Domingo a última hora de la tarde

Dédé miró por encima de sus cabezas cuando se echaban al hombro las bolsas de deporte. Aimée se giró. Varios hombres, que podían ser familiares de Muktar, se acercaban en ambas direcciones.

– Dédé -dijo ella-, ¿quién colocó la bomba?

– Hablemos en mi casa -respondió él.

Los mecs se acercaron más, con la mirada clavada en Aimée y en René, como si fueran conejos. Conejos atrapados en su punto de mira.

– Las multitudes me ponen nervioso -le dijo René.

– A mí también.

Aimée lo cogió del brazo, y lentamente se dirigieron desde las espalderas hacia el césped. A través de la verja de la rue des Couronnes, pudo ver que había tres policías de las crs, armados con ametralladoras que colgaban sobre el pecho.

A muy poca distancia.

– Sigue andando, René.

Los dos continuaron avanzando poco a poco por el césped. Unos letreros grandes decían «Pelouse interdite», pero a Aimée no le importaba si pisaba la hierba o no.

Los bolsillos abultados de las chaquetas de los mecs sí que le preocupaban.

Ella y René estaban en un espacio abierto; a su izquierda, una zona de juegos de madera. Si pudieran llamar la atención de los de las crs.

– Dejad esas bolsas en el suelo -les ordenó Dédé, que respiraba agitadamente. Varios botones de su camisa estaban desabrochados, lo que dejaba al descubierto unas cadenas de oro.

– Dédé, te he hecho un pregunta -le dijo Aimée, preparada para sacar su Beretta.

– Compórtate, ¿de acuerdo? -dijo Dédé con una sonrisa que mostraba unos dientes blancos-. Resolvamos el malentendido. Simplemente entréganoslas. Conduzcámonos como gente civilizada, ¿eh?

– ¿Civilizada? -gritó ella-. Muktar me dijo cosas desagradables en árabe.

Los hombres a los que Dédé había convocado desparecieron escaleras arriba. Una expresión ilegible cruzó el rostro del hombre.

– ¡Pequeña salope! -le llamó Dédé.

– ¿Pequeña? -repitió ella-. Si soy más alta que tú.

– Estás muerta -la amenazó él con mirada inexpresiva-. Y has cavado muchas tumbas alrededor de la tuya -añadió él antes de esfumarse.

Los de las crs atravesaron las puertas abiertas de la verja y se dirigían al césped.

– ¿Algún problema? -le preguntó uno de los policías, de robustas piernas.

– Sí, agente -dijo ella-. Gracias a Dios que han venido.

Y lo decía en serio. No muchas veces se alegraba de ver a los de las crs.

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