– Todavía parece como si te hubiera atropellado un camión -dijo René.
– Como te he dicho, me he chocado contra la parte de atrás de uno -le dijo ella mientras entraba cojeando en su oficina.
Miles Davis correteaba a su lado, y saltó a la silla de René.
– ¿Por qué no te recuperas en casa? -le preguntó él.
– El trabajo me cura -dijo ella, y colgó su chaqueta de cuero en el perchero-. ¿Cómo va lo de la edf?
– Ayer por la noche salieron con que hiciéramos un escáner de vulnerabilidad de su sistema de software -dijo él con una débil sonrisa-. Hoy mencionaron el hardware. Tiens, todavía ninguna firma sobre la línea de puntos.
René se abotonó su impermeable de Burberry.
– Adivina adónde fue el dinero de Philippe.
Aimée levantó la vista.
– A su viñedo. -René negó con la cabeza-. Château de Froissart resultó ser un auténtico tragadero de dinero. Las vides tenían las raíces podridas.
No era de extrañar que necesitara mucho dinero.
– Es hora de mi clase en el dojo-dijo René. Cuando abría la puerta, se detuvo, con expresión preocupada-. Ça va?
– Estoy bien, socio -dijo ella.
– Alguien ha venido a verte -le informó él.
Morbier entró en su oficina; traía de la mano al niño de la fotografía que había visto en el apartamento de Samia.
– Leduc, te presento a mi nieto, Marc -le anunció Morbier.
– Enchanté, Marc-dijo ella, y se levantó para saludarlo. No le sorprendió demasiado.
Los ojos redondos y negros de Marc se iluminaron en su rostro color miel cuando apareció Miles Davis.
– ¿Te apetece beber algo, Marc?
Su tímida sonrisa quedó oculta entre los pliegues del abrigo de Morbier. Se agachó para acariciar al perro, que se había puesto a dos patas para olisquearlo.
– En otra ocasión, Leduc -dijo él-. No podemos llegar tarde a un acontecimiento especial que va a haber en el zoo de Vincennes. Sólo quería dejarte esto.
Morbier le dejó una mugrienta carpeta en su mesa.
– Ahora sabes tanto como yo -le dijo él con una mirada significativa-. Eso si tú quieres. Entrégalo más tarde.
Cuando se cerró la puerta, Aimée se sentó. Se quedó mirando la carpeta, muy sobada y con una mancha de café.
Su móvil sonó varias veces. Miles Davis ladró y saltó sobre su regazo. Aimée ignoró el teléfono. Intentó coger la carpeta, pero le temblaban las manos y no podía agarrarla. Las sombras se alargaban. No supo cuánto tiempo había estado sentada mirándola cuando se percató de que la luz de las farolas entraba por la ventana desde la rue du Louvre. Miles Davis gruñó. Alguien aporreó la puerta de la oficina. Con fuerza e insistencia.
Fue a abrirla.
Yves estaba de pie en el descansillo, con una maleta detrás de él. Tenía una barba de varios días. Llevaba unos vaqueros negros, una chaqueta negra de cuero, y estaba para comérselo. Y se marchaba.
– Me has robado el éxito, Aimée: has conseguido la primera plana y te has cargado mi oportunidad de dejar al descubierto al Ministerio de Defensa -dijo él, al entrar. Sonreía-. Pero si alguien tenía que hacerlo, me alegro de que fueras tú. Reuters parece interesada. Están enviando las señales pertinentes.
– ¿Por eso desapareciste? -le preguntó ella.
– No te podía contar lo que estaba haciendo, estaba trabajando para la mujer del ministro. A Martine tampoco le hizo mucha gracia. No va a publicar el artículo. Pero lo entiendo, es de la familia. Sabe que iré con la historia a otra parte.
Antes de que Aimée pudiera decir nada, le entregó un sobre grueso.
– Podrías venirte conmigo -le pidió él, y la miró fijamente con sus ojos oscuros.
– No es tan sencillo.
– Es verdad. Es muy sencillo -dijo Yves, que, con la mano, le peinó el pelo, que lo tenía de punta. Después le pasó un dedo por el mentón-. Dentro tienes un billete abierto, con ida y vuelta válida por un año.
Aimée se tensó.
– Tengo un negocio… Miles Davis…
– También hay delitos informáticos en El Cairo. En realidad, existen toda clase de crímenes -le dijo. Le tendió otro billete-. Miles Davis también tiene un asiento, pero tendrá que pasar parte del vuelo en un trasportín.
La estrechó entre sus brazos y le dio un beso profundo y apasionado. Aimée no quería que se detuviera, pero lo hizo.
– Mi taxi me espera.
Desde la ventana, vio las luces rojas de los frenos del taxi, que se alejaba por la rue du Louvre. A la derecha, se veía el palacio del Louvre, oscuro como una tumba. Pero en el iluminado quai los árboles habían florecido, aromáticos y frondosos.
Colocó los billetes encima de la mesa, al lado de la carpeta, y abrió la ventana. Cuando se sentó a meditar sobre su vida, a sus oídos llegó el zumbido del tráfico nocturno. Miles Davis se acurrucó en sus brazos, y Aimée aspiró la primera bocanada de aire primaveral.