pudo. Oyó que el hombre chocaba contra los cubos metálicos y maldecía. Aunque corría y se caía, no se detuvo en su huida.

Oyó un fuerte estruendo, como un tren tgv. El pecho le retumbó cuando algo le golpeó en la espalda. Supo que le habían disparado. El chaleco antibalas no había absorbido todo el impacto de la bala. Sintió una quemazón en la cadera. Se tambaleó, pero no se cayó.

Le llovieron trozos del revoque de las paredes. No pienses en las balas, se dijo a sí misma presa del pánico, sigue corriendo. No te detengas. Se oyeron unos gritos, el sonido de alguien que chocaba contra los cubos de metal. A sus oídos le llegaron unos aplausos. El espectáculo había terminado, y el público salía al vestíbulo.

Pasó a toda prisa y chillando al lado de las cortinas de terciopelo, Aimée chocó contra algo enorme y peludo. El oso siberiano gruñó, y entonces lo único que oyó fue un silbido.


* * *

Aimée tomó conciencia del sabor extraño que tenía en la boca, de la arenilla en la cara, y de algo húmedo en el mentón. Saliva. Y en los fragmentos de oscuridad. Algo puntiagudo y crespo se le metía en las orejas y en la nariz. Heno.

Cuando se percató de que estaba debajo de un saco de arpillera, ya estaba saliendo de allí con la ayuda de sus uñas rojas rotas. La cabeza le estaba a punto de estallar. El suelo tembló. La tierra se movía, pero no de la forma que le gustaría a ella.

Al menos su mono de cuero le había protegido, y el oso ya no estaba.

Entonces empezó a recordar.

Se había metido en un comedero de animales, lo primero que había encontrado después de la entrada al escenario. Desenlazó las piernas y cogió su bolso, que todavía llevaba colgado del hombro. El costado le palpitaba del dolor. Respiró poco a poco, ya que si lo hacía profundamente le resultaba molesto. Tenía miedo de tocar la zona en la que había fallado el chaleco antibalas.

A pesar del dolor que sentía en la cabeza y en el cuerpo, el temblor del suelo la ayudó a ponerse de pie rápidamente. Se agarró a una cornisa que tenía cerca, y chocó contra la cola de un elefante gris. Logró escapar antes de que las patas se acercaran más a ella. La trompa del animal cogió el saco, lo arrojó de nuevo al suelo, y lo aplastó. Justo a tiempo, pensó Aimée, e intentó ignorar el punzante dolor de cabeza que sentía.

Un domador guiaba a una pareja de yeguas de color castaño por el suelo adoquinado. Chasqueó la lengua y pronunció unas palabras tranquilizadoras. Los siguió, y pasaron al lado del cartel que decía «Entrée des artistes», y se metió en el primer puesto vacío que vio. Había una división de madera que le llegaba a la altura de la cintura, y en la que no había nada aparte de una pila de heno aromático.

Se arrodilló, y se tocó la cabeza, con cautela. Le había salido un bulto tan grande como una cebolla. Con cuidado, se peinó el pelo con la mano, y sacó de la bolsa una gabardina gris de seda impermeable. Le temblaban las piernas.

Del puesto de al lado, oyó cómo un caballo bebía agua y espantaba las moscas, que zumbaban a su alrededor, con su áspero rabo. Se quitó los zapatos sin talón, que de alguna forma todavía llevaba puestos, y los cambió por las zapatillas rojas Converse que ató rápidamente. Como toque final, se puso unas gafas grandes de montura de carey. Antes de que le estallara la cabeza, iba a volver a entrar y averiguar quién le había atacado. Pero antes tenía que ocuparse de la bala que le latía en el costado.

Al llegar al Café des Artistes, que daba al callejón adoquinado que había detrás del Cirque d'Hiver, se apoyó en la barra. Le pidió a Inés, una mujer regordeta que estaba sentada en un rincón haciendo un crucigrama, un pastis y una aspirine.

– Para un ojo morado lo mejor es la carne de caballo -le dijo Inés, y le pasó dos pastillas blancas por la barra húmeda.

Inés se la quedó mirando.

– A los trapecistas les encanta -continuó la mujer-. Pide un steak tartare y yo invito a las frites.

