Viernes a mediodía

De vuelta en su apartamento, el teléfono de Aimée vibró en su bolsillo. Si era Yves, le haría saber lo ocupada que había estado.

Allô, oui?-dijo ella en un tono que esperó que sonara apresurado pero despreocupado.

– Leduc -dijo Morbier-, ¿quedamos para comer?

– ¿Para comer? -preguntó ella, y derramó la leche de Miles Davis en la encimera.

– Café Kouris -dijo. Pudo oír que a lo lejos la gente tocaba el claxon.

– ¿Dónde está?

– Cerca del mercado en el bulevar de Belleville -le explicó-. Junto a la fromagerie y al lado de la tienda de zapatos de goma.

¿Por qué de repente era tan amable?

Colgó antes de que ella pudiera preguntarle a qué hora.


* * *

«René, ¿has encontrado algo en el fíchier sobre Sylvie, alias Eugénie?», había escrito ella en un pósit, lo había pegado en el disquete con la información bancaria de Sylvie, y lo había dejado en el buzón de René. En el espejo de su vestíbulo se había puesto un poco de su pintalabios rojo de Chanel, algo de rímel, y se había pellizcado las mejillas.

Fue en metro al encuentro de Morbier. En el trayecto, pensó en la cuenta bancaria de Sylvie, en los caros zapatos de Prada, y en la perla del lago Biwa. Ninguna de las tres cosas encajaba con un estilo de vida en un edificio en ruinas, los maghrébins, la mano de Fátima, o el grupo de Hamid. Pero su instinto le decía que estaban conectadas. Las preguntas que se hacía eran cómo y por qué.

La luz le hizo parpadear cuando salió del metro. El sol riló, y después se escondió detrás de una nube del color del acero que envolvía Belleville.

Era viernes, día de mercado, y se encontró con una hilera de puestos abarrotados en las islas peatonales que iban de Menilmontant, pasando por Couronnes, hasta la parada de metro de Belleville. Los vendedores de fruta y verduras, y los poissoniers que llevaban pescado de Marsella y Bretaña se mezclaban con los comerciantes de ropa de niño, de navajas, vistosas teteras egipcias, y adornos para el pelo.

Le llegó el inconfundible piar de los pollos, y el olor a menta fresca. Los vendedores ambulantes gritaban «Viens!, viens!», mientras obligaban a los compradores a degustar brillantes melones españoles, un pequeño cucurucho de pistachos, o replicas de relojes Piaget a cincuenta francos.

La gente era igual de variada que los productos, pensó Aimée. Cerca de allí estaba la sede del Partido Comunista Francés. Pasó por bas Belleville, donde otrora residía el prolétariat français, baluarte de la clase obrera, y en la que ahora había fábricas de serrurerie que se venían abajo y estaban parcialmente tapiadas. Sus paredes, llenas de pintadas, estaban circundadas por adolescentes que empujaban sillitas de niño y hablaban en un patois mezcla de árabe y verlan.

Todavía despedía cierto encanto, y eso le gustaba. Era el encanto de un mundo antiguo, en el que la vida transcurría más lentamente, y los residentes tenían tiempo para los demás y pasaban la mayor parte de su vida dentro del quartier. Estrechos y sinuosos callejones, cafés de époques anteriores con una capa de mugre, patios escondidos, y jardines llenos de maleza, pertenecientes a pequeños chalés ruinosos, estuvieron ahí hasta que el temido permis de démolission trajo la bola de demolición. Las empinadas escaleras que unían una calle con otra recordaban a las de Montmartre, con sus balaustradas de metal con adornos en espiral ya gastadas y desconchadas en algunos sitios.

Delante de ella, a Aimée le maravilló cómo unos hombres de mudanzas subían un piano cinco pisos empinados y estrechos a un a apartamento que no era más ancho que dos Citroën morro con morro.

Se preguntó cómo Eugénie/Sylvie encajaba en la mezcolanza que crecía en el bulevar: la panadería tunecina judía donde se formaba una cola mientras unos ancianos, que llevaban el hammam cercano, conversaban con todo el mundo desde las mesas que había fuera del café; algún que otro patinador que pasaba de vez en cuando zigzagueando entre la multitud; asiáticos que descargaban prendas de ropa por la puerta corredera de sus furgonetas Renault; los carniceros sirios con sus batas blancas manchadas de sangre; el hombre alto senegalés, negro como el ébano, con su amplia túnica blanca, su gorro de ganchillo para orar, zapatillas azules para correr y una bolsa de deportes llena de dátiles en rama; una enfermera francesa bien peinada empujando un carrito de la compra; un árabe bajito y tuerto que pregonaba su mercancía que colgaba de su brazos en bolsas de la compra; y los hombres de atenta mirada enfrente de la mezquita Abou Bakr cerca del metro.

