Aimée fue andando desde la oficina de Philippe hasta la suya. Permanecía alerta por las calles estrechas. Nadie la seguía. El cortante viento venía del Sena. Se ajustó el abrigo.
El aroma a lirio de los valles en flor le llegó de un jardín tapiado cercano. Por un momento, el rostro borroso de su madre apareció delante de ella. Toda la ropa de su madre olía a lirios, y también la habitación mucho después de que se hubiera ido. Y entonces, la imagen desapareció. El viento racheado le arrebató el aroma y los recuerdos.
Le sonó el móvil en el bolsillo.
– Allô -dijo ella, con sus dedos helados manejando torpemente el teclado.
– Todo es por mi culpa, Aimée -dijo Anaïs entre sollozos.
– ¿Qué quieres decir? -Aimée estaba sorprendida-. Pensaba que estabas en el hospital.
– Toma de rehenes… Simone. -La voz de Anaïs se debilitaba, pero volvió poco después-. École maternelle.… en el vigésimo arrondissement. Te necesito.
A Aimée se le heló la sangre.
– Rue l'Ermitage, subiendo desde la place du Guignier. -A Anaïs se le quebró la voz. Aimée oyó el inconfundible ratatá ratatá de una semiautomática, a gente chillando, y el ruido de cristales hechos añicos.
– ¡Anaïs! -gritó ella.
Ya no había nadie al teléfono.
Aimée se dirigió a toda prisa a la arbolada calle del siglo XIX, que era un hervidero de gente: la police y la raid, el grupo paramilitar de élite.
A su izquierda, la école maternelle, un edificio un edificio con balcones con barandillas de hierro en la cara norte. En la école élémentaire adyacente estaba la entrada a las dos escuelas, en la rue Olivier Metra.
Nerviosa y asustada, se preguntó dónde estarían Anaïs y Simone. ¿Qué podía hacer ella?
Un anciano, con su abrigo de invierno echado sobre su albornoz, agarraba con fuerza una jaula de loro y se quejaba en alto de ser evacuado de su apartamento al otro lado de la calle. París en abril todavía no se había deshecho de su capa de frío invernal, pensó ella. La escarcha cubría el adoquinado y se metía entre la grietas del pavimento.
– Necesito hablar con el commissaire al cargo -dijo ella.
El flic, con cara seria y de paisano, escuchó la historia de Aimée, y comprobó sus credenciales de detective privado. Habló a un micrófono que tenía sujeto a la solapa de la chaqueta, y finalmente la dejó pasar por la barricada de la policía. Un tanto aliviada, Aimée empezó a correr. Sabía que tenía que persuadir al policía que estuviera al cargo de que podía ser de ayuda.
Dentro de un edificio belle époque, que alojaba temporalmente el puesto de mando del commissariat, Aimée esperó a que llegara el inspector. Encantada con su jersey de lana y su parka, se frotó las manos en el vestíbulo de espejos del edificio, en cuyo pasillo se oía el eco de pisadas e interferencias radiofónicas.
Sintió una presencia y levantó la vista. Desde la escalera de caracol y de mármol que se extendía como una concha de nautilo, Yves la miraba fijamente.
Por un momento, el mundo se detuvo; el correteo de la policía y las interferencias de los walkie-talkies cesaron.
– ¿Qué está pasando aquí? -preguntó ella.
Yves bajó lentamente las escaleras hacia ella.
– ¿Quién quiere saberlo? -fue la pregunta de un policía achaparrado de uniforme azul que estaba a su lado.
Aimée se dio la vuelta y le enseñó al flic su licencia de detective, mientras le echaba un vistazo a la placa que mostraba su rango.
– Sargento, mi amiga Anaïs de Froissart me llamó desde dentro de la école maternelle. ¿Está en peligro?
– Se puede decir que sí-le respondió él-. Attends, llamaré al inspector.
Se acercó a un grupo de hombres uniformados, que estaban concentrados en su conversación.
Los profundos ojos castaños de Yves se cruzaron con los de ella.
– Hay cosas que nunca cambian -dijo él, que bajó las escaleras y se puso al lado de ella.
– Pensaba que te encontrabas en Marsella -replicó Aimée, que le devolvió la mirada, y se fijó en la chaqueta protectora que llevaba encima de su chaleco antibalas-. Todavía vas de incógnito, ¿verdad?