Poco después, tenía un trozo de carne de caballo en la sien, y el móvil en la otra oreja.

Nadie contestaba en casa de Samia. E Yves tampoco estaba en su apartamento.

Entró cojeando en el baño, se bajó el mono, y evaluó los daños. El chaleco de Kevlar había absorbido casi todo el impacto, excepto la dolorosa metralla que tenía incrustada aproximadamente un centímetro dentro de su cadera. La bala hueca se había fracturado con el balazo. La pegajosa sangre le rezumaba, lo que le producía mareos en el pequeño baño. Tenía que quitársela.

Sus pinzas ya eran historia, las había perdido en el patio cuando intentaba encender el ciclomotor. El único instrumento que se le ocurría eran las tenacillas para el azúcar que había sobre la barra de cinc. Tenía que pensar en algo mejor.

Aimée asomó la cabeza.

– ¿Tienes un botiquín? -le preguntó con una débil sonrisa.

Inés la miró, y le dijo:

– Quédate ahí.

Volvió con el kit y un vaso pequeño de chupito.

– Bébete esto -le aconsejó Inés.

Aimée se lo bebió de un golpe, y sintió que el güisqui de malta le quemaba la garganta, caliente y agradable.

– ¿Necesitas un médico…?

Aimée cogió el botiquín.

– Puedo yo sola.

Inés asintió, y su expresión no cambió cuando vio el estado penoso en el que se encontraba Aimée.

– ¿Y qué tal si te cojo si te caes?

– Trato hecho -dijo Aimée-. Pero sólo si me das otro trago de lo que sea que fuera eso.

Inés trajo la botella, y otro vaso de chupito, y bebió con ella. Se quedaron en el angosto baño. Aimée estaba sentada en el lavabo de mármol, e Inés apoyada contra la pared.

– Durante la batalla por la liberación de París, había luchas sin cuartel en todas las calles -le contó Inés a Aimée mientras esta sacaba una torunda y daba unos toques de antiséptico en las heridas para quitar la sangre-. Mucho antes, habían matado a los animales del circo para comer, pero mi madre se negó a hacer lo mismo con nuestro hurón.

– ¿Hurón? -preguntó Aimée mientras introducía las largas pinzas dentro del alcohol. Le gustaba oírla hablar, ya que le ayudaba a no pensar en lo que tenía que hacer.

– Era un animalillo gracioso -le explicó ella-. Pero para mi madre era casi como un tipo de creencia. Ni de coña iba a dejar que los boches se lo comieran o le dijeran que se deshiciera de él. ¡Así de simple!

– ¿Qué ocurrió? -le preguntó Aimée mientras tocaba ligeramente con alcohol alrededor del feo trozo de metralla que le sobresalía de la cadera, que el chaleco de Kevlar no tapaba.

– El estúpido murió incinerado por el lanzallamas de un panzer. -Inés le guiñó un ojo-. Maman estuvo muchos días enfadadísima. Creo que nunca les ha perdonado a los boches lo que hicieron.

– ¿Dónde estaba tu padre? -quiso saber Aimée, que cogió la metralla con las pinzas y respiró los más profundamente que pudo. Tiró de ella, y el dolor agudo que sintió le hizo soltar un grito ahogado.

– Nunca volvió del campo de trabajo que había cerca de Dusseldorf -respondió Inés-. No estamos seguras de adónde fue a parar. La ira de maman tuvo algo que ver con eso.

Aimée no sacó el fragmento al primer intento. Ni al segundo. La terca metralla había penetrado profundamente con la fuerza de la Mágnum. Sabía que el intenso dolor no sería nada comparado con la infección que tendría si no conseguía sacarlo entero.

– Puedo ver que eres una luchadora -le dijo Inés-. Y pareces que eres una mujer dura. ¿Por qué no has vigilado tu retaguardia?

Gracias por restregármelo, quiso decirle Aimée.

Decidida esta vez, cogió el fragmento de metralla, y tiró de él lentamente y hacia arriba, mientras intentaba soportar el punzante dolor que sentía.

Inmediatamente, Inés le puso encima una gasa grande.

– Pégala bien, y no te pasará nada -dijo ella-. Sólo te he ayudado porque parecía que te podías caer.