Cuando llegó a esa parte del bulevar, ya estaban recogiendo los puestos de verduras y la mercancía de nuevo dentro de las cajas. Pasteles de miel, empapados en esa sustancia y con forma de puro, le decían «cómeme» desde un tenderete libanés, pero ella resistió la tentación. De los adoquines salía una peste a basura.

Aimée le llegó el sonido de música árabe, la misma melodía que la otra vez. Le entró un escalofrío: lo había oído justo antes de la explosión.

Escudriñó la esquina. El problema con los coches bomba era que resultaba imposible verlos. Consiguió relajarse; no tendría sentido que un árabe colocara una bomba en un quartier árabe. Por un momento, se sintió avergonzada; estaba pensando igual que un flic.


* * *

Morbier estaba sentado en una mesa debajo del toldo blanco donde la rue des Maronites se encontraba con el bulevar. Había una hilera de motocicletas aparcadas cerca del bordillo.

Fumaba y tenía una copa de vin rouge en la mano. Su postura erguida era poco natural debido al corsé ortopédico que llevaba. Lo habitual era que estuviera recostado en su silla giratoria en el comissariat, con los pies encima de su desordenada mesa, gritando órdenes al teléfono mientras fumaba un cigarrillo tras otro. Seguía fumando lo mismo, y llevaba los calcetines desparejados, pero los tirantes le quedaban flojos. Aimée notó que había perdido peso. Por una vez sus pantalones de lana se quedaban encima de la tripa sin ayuda. Sentado allí, resguardaba su cigarrillo del viento ahuecando la mano como un mec de la calle.

– ¿Qué era tan importante, Morbier? -dijo ella mientras se sentaba.

– ¿Aparte de hacerme compañía? -le preguntó él.

Aimée vio el decantador de vino y una copa más.

Se sirvió, levantó su copa y dijo:

Salut

Él hizo un gesto hacia el bulevar y dijo:

– Odio pensar que esto es lo que hacen los jubilados: dar un paseo, ir al mercado, preparar el almuerzo, visitar a la novia, hacer una parada en la playa para tomar el aperitivo. Y al día siguiente, más de lo mismo. ¡La edad de oro!

Puso una mueca de asco.

Para un flic de carrera como Morbier, este tipo de ocio era como una muerte lenta. ¿No era demasiado mayor para le démon de midi, la crisis de la mediana edad?

– Olvídate de retirarte -dijo ella.

Siempre recitaba la misma letanía cuando se lesionaba, o estaba de baja y no sabía qué hacer consigo mismo.

– Morbier, en cuanto te quites el corsé ortopédico, volverás a tener el control. -Miró su reloj de Tintín, que estaba parado-. Tengo curiosidad por conocer la razón por la que me has invitado a comer.

– Todo a su tiempo -dijo él, y le dio un sorbo a su vino-. Ya que estás aquí, ¿ves a ese mec de ahí?

Ella siguió su brazo, y vio un hombre bajo de mediana edad de pelo castaño y nariz prominente que llevaba una bata azul de trabajo. Estaba delante de un tabac.

– ¿Te refieres a ese hombre que veo entre la multitud? -preguntó ella-. ¿Un hombre en el que nunca me fijaría ni repararía?

Él se encogió de hombros.

– Los llamamos Pierre, a estos que roban en los mercados. Ha estado siguiendo a su presa un buen rato, yendo de un lado a otro, agachándose, y ayudando al pobre primo a cargar la furgoneta. Por supuesto, eso después de haber visto la caja para el dinero que está debajo del asiento del conductor.

– ¿Y qué vas a hacer, Morbier?

Los ojos del hombre se iluminaron.

– Leduc, vas a ir ahí y le vas a susurrar al oído del mec que mi vista es aguda y que apunta hacia él.

Aimée se encogió de hombros.

– Si eso te pone de buen humor y hace que te sientas útil, será un plaisir -dijo ella, y se levantó.

Sabía que esa era la forma de manipulación de Morbier: haría que se lo trabajara si quería que compartiera alguna información con ella. Era simplemente su manera de hacerlo.

Y además quería animarlo. Le inquietaba verlo con el corsé y el decantador en la mesa.

Una voz ronca gritó: «¡Compren cebollas rojas!». Las hojas se arremolinaban con el frío y vigorizante viento. Le entristeció pensar que la única persona a la que quería Morbier, Mouna, ya no estaba entre ellos. Y su padre tampoco…

Le ofreció a «Pierre» un cigarrillo. Entrecerró los ojos, pero lo aceptó. Se lo llevó a un lado, e hizo un gesto en dirección a Morbier, quien guiñó el ojo y sonrió. Aimée se agachó y le dijo algo al oído a Pierre, e intentó no reír ante la cara de susto que se le puso. El hombre abrió los ojos de par en par, le hizo un gesto a Morbier con su boina, y desapareció al doblar la esquina.