– Y tú siempre estás justo en el medio de todo -fue la respuesta de Yves.
Aimée sintió que se le calentaba la cara.
– ¿Por qué no me lo dijiste?
– Hay ciertas cosas que es mejor no contar.
– ¿Como lo de tu mujer? -dijo ella. Enseguida, deseó haberse mordido la lengua.
– ¿Mi ex mujer? -la corrigió él con los ojos entrecerrados-. ¿Pensabas que…?
– Deben de haber cambiado las normas -lo interrumpió ella-, si te han dejado ponerte en primera línea en situaciones de toma de rehenes.
– Llegué antes de que acordonaran la zona -le dijo él-. Había quedado con Martine después de que dejara a Simone en el colegio. Teníamos planeado entrevistar a Hamid.
No le creyó ni por un momento. Un rizo castaño asomaba por el cuello de su chaqueta. Casi se había olvidado de su curva nuca.
– ¿Por qué tomaron a Anaïs de rehén? -le preguntó Aimée.
– Todo es confuso -le dijo, mientras se frotaba los ojos-. Echaron a los sans-papiers de la iglesia, y se han llevado a Hamid al hospital. He quedado aquí con Martine.
Cerca de la escalera de mármol olía a grasa quemada: alguien se había dejado la cocina encendida. A Aimée le costaba apartar la mirada de la cara de Yves. Un hombre le hizo un gesto a Yves desde las barricadas.
– Ahí está mi compañero. Me tengo que ir -le dijo-. Pero sé dónde encontrarte.
– No cuentes con ello, Yves -dijo ella, mientras se apartaba de él, esa vez con determinación-. Si no me puedes decir la verdad, olvídame.
– Cuanto menos sepas, mejor -le contestó este-. Lo otro no funciona.
– ¿Qué es lo que no funciona?
– Intentar olvidarte.
¿Por qué todo el mundo tiene secretos y le ocultan la verdad?
– Te había olvidado hasta el momento en el que apareciste en mi piso -le confesó ella, incapaz de mirarlo a los ojos.
– Mentirosa.
Pero ella ya se había girado y se acercaba a grandes zancadas a un grupo de hombres que estaban en el vestíbulo. Cuando miró hacia atrás, él ya se había ido.
Por su lado pasaban a toda prisa técnicos y equipos de la raid que hablaban a sus auriculares. Al diablo con Yves. Tenía que continuar con lo que estaba haciendo, hablar con el mandarrias y averiguar cómo podía ayudar a Anaïs.
– ¿Quién es el commissaire al mando aquí? -preguntó ella.
– Mademoiselle Leduc, tengo entendido que un rehén se ha puesto en contacto con usted. -De detrás le vino el seco tono de voz de Hubert Sardou, antiguo commissaire del vigésimo arrondissement. Su largo y cetrino rostro rondaba cerca del de ella-. Por favor, explique con más detalle quién y cuándo -le pidió él.
Recordaba a Sardou, otrora compañero de su padre, por su zapato con plataforma de casi ocho centímetros, que conseguían engañar a poca gente por lo que a sus pies zambos se refería. Pero ahora llevaba la característica placa que lo identificaba como parte de la dst, el servicio francés de seguridad interna. «Hubert cree que tiene que demostrar que es igual a los demás», le había dicho su padre. «Todos los días.»
– Oui, monsieur Sardou -dijo ella-. Anaïs me llamó a mi móvil hace veinte minutos. Quería que la ayudara. ¿Por qué la han tomado como rehén?
– Parece ser que el afl quiere más público -le respondió él.
Aimée dio un paso atrás, incrédula.
– Pero la política del afl es pacífica.
Aimée se preguntó si el poder de Hamid habría sido usurpado por las facciones. O si tendrían algo que ver las fotos XT196.
– Creemos que un miembro del afl ha tomado a todo el mundo de rehén en el colegio, pero hasta ahora -Sardou se encogió de hombros-, no hemos entablado contacto alguno.
El hombre arrugó la cara, y Aimée no supo decir si por asco o por indigestión.
– Partiremos desde aquí. Su teléfono, por favor -dijo él con un chasquido de los dedos.
– No será de mucha ayuda -dijo ella, que se esforzaba por mantener una expresión neutra. Le entregó el teléfono-. Se le ha acabado la batería.