– Claro.

Aimée se apoyó contra la pared de mármol hasta que dejó de temblar.

– Aquí viene todo tipo de gente: mecs, chanchulleros, estafadores de poca monta -le contó Inés-. Y para alguien listo que entra aquí, parece que no te han salido muy bien las cosas.

Inés era una fuente inagotable de información y consejos.

– Confié en la persona equivocada -le explicó Aimée.

Samia le había tendido una trampa, y ella había picado como una stupide. Y con ganas. Se suponía que tenía que proteger a Samia, pero fue a ella a quien le dispararon en la cadera.

Inés asintió.

– Mira -dijo ella señalando al espejo-. Ni rastro.

El bulto se había deshinchado bastante. Y el martilleo que sentía en la cabeza había bajado a un dolor razonable. Se había puesto esparadrapo en el costado, de un lado a otro. Se quitó las gafas, sacó el maquillaje, e hizo un buen trabajo de reparación en el ojo: lápiz de ojos y mucho corrector.

Aimée notó que Inés la miraba. De vuelta en el café, se sentó e intentó llamar de nuevo a Samia. No hubo respuesta.

– Magnesio -le dijo Inés, y le puso delante una ensalada verde-. Lo necesitas.

Merci -le agradeció ella.

Picoteó un poco de la ensalada y las frites, y siguió llamando a Samia. Pensó en los elefantes, y en cómo uno de ellos casi la aplasta junto con el saco de arpillera.

– ¿Y qué me puedes decir del general? -le preguntó Aimée-. ¿Has oído hablar de él?

– ¿Y si no estás al nivel? -dijo Inés, con una sonrisa.

¿Le estaba el pastis nublando la percepción, o se había vuelto Inés una listilla?

Y sin mencionar la humillación total y absoluta. Primero, le tendieron una emboscada; después, una mujer que podía ser su madre le repetía lo tonta que había sido.

– Tómatelo como algo que está fuera de tu alcance -insistió Inés, arrugando los ojos.

Se estaba burlando de ella.

Patético.

Cerró los ojos y se rió.

– Hablando del general, no está ni en mi universo -dijo ella con una sonrisa-. Pero si no lo encuentro, lo volverá a hacer.

Inés cogió su crucigrama y se sentó a su lado.

– ¿Por qué no lo has dicho antes? -dijo ella-. Viene en esos coches que tienen matrículas especiales…

– ¿Matrículas diplomáticas? -la interrumpió Aimée.

– No le cae bien a nadie. -Inés se encogió de hombros-. Eso es lo único que sé.

Aimée apuntó su número de teléfono en una servilleta, y se levantó para marcharse.

– Llámame si vuelve, por favor.

– Vigila tu retaguardia -contestó ella.


* * *

Aimée se sentía mejor. «Mejor» era una palabra de significado relativo, pero los analgésicos estaban surtiendo efecto. Cruzó la estrecha calle, y entró por la parte de atrás del cirque.

En la pista, pasó al lado de un tragafuegos que usaba los dedos de los pies para regular el ángulo de la llamarada en la boquilla de un bidón de gasolina. Empezó a emanar calor, y el hombre aspiró el aire. Ella se echó hacia atrás con temor cuando el tragafuegos lanzó una ondulante llama blanca amarillenta por encima del serrín. Cuando se giró, Aimée vio que por la parte de atrás de la diminuta camisa le subía una manguera.

El público que había en el ensayo estaba formado sólo por técnicos. Buscó al hombre del regaliz y a su tropa, pero, lamentablemente, no estaban. Caminó entre los asientos de terciopelo rojo donde se habían sentado. Nada. Ni una colilla.

– Necesito un ayudante -dijo una voz de acento marcado desde el escenario pequeño.

Aimée levantó la vista, y vio que el que había pronunciado esas palabras era un hombre de rostro arrugado y cubierto de maquillaje color carne. Era alto y flaco, y llevaba un turbante con una brillante gema en el centro y una capa negra de satén. Ladeó su enorme cabeza, y centró su mirada en ella.

– ¿Me podrías ayudar?