– Pierre aprende deprisa -le dijo Aimée a Morbier cuando volvió.

– Normalmente así es con todos ellos -dijo él, y encendió un cigarrillo con una colilla encendida que había en el cenicero de Ricard.

Aimée le hizo un gesto al camarero.

Un café, s'il vous plaît.

– El vino tinto es mejor para el corazón -le aconsejó él mientras se ponía otra copa-. Ya te he sacado de un apuro, Leduc.

Aimée dejó caer los hombros. ¿Iba a dedicarse solamente a advertirla? ¿Estaba perdiendo ella el tiempo?

– Mira, Morbier…

– ¿Te he sacado de un apuro o no?

– Y te lo agradezco. -Aimée siguió hablando sin vacilar-. Me has llamado.

Hubo una larga pausa.

– Quieres tener más información acerca del plastique -dijo él-. Yo también.

Se esforzó por no mostrar sorpresa. ¿Cómo podía saberlo?

– Es la primera noticia que tengo, Morbier -dijo ella-. Me mantengo alejada de todo eso. Me produce pesadillas.

Otra pausa.

– Tú, mejor que nadie -dijo Aimée-, deberías saberlo.

– Tengo las vértebras fastidiadas -le confesó finalmente Morbier-. Cada una de ellas.

Eso la desconcertó: nunca le había oído admitir que tenía un problema físico ¿Por qué estaba ignorando lo que ella le decía? Él sabía el miedo que le tenía a los explosivos. ¿Se había ablandado, y la había arrastrado hasta allí a base de artimañas, en busca de compasión?

– Lo siento -le dijo ella, y lo sentía de verdad-. ¿Cómo te puedo ayudar?

– Ayúdame a coger un pez gordo -fue su respuesta.

Aimée puso los ojos como platos.

Tiens, Leduc, me has preguntado cómo me podías ayudar.

– ¿Qué está pasando? -le preguntó ella. ¿Iba él a despertarle el interés para después advertirla de nuevo?

– Leduc, andas por ahí husmeando -dijo él-. No es de mi incumbencia si te ha contratado la mujer de un ministro, pero si quieres poner al descubierto la fuente del plastique, llévame a ella.

A Aimée se le cayó la cuchara, y salpicó un poco la mesa de café. Se dio cuenta de que cuando el camarero limpiaba la mesa con un paño húmedo chasqueó la lengua por lo bajo en señal de desaprobación.

– Veo que ahora me estás prestando atención -dijo Morbier.

Algo en ella la alertó.

– Dios mío, Morbier, no soy agente secreto -dijo ella-. Los fundamentalistas son fanáticos… ¿por qué me lo pides a mí?

– ¿Quién ha hablado de los fundamentalistas? -Siguió, sin esperar a que ella respondiera-. No es que sea vidente -dijo él, y encendió un cigarrillo-, pero llevas descentrada desde tu paseo en ciclomotor.

No podía mirarlo a los ojos. El corazón le latía deprisa. Morbier no lo sabía todo… pero sí que ella estaba involucrada.

– Dale el gusto a este anciano, ¿de acuerdo? -dijo él-. Míralo desde este punto de vista: si te encargas de esto, es probable que te sientas mejor en lo que a tu pasado se refiere.

– Olvídalo -dijo ella, y dejó diez francos sobre la mesa.

– Leduc, quieres averiguar quién le hizo saltar por los aires, ¿no es así? -le preguntó él, y se inclinó hacia delante. No esperó a que ella contestara-. Así es cómo lo harás. A mi manera. Estoy al tanto de todos los tejemanejes que tienen lugar en Belleville. Tú no. Es así de sencillo.

No quería hacerlo.

Morbier exhaló una bocanada de humo por encima de su cabeza. El olor ácido y acre la estremeció, y le entraron ganas de chupar una de las colillas que había en el cenicero amarillo. Pero lo había dejado. Otra vez.

– Todo está preparado -le informó él-. Le estamos pasando información a Samia.

– ¿Samia?

– Samia tuvo una relación con Zdanine, un proveedor de plastique, y él no es trigo limpio -le dijo Morbier-. Zdanine es un poisson pequeño. Martaud y yo queremos al tiburón grande.

– Déjate de acertijos, Morbier, por favor -le pidió ella.

– Zdanine anda metido en asuntos turbios. A mí no me importa -dijo él-. La escoria de la calle muere, y una nueva inunda las alcantarillas. Mi jurisdicción es el Marais, pero quiero protección para la chica.

– Cuéntame más.