Sardou examinó el móvil, lo levantó, y gritó:
– Alors, ¿alguien tiene una batería para este teléfono?
Aimée habría jurado que todos los que estaban en el vestíbulo miraron en sus bolsillos. La obsesión que tenían los franceses por la comunicación telefónica tuvo como resultado una batería que valía. Sardou la insertó, y le hizo un gesto a un hombre con un chaleco antibalas en el que se podía leer, en letras negras y grandes, «Negociador». Un agente copió el número mientras otro enganchaba un cable desde el teléfono hasta una grabadora. Se conectaron varios auriculares, y el commissaire se puso unos inmediatamente.
– Llame a Anaïs, dígale, y esto es muy importante, que identifique en qué habitación está siendo retenida. Un negociador experimentado quiere hablar con él.
Le dio a rellamada, y realizó con la cabeza un gesto de aprobación a Aimée cuando le entregó el teléfono.
El teléfono sonó varias veces antes de que contestaran.
– ¿Anaïs?
No hubo respuesta, sólo una respiración fuerte.
– Soy Aimée, amiga de Anaïs. ¿Quién es?
Sardou asintió, y se puso un dedo en los labios.
Oyó que alguien sollozaba y se sorbía la nariz, y entonces una voz de niña dijo con ceceo:
– Me he hecho pipí… en mi vestido nuevo. ¡Maman se va a enfadar conmigo!
La expresión del commissaire y de los agentes de policía era de sorpresa. El negociador extendió el brazo, pero Aimée negó con la cabeza.
– ¿Simone? -preguntó Aimée-. Soy Aimée, ¿me recuerdas? Soy la amiga de tu maman.
La niña le respondió con un fuerte llanto. Era obvio que Simone sabía que su madre estaba en el edifico. ¿Había ido Anaïs a ver a su hija después de salir de la clínica?
Aimée mantuvo la calma.
– Simone, a mí también me ha pasado. Te limpiaré el vestido. ¿Dónde estás?
– ¿De verdad?
El llanto cesó.
– Claro que sí. Lo dejaré como nuevo -le dijo Aimée-. Nadie notará la diferencia. ¿Dónde está tu maman?
– Se la llevó el payaso.
– ¿Un payaso?
– Se la llevó.
– ¿Se la llevó adónde?
Aimée miró a Sardou que por señas le dijo que continuara. Fuera, aparte de los árboles moteados por el sol, no había rastro alguno de vida detrás de las ventanas del colegio. Cerca de Aimée, en el vestíbulo, una hilera de tiradores comprobaban sus rifles y miras telescópicas.
– Maman me dio su teléfono. El payaso se enfadó con ella y la empujó. Ella me susurró que era parte de un juego, estábamos jugando al escondite con él, así que todos teníamos que escaparnos.
Aimée se preguntó qué le habría pasado a Anaïs.
El rostro del commissaire se tensó. La expresión del negociador era de preocupación.
– ¿Dónde estáis tú y los otros niños ahora? -le preguntó Aimée.
– Estoy en el armario que hay debajo de las escaleras. Los demás se han ido con los profesores -le contestó ella-. El payaso era raro. No parecía un payaso de verdad.
– ¿Qué quieres decir, Simone?
– No tenía globos -respondió ella-. Sólo unos palos gordos que se pueden encender como velas. ¡Él dijo que iban a hacer pum!
Dinamita.
Aimée se quedó inmóvil. ¿Cómo iban a calmar a un terrorista que llevaba dinamita en un jardín de infancia lleno de niños que se habían escondido?
Sardou gritó una orden a los tiradores que esperaban, que se pusieron firmes. Unas luces azules brillaron en la estrecha calle cuando un camión se detuvo con un chirrido. En el París de ese momento, eso significaba sólo una cosa: la brigada antibombas. Aimée se esforzó para que la voz no le temblara.
– Simone, ¡te estás portando como una niña grande! ¿Recuerdas si tu maman dijo algo? ¿Quizás algo que quisiera el payaso?
– Quería a Bernard, el hombre malo. Si Bernard viene, nos da una glace grande.
Oyó cómo se sorbía la nariz.
– Qué valiente eres, Simone. Yo también te voy a comprar un helado. ¿Viste adónde fueron?