– Lo intentaré -le contestó ella, inundada de repente por la magia del circo. Se sentía igual que cuando, sentada al lado de su abuelo, este le susurraba al oído: «Míralo bien, Aimée… mira las mangas del mago… ¿puedes ver cómo lo hace?». Pero no pudo hacerlo, nunca pudo descubrir el truco del prestidigitador.

Blandió un pañuelo tornasolado, lo agitó en el aire, e hizo una bola con él. Dio unas palmadas, y se las enseñó. Vacías.

– Humo y espejos, ¿no? -dijo ella.

– No tengo humo-le dijo él-. Y a mi edad… nada de espejos, por favor.

Su capa negra de satén destelló cuando sacó el pañuelo de detrás de las orejas de Aimée.

Se quedó boquiabierta. ¿Cómo lo había hecho?

El sonrió al ver su reacción.

– ¿Stanislav, el Colosal?-le preguntó ella.

El hizo una reverencia.

– La tercera maravilla de Budapest está disponible para fiestas, comidas de negocios, o para esa velada especial que requiere un toque mágico.

– ¿No formas parte del cirque?

– Mi actuación necesita de un entorno más íntimo -le contestó él haciendo un gesto hacia las filas de asiento de terciopelo rojo-. Cerramos una sección del cirque para convertirlo en un semicírculo, y actuar en esa plataforma.

Un obrero daba martillazos al lado de la pista.

– Aquellos hombres que estaban sentados ahí-le dijo ella señalando el lugar donde habían estado los militares-. ¿Sabes dónde están? Se supone que he quedado con ellos… -Aimée dejó la frase en suspenso, esperando que Stanislav terminara la frase por ella.

– ¿El general? -preguntó él.

Ella asintió.

– Un tipo raro, el general-dijo Stanislav-. Mis seguidores son leales.

– ¿El general es admirador suyo?

– Tengo mucho éxito entre los argelinos.

¿Con los militares argelinos? Aimée controló su sorpresa.

El obrero apareció, y le dio golpecitos en la muñeca, intentando llamar la atención del mago.

– Has sido una ayudante encantadora, pero, si me disculpas, debo seguir -le comunicó Stanislav en un ensayado tono de voz entrecortado, que indicaba que estaba muy ocupado y que se daba prisa para tener siquiera una pizca más de tiempo.

Aimée bajó de la plataforma cubierta de serrín, dándole vueltas a la cabeza para hallar una forma de obtener más información sobre el general.

– Va a pensar que soy una inútil, pero me robaron en el bolso en el que tenía la agenda de direcciones, y no sé cómo encontrarla -le explicó ella volviendo a la pista.

– Ojalá pudiera ser de más ayuda -dijo él siguiendo al carpintero.

Curioseó un rato más entre bambalinas, pero nadie sabía nada del general -y si lo sabían, no se lo iban a contar. Ni siquiera el entrenador de caballos. -Me fijo en las mujeres bellas -le dijo él con un guiño-. Como usted.


* * *

Aimée condujo hasta el apartamento de Samia. No hubo respuesta. El hammam estaba cerrado, y comenzó a llover. Le dolía la cabeza, y su estado de ánimo iba acorde con el lluvioso día gris. Se quedó sentada en el coche de René cerca de la place Jean Timbaud, mientras la lluvia golpeaba el cristal del parabrisas. La gente que salía del metro levantaba el cuello de sus abrigos y bajaban corriendo la calle. Debió de quedarse traspuesta porque lo siguiente que oyó fue que alguien golpeaba con fuerza la ventanilla del conductor.

Allez-y! -gritaba un égoutier vestido de verde, con su oscuro rostro mojado por la lluvia-. Muévase. No puede pasar el camión.

– Pardon -dijo ella, y encendió el motor del Citroën, que con un rugido volvió a la vida, y le dio a los limpiaparabrisas.

Fue entonces cuando vio a Samia, que salía disparada del sucio hotel en impasse Ouestre. Puso primera, y le bloqueó el paso a Samia antes de que pudiera entrar en Jean Timbaud.

– ¡Entra! -le ordenó Aimée, y se inclinó y abrió la puerta.

Samia parpadeó, como un ciervo delante de los faros de un coche. Intentó retroceder, pero resbaló y se agarró a la puerta.