– Samia es joven. Zdanine es el padre de su bebé. Cometió un error. No puede saber que estoy metido en esto.

Aimée deshizo los terrones de azúcar moreno en su taza.

– ¿Y por qué iban a contarme ellos nada acerca del plastique?

– Leduc, no eres flic, no te conocen -respondió él-. Por eso eres perfecta.

Attends, Morbier -dijo Aimée-. ¿Cómo voy a sacar el tema del plastique?

Él se limpió la boca, y alisó la servilleta sobre la mesa.

– Pero puede que te lo vendan, Leduc.

Aimée se detuvo en mitad del sorbo con los ojos como platos.

– Espera, Morbier…

Morbier la miraba de cerca.

– Pero Samia es joven. Y como te he dicho, los jóvenes cometen errores.

– Has elegido a la persona equivocada.

Él entrecerró los ojos debajo de sus pobladas cejas.

– Y Martaud está irascible, ya lo conoces. Desea que le den los galones del commissariat y un infarto antes de cumplir los cuarenta. Quiero protección para Samia. Si queda alguna prueba, hazla desaparecer. C'est compris?

Eso captó la atención de Aimée.

– ¿Qué tiene de especial Samia?

– No hagas preguntas, Leduc -le dijo él-, si pretendes que te ayude.

Ahora estaba intrigada. La curiosidad superaba al miedo que sentía. Al menos en parte. Y Morbier tenía razón; tenía que localizar el plastique. Aimée le dio otro sorbo a su café, preocupado por el giro que había tomado la conversación.

– ¿Y qué me cuentas de Zdanine?

– Si nos ponemos en plan técnico, podemos decir que es proxeneta, Leduc -dijo él, y echó el humo con el labio inferior-. Tiens, esto es Belleville, y uno trabaja con el systéme. Zdanine está pidiendo refugio en la iglesia con los huelguistas.

De nuevo salió el tema de la iglesia y los huelguistas. Dudó.

– Llama a Samia. Dile que te envía Khalil, el primo de Zdanine -le dijo Morbier-. Sabemos que es un proxeneta que no puede salir de Argelia porque está a la espera de unos papeles que le va a conseguir su primo, al que pronto van a legalizar su estancia aquí.

– ¿Cómo lo sabes?

– No importa -le contestó él, y le hizo una seña al camarero para que le trajera l'addition-. Pero es verdad, y Khalil es igual de canalla. Martaud lo quiere a toda costa.

A Aimée le sonó el móvil.

Allô -dijo ella.

– No me digas que te has olvidado -le dijo Yves.

Ella se puso colorada, y se apartó de Morbier.

– ¿De qué?

– De la cita -dijo él-. En Le Figaro.

– Lo siento, pero no lo confirmamos -le dijo ella, e intentó que no se notara la decepción en su voz.

No recordó haberlo dicho, pero la otra noche había dicho muchas cosas después del champán. Incluso le había hablado de la explosión y de Anaïs. ¿Era eso lo único que él quería?

– Pero en los mensajes que te dejé en el buzón, que por lo visto nos has escuchado -continuó Yves-, te dije que tenía reuniones en Marsella.

– ¿Reuniones?

¿Iba de incógnito o estaba trabajando en algo con lo que Martine no estaba de acuerdo? ¿O las dos cosas?

– También mencioné lo asombrado que estaba por la forma en la que cambiaste la temperatura, cómo alteraste el color de las cosas. Y que quería más. -Hizo una pausa-. Eso si es que lo recuerdo bien.

Aimée se aclaró la garganta.

– Lo compruebo, y después te llamo -dijo ella, y se bebió de un trago lo que quedaba de café, consciente de que Morbier la estaba mirando.

– Sí, hazlo -fue la respuesta de él-. Te estaré esperando.

Y colgaron.

– Te has ruborizado -dijo Morbier, con una ceja arqueada.

– Me pasa cuando bebo muy rápido -respondió ella, y buscó dinero en su bolso para dejar una propina.

Morbier sonrió, pero no dijo nada.

– Aquí tienes el número de Samia. Vive encima del hammam que hay cerca del metro Couronnes -dijo él-. Mete un bañador en el bolso. Tienen una piscine al lado de los baños de vapor.

Tentada por un momento, se detuvo. Hacía varios días que no se hacía sus largos de siempre.

Morbier asintió.

– Como ya he dicho, los peces pequeños llevan a los grandes.

– No tengo tiempo para nadar, Morbier -dijo ella-. Ni de ir por la periferia de París detrás de escoria.

¿Qué hacia ella perdiendo el tiempo en un café con Morbier? Echó la silla hacia atrás arañando el suelo y metió el teléfono en su bolso de Hermes.