Escuchó un crujido. Se imaginó que Simone estaba negando o asintiendo con la cabeza.
– ¿Me puedes decir sí o no, Simone?
– Subieron las escaleras. Pensaba que iba a hacerle daño, pero maman me dijo que era parte del juego. Tengo que recordar una cosa.
– ¿Una cosa?
– Es un secreto.
Los nudillos de Aimée estaba blancos de tanto apretar el teléfono. Le temblaban las manos.
– ¡Por supuesto! Pero yo puedo guardar un secreto, soy la mejor amiga de tu tan te Martine… puedes contar secretos a las mejores amigas.
– ¿Cómo sé que puedes guardar un secreto, Aimée? -ceceó Simone.
Aimée sintió que el aire se movía cuando la fila de tiradores pasó a su lado con sus rígidas botas militares en dirección al tejado. Otro grupo de la raid formó cerca de ella. Por un momento quiso gritar: «¡Haz lo que tu maman te dijo: sal de ahí, y corre como alma que lleva el diablo!». Pero necesitaba que la pequeña Simone los guiara.
– Martine y yo solíamos hacer promesas con el dedo pequeño. ¿Lo hacemos por teléfono?
El teléfono tintineó, y chirrió.
– D'accord, Aimée. Promesa de meñique.
Aimée hizo una pausa. Sardou le hizo una señal con la cabeza para que siguiera hablando.
– Bien, Simone. ¿Cuál era el secreto?
– Eso es entre ella y tú.
– ¿Qué quieres decir, Simone?
Exasperada, Aimée consiguió hablar sin alterar la voz.
– Maman dijo: «Aimée sabe cómo hacerlo, ella nos sacará de aquí».
– ¿Hacer qué, Simone?
No hubo respuesta.
– Allô? ¿Simone?
Simone debía de haber puesto el teléfono en el suelo, porque Aimée oyó unos pasos cortos y rápidos, como si estuviera corriendo, más y más lejanos. Con dificultad, aflojó los dedos y le entregó el teléfono a Sardou.
Aimée contempló al hombre, que tenía la cabeza gacha y estaba enfrascado en una conversación con un hombre rubio.
– Pardon, monsieur, ¿puedo hablar con usted? -le preguntó ella.
Sardou alzó la vista brevemente. Sus ojos eran pequeños y entrecerrados porque estaba molesto o enfadado.
– Simone es la hija del ministre Froissart -le explicó ella-, y Anaïs es su esposa. ¿Lo sabe él?
– Me acaban de informar al respecto-le espetó él-. El ministro está de camino.
– Por favor, ¡tengo que entrar en la école maternelle!
Pareció pensárselo por un instante, pero negó con la cabeza.
– Un equipo cualificado será más efectivo.
– Anaïs quiere que lo haga. El mensaje de Simone…
– Imposible -la interrumpió él-. Únicamente la brigada antibombas y la unidad especial de remoción de minas antipersona pueden entrar en la zona.
– No me gusta pasar por encima de usted, monsieur, pero ¿quién es su superior?
– Ese soy yo, mademoiselle-dijo el hombre rubio, que se puso derecho.
Sobresaltada, Aimée se quedó mirando fijamente la cara de Guittard, el hombre que se había llevado a Philippe de vuelta a la reunión. Llevaba un traje azul marino de raya diplomática, y sujetaba un mono acolchado en el que estaba estarcida la frase «Brigada antibombas» en letras grandes.
– Ministro Guittard del Ministerio del Interior -se presentó él. Al sonreír arrugó sus fríos ojos verdes-. No me he quedado con su nombre, mademoiselle.
– Leduc, Aimée Leduc. Pero nos hemos visto dos veces, monsieur le ministre -dijo ella-. Hace una semana en la cocina de Philippe de Froissart.
Ya le caía peor que antes, y no es que le cayera muy bien. No tenía nada que ver con su pelo impecable ni con su forma de evaluar con la mirada.
– Ah, sí, por supuesto -dijo él, perplejo por un instante-. ¿No es usted actriz?
– ¿Esta toma de rehenes tiene algo que ver con el proyecto sobre el que hablaban en la reunión en la oficina de Froissart?
– Aaah -asintió él al reconocerla-. Era usted. No sé a qué se refiere.
– Esa era la hija de Philippe. ¿Tiene algo que ver con…?