– No puedo…

El camión de la basura comenzó a pitar.

– Date prisa, tenemos que hablar -le dijo Aimée.

Samia buscó una vía de escape. La lluvia caía con más fuerza. Su única opción era el callejón del que había salido.

– ¡Ahora! -le gritó Aimée.

O la lluvia o el grito de Aimée la convencieron para que entrara en el coche. Bajaron por Jean Timbaud. Llegaron a passage de la Fonderie, un estrecho callejón con paredes cubiertas de enredaderas, y se metió dentro. Aparcó el coche y apagó el motor.

– No tienes muy buen aspecto.

– Qué lista -dijo Aimée, le cogió a Samia el bolso rosa con bolas bordadas y vació su contenido-. Teniendo en cuenta que me dispararon, no estoy nada mal.

Samia abrió los ojos de par en par.

– Las chicas listas no traicionan a sus amigos.

– No eres mi amiga -le dijo la chica, pero se estremeció cuando habló, Se quitó el agua de los hombros, salpicando así la tapicería.

– Ni siquiera está bien hacérselo a una conocida.

Samia bajó la mirada.

– Lo siento. Me dijeron… bueno, se suponía que no tenía que hacerte daño.

– ¿Por qué será que me resulta difícil creerte?

– Me dijeron que sólo te advertirían -dijo ella en un tono de voz hosco.

– ¿Quiénes?

– Déjame salir.

El callejón estaba vacío, sólo de vez en cuando se oían pisadas. Las ventanillas empañadas del Citroën las protegían de las miradas curiosas.

Aimée tenía que hacerle hablar.

– ¿Qué significa bent al haram?

Bent al haram?-repitió Samia con los ojos cerrados como sí estuviera sumida en un pensamiento profundo-. «Puta entrometida» se acerca bastante.

Genial.

– ¿No le gusto al general?

Samia iba a abrir la puerta, pero Aimée sacó su Beretta.

– Ha sido una tarde dura, Samia -dijo ella-. Es hora de que me alegres el día.

Con la otra mano, echó un vistazo a lo que tenía la chica en el bolso: un paquete de condones rosas, las llaves de un hotel, una novela romántica de diez francos, ilustrada y de bolsillo y una horquilla con perlas. Aimée sacudió de nuevo el bolso, y de él cayó una mano de Fátima. Igual a la de Eugénie/Sylvie.

– ¿De dónde la has sacado?

– ¿La mano de Fátima? -preguntó Samia.

Aimée asintió.

– Perteneció a mi madre -respondió la chica-. La tiene mucha gente.

– ¿Cómo quién? -quiso saber ella.

– No creo que la sepas usar siquiera -dijo Samia mirando la Beretta por el espejo de cortesía de su asiento e ignorando la pregunta.

– Aunque tuviera mala puntería, sería difícil fallar teniéndote tan cerca. -Aimée amartilló su pistola-. ¿Quieres averiguarlo?

Samia se estremeció.

– Un flic ha grabado nuestras conversaciones -mintió Aimée. Cualquier cosa con tal de que hablara-. Estás bajo videovigilancia. Va detrás de mí, pero creo que de ti también. Sólo está esperando, Samia.

La bravuconería de la chica se marchitó.

– ¿El sargento Martaud?

Aimée asintió. El aire viciado que había dentro del coche y el perfume de Samia ya le estaba empezando a molestar.

– ¿Está aquí el número del general? -le preguntó Aimée, señalando una libreta de direcciones de pelo rosa-. Trataré con él directamente.

En los ojos de Samia se reflejó el miedo.

– Son grandes…

– ¿Quiénes?

– Déjalo estar -dijo ella.

– Samia, ¿no ves que mi dedo todavía está en el gatillo? -le dijo Aimée.

– No sabes nada… -La chica hizo una pausa.

– ¿Sobre qué?

Los labios de Samia se tensaron.

– De acuerdo, le diré a Martaud que Zdanine es el proveedor del plastique. -Aimée suspiró, y se guardó la libreta-. Eso me sacará del atolladero.

Encendió el motor.

– Y como Zdanine está pidiendo asilo en la iglesia, tú eres el enlace perfecto.