– No te vayas corriendo, Leduc -le dijo él apuntándola con su dedo manchado de nicotina-. La última vez que lo hiciste acabaste con más huesos rotos que de costumbre, ¿recuerdas?

Sintió un estremecimiento por el cuerpo, y se tocó la garganta al recordar el tejado del Marais. Las conmoción cerebral, las laceraciones como agujas en la piel…

Un vaso, que se cayó al suelo en la otra mesa, hizo que volviera bruscamente al presente.

– Míralo de esta forma, Leduc -le dijo Morbier, y se encendió otro cigarrillo con una colilla encendida del cenicero-. Si llegas a quien suministró el plastique, es posible que eches el guante al asesino de la amante. -Se encogió de hombros-. Sacar a algunos imbéciles de las calles. El asesino podría estar, como dijo Charles de Gaulle, «chier dans son propre lit», cagando en su propia cama. Los criminales hacen eso con frecuencia. Un error común.

– Creo que de Gaulle se estaba refiriendo a la crisis de Argelia, pero tienes razón -dijo ella, e intentó esbozar una sonrisa-. Pero como decía papá, las cosas no siempre son lo que parecen o se le habría acabado el trabajo.

– Vigila a Samia, eso es todo -le dijo-. Ella creció en un barrio de viviendas de protección oficial, entre pandillas, música raï y el desconsuelo tatuado en la piel. Y la gente problemática, como Zdanine, es una consecuencia lógica. Por lo que a mi respecta, Zdanine es escoria, pero tiene conexiones.

D'accord, la llamaré para quedar con ella -accedió Aimée-, pero tengo que cambiarme.

– Asegúrate -dijo él apuntándole con el dedo- de que te vistes adecuadamente.

Aimée se dirigió al metro. En la esquina, las mesas del Bistrot Chez Mireille estaban llenas. En la Boucherie Islamique Halah había continuamente gente haciendo cola. El lloriqueo malhumorado de bebés cansados que iban en carritos y el estruendo del metro, acompañado del humo del autobús 95, dirección Austerlitz, le dieron la bienvenida. Se preguntó cómo Sylvie pudo haberse escondido en ese populoso quartier, donde una mujer no pasaría desapercibida. En especial, una mujer atractiva. Se colgó el bolso al hombro, y entró en el metro para dirigirse a la casa de René.

Aimée se detuvo en las escaleras del metro de Couronnes. Sentía que unos ojos la escudriñaban. Unos hombres con barba que vestían chéchias y amplias habayas blancas la miraban fijamente desde la puerta de la mezquita de Abu Bakr. Se puso tensa. Eran les barbes, los fundamentalistas islámicos sobre los que había leído. Su forma de mirarla la inquietó, y se le quedó grabada todo el camino hasta la casa de René.


* * *

El edificio de René, de la época de Haussmann, daba a la rue de la Reynie, una calle bordeada de árboles que a Aimée le recordaba a un pequeño oasis en medio de Les Halles, con sus tiendas de ropa cursi, sus tiendas de discos compactos de oferta, y su gente joven. El suyo era un apartamento con vistas a un tranquilo pasaje rodeado de geranios que discurría entre edificios.

La zona de aparcamiento de René era igual de grande que su estudio. Pero desde luego tenía más espacio, pensó ella, teniendo en cuenta la obsesión que el hombre tenía por tener lo último en equipos informáticos.

Dos de las paredes del apartamento las ocupaban ordenadores y monitores, que estaban a muy poca altura del suelo enmoquetado. Unos libros cubrían otra de las paredes. Su ventana daba a un enorme edificio gris, tapado con una lona y con andamio para su renovación. Del equipo de música salía una voz ronca que decía «serves you right to suffer», acompañada por un ríff de guitarra que llenaba la estancia.

– John Lee 'ooker. -René sonrió de oreja a oreja-. Le blues.

Aimée también sonrió. El último encaprichamiento de René había sido Django Reinhardt.

Había dos futones apilados en una esquina. En la pared de la cocina, que era del tamaño de una cabina de avión, colgaba un póster de los 417 tipos de quesos franceses. En la encimera, especialmente adaptada a la altura de René, había unas pesas de culturismo.

Miles Davis la olisqueó con su nariz húmeda desde su almohadón, al lado de René.

– Hasta ahora, la búsqueda de Sylvie me ha llevado al firewall del fichier -le informó él-. Pero este nuevo software me servirá.

Señaló varios discos Zip, apilados entre las pantallas de los monitores llenas de algoritmos codificados.

– Eres un genio -le dijo Aimée.

Él asintió, con mirada radiante, mientras sus dedos bailaban sobre el teclado.

– Dímelo cuando haya descifrado el código.

Era su métier. No conocía a nadie que fuera tan hábil como él.

– ¿Y qué me dices del interruptor electrónico suizo del explosivo?