– Es el afl, mademoiselle.
Guittard se giró, y se puso el mono.
– Ministro, hay una cosa que sólo yo puedo hacer.
– ¿Y cuál es?
Se inclinó para abrocharse el mono, y ladeó la cabeza hacia ella. Como si, pensó esta, quisiera que le susurrara alguna confidencia. Aimée se imaginó que debía pasar la mayor parte de los fines de semana en una casa de campo.
– Oyó lo que dijo Simone…
– ¿Que usted «sabe cómo hacerlo»? -la interrumpió él-. Explíqueme, por favor, qué es lo que sabe hacer.
– Créame, si pudiera, lo haría -dijo ella-. Le juro que no lo sé. -Los ojos de Aimée se iluminaron-. Si el colegio tiene un ordenador, puedo entrar en el sistema.
Sardou negó con la cabeza.
– La filosofía del colegio establece el uso de material de madera. Nada de material de plástico, ni manufacturado. Un jardín de infancia de élite, donde a los niños mimados se les permite ensuciarse y volverse primitivos. Cuando regresan a casa, retornan a sus Barbies y a sus ordenadores.
El ministro Guittard se metió sus puños franceses dentro de la chaqueta protectora.
– Aparte de los ordenadores, ¿qué más puede hacer?
De nuevo esa expresión divertida. Un asistente se acercó y le entregó un móvil.
Aimée recordó el trayecto en taxi con Anaïs, y la mano de Fátima de Sylvie. La mano había entrado en un callejón sin salida. Pero Aimée había descubierto las fotos XT196 y que Youssefa había afirmado que la misión humanitaria era una farsa. Y recordó las palabras de Anaïs en la clínica: «Tienes que averiguar por qué… no se terminará hasta entonces», y que mencionó al General.
– Ha pensado en algo, ¿no es así? -Guittard la atravesó con la mirada.
Aimée se sentía culpable.
– ¿Está seguro de que no hay un ordenador en el colegio?
Guittard se volvió hacia Sardou.
– Averígualo.
Pero era posible que Anaïs quisiera decir algo totalmente diferente.
– Quédese aquí. Si se le ocurre otra idea, dígaselo al commissaire.
Se colocó unos auriculares en la cabeza.
– ¿Adónde va, ministro Guittard? -le preguntó Aimée.
– A tentar al zorro -le respondió él.
– ¿Cómo lo va a hacer?
Fuera, se oyó el runrún de las aspas del helicóptero. Se levantó una fina capa de polvo; y de la calle le llegó un olor a combustible de aviación.
– Con la gallina de los huevos de oro -fue su respuesta.
Las luces de los flashes de los fotógrafos cogieron a Guittard cerca del helicóptero, y Aimée supuso que se había vestido así específicamente para la foto. El hombre al que sacaban a empujones del helicóptero no se parecía mucho a la gallina de los huevos de oro. Era enjuto y nervudo, alto y tenía unas bolsas oscuras debajo de los ojos; parecía más un anuncio del perfecto candidato para unas buenas vacances en el Club Med. Su arrugado traje le quedaba grande, y el viento que producía las aspas del helicóptero le agitaba su canoso pelo delante de la cara. Parecía que no había dormido en días.
– ¿Quién es ese? -preguntó alguien.
– Bernard, el hombre malo, diría yo -dijo ella.
Detrás de ella, un serio Sardou hablaba a los auriculares. Le hizo un gesto a Aimée para que fuera por el pasillo mientras el séquito de Guittard subía las escaleras. Se imaginó que iban a apartarla de la acción. Tenía que poner remedio a eso.
Un agente de la raid, que llevaba un traje de Kevlar, la escoltó hasta una zona desierta del rellano, después de doblar la esquina, alejada de los demás. Aimée se tropezó a propósito y, al agarrarse al chaleco del hombre para no caerse, le cogió su placa identificativa y se la guardó en el bolsillo.
– Ça va?-le preguntó él, sin ser desagradable.
– Merci. Qué torpe soy -contestó ella.
Y la dejó allí. Por primera vez, se dio cuenta de que no tenía protección antibombas, y que era la única mujer.
Ahora que se la habían quitado de encima, Aimée empezó a planear su propia vía de entrada al edificio del colegio. Nadie la iba a ayudar; tendría que arreglárselas ella sola.