Viernes a primera hora de la mañana

El amanecer avanzaba lentamente sobre el Sena. Aimée contempló las pinceladas rosas que salpicaban el cielo despejado. Debajo de su ventana, los amarraderos de hierro negro en el quai d'Anjou resplandecían por la gotas de lluvia de la noche anterior.

Recordó a su padre, con su viejo albornoz, haciendo café en mañanas como esa. Él se echaba un impermeable por los hombros, hacía una escapadita a la boulangerie de la esquina, y traía cruasanes calientes y tiernos. Sé sentaba al mostrador, con el Sena resplandeciendo debajo de ellos, y charlaban sobre un caso, sobre el precio de la tintorería o sobre una película que Aimée había visto; esos pequeños momentos que conforman la vida, una vida rota tras la muerte de su padre.

Estaba cansada pero se sentía triunfante: el ochenta por ciento del papel gris coincidía. Era suficiente para saber que eran los extractos bancarios de Sylvie de una cuenta que tenía en Crédit Lyonnais. Le llevaría tiempo averiguar qué patrón seguían sus movimientos bancarios, sus gastos y sus costumbres. Miles Davis se movió en su regazo.

Alors, bola de pelo -dijo ella-. Es hora de que tú pasees y de que yo me aclare las ideas.

Le dio a «guardar», y después a «imprimir». Su impresora se puso en funcionamiento con un runrún. Guardó una copia de seguridad en el disco duro y lo grabó en un disquete para René.

Le puso a Miles Davis su jersey de cuadros escoceses. En el pasillo cogió su abrigo de piel de leopardo falsa, y se ató los cordones de sus botines rojos. Era demasiado temprano como para pensar en ir bien vestida.

Metió su portátil en la bolsa, y los dos bajaron corriendo las estriadas escaleras de mármol. Cuando llegaron al muelle, el cielo ya había cogido un suave tono azul.


* * *

Las cortinas amarillas y azules estilo provenzal suavizaban las líneas austeras de los terminales de acero inoxidable del cibercafé.

– Cincuenta francos la hora-le dijo a Aimée la dueña, que olía a lavanda, dejando su cigarrillo.

Según René, el mejor sitio para jugar al escondite en la web era un sibercafé, un cibercafé. Se puso manos a la obra mientras Miles Davis bebía de un cuenco de agua a sus pies. Después de iniciar sesión en el ordenador del café, entró en la dirección de una universidad en Teherán, de allí a otra dirección en Azerbaiyán, y de allí, vía Helsinki, al Barclays Bank en Londres.

Aimée accedió a la página de cuentas bancarias del Crédit Lyonnais de París con el alias Edwina Pedley, que ya había utilizado en anteriores ocasiones. Escribió el número de cuenta de Sylvie. Inmediatamente apareció en la pantalla «introducir contraseña». Aimée se recostó en la silla. Había un rayo de esperanza. Ahora sabía, como sospechaba cuando vio los recibos de banco que había reconstruido, que Sylvie hacía ingresos online.

Adivinar y probar contraseñas sería inútil, ya que los bancos generalmente activaban una alarma al cuarto intento y congelaban el acceso a la cuenta. Aimée le dio un sorbo a su grand café crême y descargó de la web un programa para descifrar contraseñas. Cuando el programa descifró la contraseña de Sylvie, Aimée ya se había terminado su segundo cruasán.

Beur era la contraseña.

Recordó que en el verlan, el argot de la calle, beur se invertía y se convertía en erabe, o lo que se pronunciaba igual que árabe.

Perpleja, Aimée le dio a guardar.

Árabe.

Aimée entró en la cuenta de Sylvie. Vio que las retiradas de efectivo y una carte bancaire activa no habían alterado el saldo de cinco cifras de su cuenta.

Más perpleja todavía, Aimée se echó hacia atrás en la silla del café. Una mujer que sentía debilidad por los zapatos de Prada y las perlas Mikimoto debería tener una cuenta más saneada, que estuviera en la categoría de las seis cifras.

A su alrededor el café bullía de actividad mañanera: el silbido que producía la humeante leche en la máquina de café exprés, el repartidor que dejaba cajas de plástico con botellas en el suelo embaldosado del café.