– Curioso -le dijo él, y le dio a «guardar».

René se levantó y se estiró. Llevaba un chándal gris; la parte de arriba se ajustaba a su largo torso, pero la parte de abajo la habían acortado.

– Parece ser que esa placa base iba conectada a un relé. ¿Sabes los que salen en las películas donde los mecs colocan el dispositivo para que explote en diez minutos, y mientras tanto ya se han alejado ocho kilómetros y tienen una coartada?

Aimée puso mala cara, y frunció sus labios pintados de rojo Chanel. Eso complicaría las cosas.

– Sin embargo, después de leer el informe -dijo René, mientras preparaba la bolsa para sus clases en el aojo-, no me encaja. Parece que lo activaron desde cerca, como tú sugeriste, desde la ambulancia falsa del samu.

Aimée cogió a Miles Davis, aunque todavía se sentía tensa.

– ¿Podrías cuidar de él un poco más?

René entrecerró los ojos.

– ¿Qué ocurre?

Le habló del plan de Morbier.

– Llámame si necesitas refuerzos -le dijo él-. Tengo otra bolsa de huesos en la nevera -le confirmó mientras ella se dirigía a la puerta-. Si quieres puedes venir conmigo al dojo.

– La próxima vez.

– Ten cuidado -le dijo René con una mirada significativa.


* * *

Aimée paró un taxi en la rotonda, que la llevó hasta su oficina en la rue du Louvre. Para entonces ya había quedado en una hora con Samia.

Dentro de su otrora elegante edificio de oficinas del siglo XIX, con su grifo antiguo de color verde oscuro en el vestíbulo, estuvo tentada de coger el ascensor de jaula. Pero sus pantalones de cuero, que le quedaban demasiado ceñidos, le dijeron que no lo hiciera. Subió los tres empinados tramos de escalera. En el descansillo, enfrente del espejo ahumado y biselado, abrió la puerta con la llave.

Pasó a toda prisa por delante de su mesa, donde había apiladas Pages Jaunes de París y manuales de criptosistemas seguros, hacia el almacén de la parte de atrás. Aunque nunca se arrepintió de haber dejado la investigación criminal, en ese momento sintió que lo echaba de menos. Por si acaso, se puso su chaleco antibalas. El dependiente de la tienda del espía le había dicho que lo habían hecho especialmente fino para esas «ocasiones especiales».

Echó un vistazo a las perchas de las que colgaban un delantal de pescadero azul con cintas de goma, una parka reflectante con «Suburbaine» estarcido en la espalda, su bata de laboratorio con «Leduc» bordado en el pecho (de su año preparatorio para estudiar medicina en la Universidad René Descartes), y una especie de boa de plumas de color verde ácido con lentejuelas de un ya desaparecido club de alterne en Pigalle.

Después de pensarlo y de jugar un poco con la boa, eligió un mono de cuero negro, una reliquia del pasado de un amigo traficante de drogas. La prenda de cuero, compuesta de bolsillos con cremalleras y parches acolchados, le quedaba muy ajustada. Metió con dificultad las piernas y subió la cremallera por encima de su sujetador de encaje.

Un pañuelo con un estampado de cebra alrededor del cuello completó el conjunto.

Después de aplicarse maquillaje, se puso los zapatos de tacón negro sin talón. Metió sus zapatillas rojas de deporte, tipo bota, en el bolso por si necesitaba caminar por resbaladizos adoquines. Se pintó las uñas rápidamente para que pudieran secarse en el taxi.

Cuarenta minutos más tarde salió de la rue du Louvre, llamó a un taxi, y llegó a casa de Samia.

El hammam-piscine resultó ser un anodino edificio renovado del siglo XVII con paredes de gotelé que daban a la calle. Le dio al taxista un billete de cien francos, le dijo que se quedara con el cambio, y sonrió cuando el taxista exclamó lo bien que tenía que irle el negocio.

Si él supiera.

Con una leve sonrisa, le dijo adiós cuando él comenzaba a ofrecerse para enviarle clientes.

Cuando entró en el patio de la hammam-piscine, Aimée ya había tomado la sugerencia de Morbier en serio. En ese momento, Samia era su entrée al plastique y a los maghrébins, su única fuente además de Gaston en Café Tlemcen. Aunque insuficiente, era un comienzo, se recordó a sí misma. Y un mejor plan que el que tenía antes, cuando lo único que alcanzaba a ver era les barbes apostados delante de la mezquita.

Había un centro de tatouage al lado de una tienda de ventanas polvorientas y con un cartel rojo descolorido en el que todavía se podía ver «Boucherie-volaille». Aparte del hammam-piscine en el cour, eran los únicos ocupantes. Tenía un silencioso aire de abandono que resultaba atractivo, pensó ella. Como si los edificios se tuvieran en pie casi por la fuerza de la costumbre.