Era una conjetura, pero, por la expresión de Samia, vio que había dado en el blanco.

Attends-dijo ella-. Llamé a un número. Eso es todo. -Su respiración se aceleró. Cuando la miró, Aimée vio que se le había corrido el maquillaje-. No metas a mi hijo en esto, c'est compris?

Aimée se preguntó por qué diría eso Samia: ¿estaban usando a su hijo para mantenerla a raya? Sintió una punzada de remordimiento por utilizarla, una madre que no podía tener más de dieciocho años.

– Zdanine te usó, ¿verdad?

– Sólo dos veces -dijo ella-. Por eso no te creí.

– Quieres creer a Zdanine en vez de a mí… -Aimée dejó la frase en suspenso.

Se quedaron en silencio. Únicamente se oía el golpeteo de la lluvia sobre el parabrisas.

– Está a punto de pasar algo, ¿verdad?

Samia se encogió de hombros.

– ¿Cuál es la conexión de Eugénie?

Samia limpió la ventana empañada y apartó la mira.

– ¿Qué hora es?

– Por un momento, me fuiste de gran ayuda -le dijo Aimée. Se echó hacia delante, todavía empuñando la Beretta-. ¿Quién mató a Sylvie?

– Sylvie… ¿Quién es esa?

Aimée sintió cómo la ira se apoderaba de ella, para luego desvanecerse. ¿Por qué iba Samia a conocer su doble vida?

Cogió a la chica del mentón, e hizo que la mirara.

– ¿Fue el general? -le preguntó ella.

– ¿Quién es Sylvie?

Samia parpadeó varias veces.

Exasperada, Aimée aporreó el volante.

– ¿Qué tiene que ver Eugénie en todo esto?

– Se quedaba en el apartamento.

Las lágrimas rodaban por el rostro de Samia.

– ¿Quién iba a verla allí? -le preguntó Aimée. Sabía que tendría que sacarle información poco a poco.

– Le gente dejaba cosas -le dijo, y se secó las lágrimas-. No te he dicho nada. Nada.

– Por supuesto que no -le contestó ella en tono tranquilizador-. ¿Te está metiendo miedo alguien para que no me cuentes lo que sabes?

– Los maghrébins usaban ese sitio. Me dan miedo -le contó ella-. Se lo dije a Zdanine, que no quería tener nada que ver con ellos. Él sí.

– ¿Para qué?

– Tienen más sitios -dijo Samia-. Ya sabes, por todos lados, como un pulpo.

Aimée recordó el panfleto con «Youssef» escrito en él. Se sintió como si estuviera agarrando a un clavo ardiendo.

– ¿Mencionó Youssef a Eugénie? -preguntó ella.

– ¿Youssef? Creo que sí: alguien llamó a Zdanine mientras yo estaba allí. Pero sólo vi una vez a Eugénie -le dijo Samia-. Eso es todo.

– ¿Te dio ella esto? -le preguntó Aimée, mostrándole el pasador de perlas.

– Le debo cien francos -le contestó Samia en tono compungido-. Mira, es el cumpleaños de Marcus. Se sentirá dolido si no llego a su fiesta del colegio. Ni siquiera he tenido tiempo de comprarle un regalo.

Por la expresión de su rostro parecía como si se hubiera acabado el mundo.

Aimée metió la Beretta en su bolso, y se quedó mirando su reloj.

– Toma -dijo ella quitándose el reloj de la cara feliz-. Te pega más a ti que a mí. Dáselo a tu hijo.

Samia parpadeó. No parecía segura.

– Cógelo -insistió Aimée-. Pero no me tiendas más trampas.

Chouette! -Su rostro se iluminó con una gran sonrisa, la de una niña grande, contenta con su nuevo juguete, que se lo puso entusiasmada-. Merci!

A Aimée le sorprendió lo infantil que parecía Samia cuando tenía las defensas bajadas. Por un momento, vio a la niña cuya madre trabajaba probablemente en horizontale, y que había crecido en un complejo de casas de protección oficial, y que después empezó a salir con un gusano como Zdanine. Recordó lo que Moliere había dicho sobre escribir: primero lo haces porque te gusta, después por algún amigo, y al final acabas haciéndolo por dinero.