Salió del programa de desciframiento, imprimió el saldo de la cuenta que Sylvie tenía en el Crédit Lyonnais, y pagó su café. Qué era lo que había dicho Montaigne… Y entonces lo recordó: «Pasa lo mismo que con las jaulas; los pájaros que están fuera intentan desesperadamente entrar, y los que están dentro intentan con igual desesperación salir».

La contraseña se le quedó grabada. También tenía que averiguar por qué Sylvie Coudray había hecho uso de ese edificio de apartamentos. El fichier todavía no había identificado a Sylvie ni descubierto su domicilio, pero tendría que pedirle a René que lo intentara de nuevo.


* * *

Se pasó por la bibliothèque de su distrito, y comenzó a buscar beur en la base de datos. Todas las entradas que no eran de tipo culinario hacían una remisión a Argelia. Buscó en las microfichas archivas artículos sobre Argelia. Existía una avalancha de ellos.

Abrumada, se recostó en el asiento, y acarició a Miles Davis que estaba en su regazo. ¿Podrían haber afectado a Sylvie los sucesos actuales?

Delimitó su búsqueda a sólo artículos recientes, y encontró un editorial de Le Monde con fecha de la semana anterior:


Argelia se sumió en la violencia a principios de 1992 cuando el régimen, encabezado por los militares, canceló las elecciones generales en las que el fis, un grupo fundamentalista, iba en cabeza. El fis fue ilegalizado poco después de que el proceso electoral fuera anulado. La mayor parte de la lucha fue avivada por les barbes, predicadores evangélicos, llamados así por sus largas barbas y su apego a las tradiciones islámicas. El apoyo que desde el campo se proporcionaba al fis, así como la agitación de los beurs, que volvían de Francia con tendencias patrióticas, estimularon la continua inestabilidad del clima político.


Aimée pensó en les barbes que había visto delante de la mezquita de Belleville. Absorta, siguió leyendo:


Más de 50.000 personas (rebeldes, civiles y miembros de las fuerzas del gobierno) han sido asesinadas, según cálculos de fuentes occidentales. Los militares, con problemas presupuestarios, ya que pocos países se aventuran a comprar petróleo y llenar las arcas de un país inestable, se han hecho con el poder sólo para perderlo periódicamente. Sin las armas, según fuentes anónimas gubernamentales, la capacidad de los militares para imponer orden está en peligro. Las masacres de los campesinos sigue siendo algo frecuente.

Se recostó en la chirriante silla de la biblioteca, y con un clip en la boca, meditó. Conocía la reputación de la red de inmigrantes norteafricanos, los maghrébins, en Belleville.

Despiadados.

Recordó un incidente en el que una pute y su chulo se desviaron de su territorio y se metieron en un complejo de viviendas de protección oficial cerca de la rue de Belleville. No vivieron para lamentarlo.

Se preguntó qué conexión tendría Sylvie, la amante de un ministro que fingía ser Eugénie en Belleville. ¿Qué le había dicho Anaïs? Que Sylvie lamentaba «que la situación se hubiera intensificado». Le vino a la cabeza un pensamiento escalofriante. En vez de a una aventura ilícita, ¿se podría haber referido a otra cosa? ¿Tendría que ver con los árabes que frecuentaban su apartamento… la mano de Fátima… habría ofendido a alguien del Maghreb.… habrían ido a por ella?

Aimée se inclinó hacia delante, todavía con el clip en la boca. Deseaba haber encontrado el portátil.

Estos pensamientos eran simples conjeturas, pero merecían la pena indagar en ellos.

Fuera, el viento azotaba las ramas de los árboles en ciernes que golpeaban el cristal salpicado de lluvia.

Un maghrébin lo sabría. Pero no confiaba en que ninguno de ellos hablara con ella.

Tenía otra preocupación: ¿por qué no le había devuelto Anaïs las llamadas?

Sacó el papel, y marcó el número 01 43 76 89, escrito encima de «Youssef».

– ¿Podría hablar con Youssef?

Alguien gritó algo en árabe, y colgó.

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