En su interior, sin renovar, había pintadas con los colores del arco iris en las paredes que decían «Nique les flics», que jodan a la pasma. Había huellas de manos pintadas encima de las puertas, al estilo musulmán, para proteger las viviendas. Una estrecha escalera de caracol con los peldaños gastados y estriados subía a los pisos. Se preguntó cómo sería vivir allí. O criarse viendo esas pintadas todos los días.

Samia Fouaz vivía encima del rez de chaussée revestido de azulejos, en el primer piso. Un cochecito de bebé, una bolsa de red, y un brillante carrito de la compra ocupaban el descansillo; otrora pulido y exquisito, se imaginó Aimée.

Después de llamar varias veces, la puerta se abrió y apareció una figura con curvas que llevaba una combinación de encaje color melocotón y se rascaba el trasero de forma inconsciente. Samia tenía la piel del color de la miel. Su rostro estaba hinchado, tenía cara de sueño y bostezaba enérgicamente.

– Siento la molestia, Samia…

Pas de probléme -dijo ella mirándola de arriba abajo.

Samia respiró hondo, frunció los labios, y pareció llegar a una decisión.

– Acabemos con esto rápido.

Aunque eso la desconcertó, Aimée se repuso enseguida.

– Me parece bien -dijo ella en un tono de voz que esperó sonara tranquilo.

Una vez dentro intentó disimular su nerviosismo. Siguió el rastro de Samia por el pasillo amarillento, con las paredes llenas de calendarios de las carnicerías árabes del bulevar Menilmontant. El olor que Samia dejaba a su paso era una mezcla de aceite de almizcle, sudor y algún perfume de Nina Ricci.

De una habitación de la parte de atrás del apartamento salía el retumbo de música raï. Al fondo, Aimée vio que del techo ondeaba una tela de gasa violeta, y a ambos lados, cortinas adornadas con diminutos espejos.

Samia le hizo un gesto para que se sentara en un taburete cromado que había delante de la encimera. Detrás estaba la cocina, como las que hay en los barcos, pequeña e impecablemente limpia. En un estante superior, había un tagine, un plato de barro cocido y barnizado dotado de una tapa cónica; y, encima de ese estante, una quettara, un alambique de cobre para destilar agua de rosas y de azahar. Aimée sabía que las sustancias aromáticas con agua de rosas espantaba el djinn, protegía contra el mal de ojo, y atraía los buenos espíritus. Ella esperaba que estos estuvieran con ella: iba a necesitar toda la ayuda posible.

Aimée se fijó en que los pies de Samia, desnudos sobre el linóleo gris, estaban tatuados con dibujos de espirales hechos con henna.

Se preguntó cuál sería el vínculo entre Samia y Morbier. Parecía joven y cansada, como un ama de casa que se arreglaba para su marido con apenas resultado. De nuevo le hizo un gesto a Aimée para que se sentara.

– ¿Té?

Sonrió, y su rostro se abrió como una flor.

Merci -respondió ella, aceptando así el pequeño vaso de humeante té de menta de rigeur, dulce y aromático. Sabía que era una costumbre respetada incluso entre enemigos en las conversaciones de paz en Oriente Medio.

La tenue luz del sol de la tarde entraba por una ventana abierta que daba al patio. Abajo, varias mujeres, cuyas conversaciones en árabe resonaban en las paredes de piedra, entraban por la puerta del hammam.

– Mencionaste a Khalil cuando me llamaste -dijo Samia, que parecía incluso más joven con la luz de la cocina.

– Así es. Y a Eugénie, parte de…

– Dile de mi parte -la interrumpió Samia dándose la vuelta y golpeándose la palma de la mano con el puño, de modo que sus pulseras de oro tintinearon- que Zdanine está haciendo lo que puede, ¿de acuerdo? C'est compris?

Sorprendida por su cambio de actitud, Aimée se paró en seco. Los pensamientos le invadían la mente. Esperaba que Samia no comprobara con Khalil lo que le había dicho. ¿Por qué había aceptado la historia de Morbier de que le había «pasado información a Samia»?

– No sé a qué te refieres. -Aimée a duras penas podía mantener un tono de voz calmado.

– El mes pasado fue la última vez -le dijo Samia, decidida-. Nunca más. ¡Ya está bien!

Para ser alguien con un aspecto tan vulnerable, pegaba duro, pensó Aimée. Su actitud cordial había desaparecido.

Tiens, Samia -dijo ella, intentando esbozar una sonrisa encantadora-. No mates al mensajero.

Samia resopló. Para tener dieciocho años, o los que tuviera, hablaba de forma muy agresiva.