Samia había bajado la visera de su asiento, y empezó a quitarse el maquillaje delante del espejo.

– Tengo que ir a Gare du Nord -le dijo-, y coger el tren de la una y media para llegar a la fiesta de Marcus.

De todo lo que le había contado ella, eso se lo creyó al cien por cien.

– Cuéntame más de camino a la estación -le dijo Aimée, y encendió el motor-. ¿Qué relación tienes con Morbier?

– ¿Con quién?

Sorprendida, Aimée siguió conduciendo. Decidió darle una descripción de él, de modo que si lo había visto no tenía por qué saber necesariamente que era un flic.

– Morbier es un mec mayor, con el pelo canoso, bigote y lleva tirantes por encima de la barriga.

– Me suena a uno de los amigos de mamá -dijo Samia-. Ella conocía a muchos carrozas.

Aimée se dio cuenta de que había usado el pasado.

– ¿Conocía?

– Murió -le explicó la chica.

– Lo siento -dijo ella.

Le picó la curiosidad, y quiso saber más. Por lo menos, averiguar por qué Morbier quería que ella protegiera a Samia. Rodeó la place de la République, y subió a toda velocidad por el bulevar de Magenta.

– ¿Cómo se llamaba tu madre? -le preguntó.

– Fouaz, como yo -contestó Samia. Su boca dibujaba una triste sonrisa.

Aimée estaba a punto de hacerle otra pregunta cuando la chica se volvió hacia ella.

– Que esto quede entre nosotras, pero cincuenta mil francos compra una toma de rehenes.

A Aimée le dio un vuelco el corazón. Agarró con fuerza el volante.

– Sigue.

El rostro de Samia, ya sin maquillaje, hacía que pareciera más joven de lo que probablemente era. Pudo ver que debajo del abrigo negro llevaba una recatada falda y un conjunto color melocotón. Aimée se preguntó cómo Samia podía tener la conciencia tranquila, bueno, de tenerla.

– ¿Quién pide este plastique?

– Zdanine dice que unos chiflados de los Balcanes que son aficionados a volarse unos a otros -le contestó Samia-. Hacen siempre esa mierda, de todas formas.

Aimée asintió. Qué lastima que no fuera verdad en su caso.

– ¿Fue Duplo la última vez? -le preguntó, esperando en vano que la chica lo supiera.

– El Semtex falla a veces, no es fiable. A los fundamentalistas no parece importarles -respondió Samia con total naturalidad-. Zdanine utiliza Duplo… «Sólo calidad», dice él.

– ¿Y qué me dices del general?

Samia se encogió de hombros.

– No sé.

– Pero ¿por qué eligieron a Eugénie?

– Fue una excepción. -Samia, recelosa, entrecerró los ojos-. Vende a gente de fuera, no de aquí. -Negó con la cabeza-. No me mires a mí. Zdanine estaba en la iglesia, así que no pudo haber sido él quien la hizo saltar por los aires.

La lluvia se deslizaba por el parabrisas en forma de riachuelos plateados, como mercurio. Aimée accionó los limpiaparabrisas para que fueran más deprisa. El tono despreocupado de Samia la enfadó. Pero tenía que mantener el tipo si no quería que la chica se cerrara en banda.

– Da miedo -dijo Aimée, y la miró de forma elocuente-. Quiero decir, mira lo que puede ocurrir.

– No hagas enfadar a nadie -dijo Samia, pero le temblaba el labio. Parecía inquieta-. Llamé a un número de busca… fue lo único que hice.

– ¿Cuándo?

– Me dijeron: «Llama dentro de cuatro horas… si no contestan, inténtalo de nuevo dos horas después». Alguien me devolvió la llamada y me dijo cuál era el lugar de entrega.

Aimée se detuvo detrás de una hilera de taxis. Tuvo una idea.

– Llama a Zdanine antes de irte.

Samia cogió el teléfono de Aimée y lo llamó.

Su voz cambió; no sólo era su actitud empalagosa y tranquilizadora hacia el proxeneta, sino su tono serio como si lo estuviera convenciendo de algo. Estuvo discutiendo dos minutos enteros en una mezcla de francés de los bajos fondos, verlan y árabe.

