Aimée se quedó mirando al espejo que había a la derecha de la barra, rajado por cuatro o cinco sitios, en el abarrotado Café la Vielleuse. Pintada en el espejo había una imagen descolorida de una mujer que portaba una vielleuse, una tradicional zanfona. Evidencia de la moda de principios de siglo era la blusa azul de mangas farol y el lazo blanco que llevaba la mujer. La madera gastada y pulida, el suelo de mosaico y la barra achaparrada competían con la modernización de los años setenta de la parte de delante. Café la Vielleuse ocupaba el amplio bulevar de Belleville y la abrupta rue de Belleville de dos carriles y congestionada por los autobuses, los coches y los apresurados peatones.
– De seguro que este lugar tiene su historia -dijo Aimée en un tono de voz familiar, y sonrió al atareado camarero que estaba detrás de la barra.
Él asintió, se colocó el lápiz detrás de la oreja, y con un movimiento rápido le dio al calentador de leche, que llenó el lugar de un chirrido sordo. Después se oyó un lento silbido cuando la leche hacía espuma.
– Dédé, el encargado, seguro que lo sabe -dijo él.
– ¿Está aquí?
– Está en la parte de atrás. ¡Dédé! -gritó el camarero por encima del ruido.
Al fondo, había un hombre fornido sentado detrás de una máquina de sumar, y con el dedo en la nariz. La máquina no dejaba de zumbar, y escupió un rollo de cinta.
– Merde! -exclamó él, y le dio un empujón a la máquina y la apagó.
– Mademoiselle quiere hacerte algunas preguntas sobre la Vielleuse -le dijo el camarero señalando a Aimée con el pulgar.
Dédé era un hombre achaparrado y su cabeza era más pequeña que la de Aimée. Se iba ahuecando su ralo pelo mientras se acercaba a ella. Su chaqueta corta de traje no combinaba con sus pantalones de cuadros. Llevaba botas con tacón y de punta.
– Tiens, sí que tiene su historia -le dijo él, y extendió una mano para estrechar la de ella.
A Aimée dejó caer su bolso al suelo.
– Je m'excuse-dijo ella, y se agachó rápidamente para recogerlo.
El suelo de linóleo estaba lleno de envoltorios de terrones de azúcar, colillas y resguardos de lotería. ¡Pero mejor eso que darle la mano a Dédé!
Cuando se levantó, Dédé encendió un cigarrillo, dejó el mechero dorado, y se apoyó en la barra de cinc. Su aliento olía a vino.
– En 1914, les allemands acamparon en Fontainebleau. Su cañón destruyó la tienda de al lado e hizo añicos la vielleuse, comme ça-le contó Dédé-. La dejamos tal cual para que la gente lo recordara.
Fuera, en la rue de Belleville, unos niños chinos, una corpulenta mujer árabe y unos judíos con kipá atestaban la acera, mirando algo embobados. Aimée se preguntó qué sería lo que les llamaba tanto la atención. Entonces vio una figura subida a unos zancos que hacía malabarismos con lo que parecían ser unos bolos.
– Se rumorea que retiraron el cañón de los alemanes para usarlo en el frente -le contó Dédé, mientras toqueteaba la pelota de fútbol de su llavero-, y eso evitó que bombardearan París.
– Tiene mucha historia.
Aimée seguía sonriendo, y su tono de voz era neutro. Pensó que sería mejor que le invitara a tomar algo.
– ¿Quiere tomar algo?
– Estaría bien una bière lambic, al estilo belga.
– Que sean dos -dijo ella.
Dédé sonrió y chasqueó los dedos. De vez en cuando, hacía sonar el llavero, como si necesitara saber que seguí ahí. Aimée se preguntó si le contaría lo de Édith Piaf.
No tuvo que esperar mucho. Cuando aparecieron los espumosos vasos de cerveza, Dédé le relató el nacimiento de la Gorriona en los escalones del 72 de la rue de Belleville. Le dijo que había una placa que decía: «Édith Piaf cantó primero en las calles de Belleville. Mucho más tarde sus canciones recorrieron los bulevares del mundo entero».
Bonita forma de explicarlo, pensó Aimée.
– A decir verdad, la madre de Piaf llegó al hospital Tenon, detrás de Gambetta -le dijo Dédé-, pero la historia mejora si se cuenta de la otra manera.
Dédé tenía razón. Aimée le dio un sorbo a su biére lambic, dejando que los lúpulos tostados se mezclaran con la dulce frambuesa.
No estaba mal.
Se fijó en que, mientras estaban en la barra y él le contaba la historia, Dédé saludaba con la cabeza a los clientes, guiñaba el ojo a alguien al otro lado del café, o levantaba la mano para saludar. Nunca perdió el hilo de la conversación ni de prestarle atención. Ni tampoco se le pasaba por alto ningún vaso volcado, o lanzarle una mirada cortante a un camarero que no se había dado cuenta de que había un cliente que quería pagar. La descripción que Elymani había hecho de él le vino a la mente: un tipo giclé.
– Mi antiguo jefe me contó que Piaf cantaba ahí enfrente, pero mucho lo hacían en aquellos tiempos. -Dédé se encogió de hombros-. A decir verdad, no era nadie especial hasta que mataron a su novio, el dueño del cabaret, y la police judiciaire la llamó para interrogarla. Eso le dio mucha publicidad.
Sonrió.
– No han cambiado mucho las cosas, ¿eh? -dijo Aimée-. La gente para ser famosa hace cualquier cosa.