Bruscamente, cerró el móvil de Aimée.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó Aimée.

– Al final cederá.

A Aimée no le importaba la lista de clientes potenciales de Zdanine; lo que quería eran los proveedores que habían estado en el Cirque d'Hiver.

– Zdanine dice que es demasiado peligroso, ¿verdad?

Samia negó con la cabeza.

– ¿Qué es entonces?

– Tu parte le parece demasiado grande -le dijo-. Cree que debería dividirse para que él se llevara una buena tajada. Después de todo, es el primo de Khalil, y los contacto son suyos.

Hablaba como un verdadero proxeneta, pensó Aimée. Si Samia se lo había traducido bien. Fuera, en la place Napoleón III, la gente salía de Gare du Nord, abría el paraguas, y corría a coger un taxi.

– No vamos a hacer nada hasta que le mande un telegrama a Khalil para que ponga el adelanto -le explicó Aimée-. ¿Cómo sé que tu gente va a tener el plastique?

– No son mi gente -le dijo Samia-. Ya te he dicho que no me gustan. Zdanine es el que lo lleva.

– Hasta que me des el nombre del proveedor, no voy a soltar ningún adelanto.

La chica se encogió de hombros. Se abotonó el abrigo, y agarró la manilla sin volverse.

– ¿Cuál es el número?

Samia abrió la puerta. Una cortina de lluvia salpicó el interior del coche.

– El colegio de Marc está en las afueras de París, aunque no muy lejos. Volveré enseguida.

Cerró la puerta de golpe, y desapareció en dirección a los andenes de la cavernosa estación.

Aimée apoyó la cabeza sobre el volante. La situación apestaba. Samia había hecho un trato. Tenía esa corazonada.

Allí estaba ella, en una parada de taxis al lado de Gare du Nord, con las ventanillas empañadas, y no más cerca que antes de Eugénie y de los proveedores del explosivo.

Su melancolía era igual de gris que la cortina de lluvia que atravesaba la plaza. Extraordinario… no recordaba un abril tan lluvioso. Había estado lloviendo sin parar toda la semana. Respiró profundamente varías veces y pensó que si aquellos hombres eran los proveedores de los explosivos, ¿por qué esperar a que volviera Samia?

Encendió el motor, y volvió a bajar por el bulevar de Magenta. En tiempo récord, aparcó en Cité de Crussol, en uno de los callejones que salía de detrás del Cirque d'Hiver.

Marcó el número de Morbier, que contestó después de que sonara varias veces.

– Morbier, llámalo intuición, pero Samia está jugando conmigo -le dijo ella-. ¡Por culpa de tu amiguita, me han disparado!

– ¿Disparado?

– Me he quitado la metralla, pero…

– Es joven, Leduc -dijo él-. Y los jóvenes no saben dónde está el bien y dónde el mal.

– Mejor dicho, no tienen conciencia -dijo ella.

Bien sûr-le dijo-. Cuéntamelo.

Le contó lo del Cirque d'Hiver, y lo repentino de su marcha en Gare du Nord.

– No me gustaron los grandullones del circo.

– Un trabajo preliminar y una organización muy buenos -le dijo él.

Ella hizo una pausa, sorprendida por su comentario. Muy raras veces decía algo elogioso.

– Pero todavía sigo a oscuras. Samia se volvió servicial demasiado rápido.

– Hará lo que sea necesario.

Se preguntó por qué seguía justificándola.

– ¿Por qué la has perdonado con tanta facilidad?

– Sin preguntas, ¿recuerdas? -respondió él-. Marcus debe tener seis o siete años, ¿no es así?

Su comentario no le sorprendió. Morbier tenía una memoria enorme, como su padre y todos los de su generación. Ni archivos informáticos ni sistemas centrales de almacenamiento; lo guardaban todo en la cabeza: el historial delictivo de algún mec, un caso sin resolver que había ocurrido en su arrondissement años atrás, quién sobornaba a los peces gordos, el harén de un proxeneta, y los nombres de sus hijos.

– ¿Adónde vas? -le preguntó Morbier.

– A la iglesia -contestó ella-. Puede que Zdanine me sea más útil.

– ¿Y hablará contigo?

– No lo sabré hasta que lo intente.

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