– Belleville era diferente por aquel entonces, muy populaire, de clase obrera. Se trabajaba duro, se jugaba duro -le guiñó el ojo y apuró su cerveza-. Mi padre era inspector de vías férreas, y mi madre empujaba una carretilla de verduras en el mercado. Así que diría que me crié entre el mercado y las vías. -Soltó una carcajada y levantó su vaso vacío-. Me alimenté de esto como leche materna.
Varios de sus trabajadores rieron con él desde detrás de la barra. A Aimée las carcajadas le sonaron forzadas.
– Encore, s'il vous plaît-le dijo ella al darse cuenta de que tenía que seguir invitándolo para que no dejara de hablar.
Dédé parecía que le gustaba describirse como descendente de la clase populaire. Y probablemente bebía todo el día, para alimentar sus recuerdos. Pero permanecía alerta y daba la impresión de que se encargaba de atender a los conocidos, de conocer gente. Aimée se preguntó cómo habría conocido a Eugénie.
– Dicen que Piaf no paraba, que tenía la energía de un colibrí-continuó Dédé mientras levantaba su vaso de biére-. Salut.
Aimée vio su oportunidad.
– Mi amiga Eugénie, que vive muy cerca de aquí, es así -dijo Aimée asintiendo con la cabeza-. A veces resulta cansado estar con ella.
Dédé le daba sorbos a su cerveza. Había entrecerrado los ojos. No respondió.
Quizás estaba acostumbrado a hablar sólo él, o puede que no le gustara el giro que había dado ella a la conversación. De su bolsillo salió un pitido, y sacó su móvil. Rojo y compacto, un Nokia de los nuevos. Contestó y murmuró algo que Aimée no pudo oír, colgó y lo metió de nuevo en el bolsillo.
– Eugénie tenía un apartamento en la rue Jean Moinon -le dijo ella con una sonrisa-. Bien sûr que la conoce, Eugénie Grandet.
– Este es el café más concurrido del bulevar. Por aquí pasa mucha gente -le dijo él.
Arrugó sus pequeños ojos negros cuando levantó los brazos, y fue en ese momento cuando ella vio que llevaba un reloj de oro y una pulsera gorda de oro rosa en la muñeca.
– Tiens, Dédé, ¡sé sincero! Si conoces a todo el mundo que viene aquí -exclamó el camarero joven, mientras lavaba y secaba los vasos.
Si lo que quería era ganar puntos con Dédé, a Aimée le dio la impresión de que el efecto había sido el contrario.
– Por desgracia, no recuerdo las caras de todo el mundo -dijo él, en un tono de voz de desaprobación hacia sí mismo-. Pero me aseguro de que todo vaya bien y de que mis clientes se sientan como en casa, ¡ese es mi trabajo! Gracias por las cervezas, la próxima vez invito yo. -Le guiñó el ojo y le dedicó una sonrisa empalagosa-. Y ahora si me disculpa…
Tenía que detenerlo antes de que se escapara.
– Es demasiado modesto -le dijo ella. Le puso la mano encima de su muñeca, cubierta de áspero pelo negro, para que no se fuera-. Eugénie tiene el pelo corto, como el mío, sólo que el suyo es pelirrojo.
– La del peto ajustado -dijo el camarero-. Viene aquí…
Dédé le lanzó una mirada que le hizo callar.
– Mes enfants. -Lanzó una sonora carcajada y apretó la mano de Aimée, y apartó la suya-. No puedo quedarme más tiempo con vosotros, chicos. Además tengo que revisar la carga. Pascal, necesito tu ayuda.
Le hizo un gesto al camarero joven, y se marchó de allí con la soltura de un lagarto.
Aimée quiso desinfectarse las manos,
Pero cuando bajó la mirada, se fijó en que el fino mechero tenía una perla luminiscente incrustada en él. No era una perla normal.
Era una perla Biwa.
Y Dédé se lo había olvidado, pero entonces se imaginó que no había sido su intención olvidarlo.
Cogió el mechero, pequeño y caro, que seguramente habría pertenecido a Eugénie/Sylvie.
Es posible que lo hubiera puesto nervioso, por eso se lo había olvidado. Pero enseguida recordaría. Dejó cincuenta francos en la barra y se fue.
En la oficina, René le pasó el último fax de la edf.
– Estamos a la espera -dijo él.
Aimée leyó el fax que decía que la edf estaba revisando la propuesta para el sistema de seguridad de Leduc Detective.
– Pero no han dicho que no.
– Voy a jugar a la lotería -dijo él-. Podría ser más rápido.
Le contó a René la conversación en Café le Vielleuse.
– Así que Dédé sabe más de lo que dice -dijo René.
– Mucho más -contestó ella-. Mira esto, se lo olvidó en la barra.
Le puso el mechero en su rechoncha mano. El le dio la vuelta en su palma, y tocó la perla de superficie irregular.
– Este no me parece que sea un mechero muy masculino.
– Me sorprendería si lo fuera -dijo Aimée.
– Dédé tiene un bonito Nokia -le informó ella-. No son móviles encriptados, ¿verdad?
– Todavía no. ¡Esos funcionan de maravilla para monitorizar las transmisiones! -René abrió los ojos de par en par-. Y tienen una recepción tan clara. ¡Y un buen ancho de banda!
– Si vas a seguirlo -le dijo metiendo un portátil en su maletín-, cuenta conmigo.
– Encantada de que me acompañes -dijo ella.