– Khalil está impaciente -improvisó Aimée-. Pobre mec. Está atrapado en Argelia.

Tenía que hacer que Samia hablara, que le pasara su contacto del plastique.

– No me concierne -contestó ella, en tono algo malhumorado. Pero ya no estaba tan enfadada-. Dile a Khalil que hable conmigo. Y yo lo haré con Zdanine.

– Khalil me dijo que te hablara en su nombre.

Samia esbozó una media sonrisa, que mostró unos pequeños dientes blancos. Uno de ellos tenía una funda de oro, que brillaba con la luz.

– No quiero faltarle al respecto a una compañera, bien sûr, pero los negocios son los negocios -dijo ella-. Y es hora de que me vista.

Estaba a punto de acompañar a Aimée a la puerta.

La estoy pifiando, pensó Aimée. Era el momento de olvidar las sutilezas cuando su oportunidad se le estaba yendo de las manos.

– Samia, deja que hable en nombre de Khalil y en el de Zdanine -dijo ella-. Necesito más plastique. Se suponía que Eugénie me iba a ayudar.

Samia abrió los ojos de par en par; sus hombros caídos se tensaron.

– No me gusta esto.

– ¿Y a quién sí? -Aimée puso un tono de voz serio, y se encogió de hombros-. El último repartidor saltó por los aires hasta La Meca antes de que lo mataran.

– Eso es agua pasada. Zdanine sólo era un distribuidor.

Samia cambiaba el peso de su cuerpo de un pie desnudo a otro, mientras se rascaba la pantorrilla con el dedo gordo de la otra pierna.

– Ya se ha desentendido de eso -continuó ella, mirándola fijamente mientras bebía su té-. De adónde va y a quién…

El final de la frase se desvaneció en el aire almizcleño de la cocina.

– Por lo que he oído -dijo Aimée acercándose a ella-, es el comienzo.

Samia negó con la cabeza.

– Me esperan mis clientes. Tengo que irme.

Se preguntó qué clase de clientes serían.

Aimée bajó la voz a casi ya un susurro. Su brazo rozó el de Samia.

– Al por mayor -dijo, y asintió con la cabeza-. Khalil conoce los márgenes de beneficios. ¿Y tú?

Samia apartó la mirada.

– Al por mayor -repitió Aimée, más segura al ver la reacción de la chica. Alargó la palabra para subrayar su importancia-. Ni pequeñas entregas, ni francos ni céntimos. Sólo billetes de mil francos y cuentas de banco. Grandes. Eso es la venta al por mayor.

– Eso lo lleva Zdanine, no yo -dijo ella, aunque había fruncido sus oscuras cejas. Dudaba.

– Veo que no estás preparada para ocuparte de los pedidos -dijo ella, retirándose y mirando su reloj-. Khalil no me informó bien. Olvídate de que he venido. Buscaré un tercero.

Aimée se colgó el bolso al hombro, y se levantó. Le había puesto la oferta delante, se la había puesto atractiva, y esperaba expectante.

Samia tensó sus gruesos labios.

– ¿Un tercero? -dijo ella, pronunciando lentamente la palabra.

– Khalil prefiere trabajar con la familia, por supuesto. Sin embargo, me parece que no tengo elección -dijo Aimée con un suspiro-. Hay otros caminos que me llevarán al plastique. Él supuso que Zdanine tenía conexiones con el proveedor.

Samia entrecerró los ojos.

– A mí no me habla de sus negocios.

– Sólo recuerda que nosotros acudimos primero a ti -le dijo Aimée-. Después no digas que Khalil no ofreció a su familia un trozo de la tarta.

Se miró las uñas, e intentó recordar las pintadas en el metro de Belleville.

– Como dice él: «¡Hermanos del bled, uníos!».

Samia lanzó un bufido.

– ¿Del bled? Lo más cerca que hemos estado del campo fue cuando los colonos masacraron a aquellos que no pudieron emigrar como esclavos. Khalil volvió a sus «raíces», y ahora está impaciente por salir de allí.

No le faltaba razón, pensó Aimée.

– ¿Es porque soy demasiado blanc para ti? ¿Es eso, Samia? -le preguntó.

La chica no contestó.

Frustrada, no sabía cómo sacarle información. Hasta ese momento, no había conseguido nada. Aimée miró a su alrededor, pensando con furia. Se sentía como si en lugar de ir hacia el sur, hubiera ido hacia el norte.

Pasó un dedo por un pequeño lector de cd que había en la encimera, y se fijó en la televisión de pantalla grande que había en la habitación contigua. Sobre el alféizar de la ventana vio una factura vencida de France Télécom con los márgenes en rojo. Tuvo una idea.

– Llevas una buena vida, Samia. Bastante selecta. -Aimée se dirigió a una despensa llena de paté, halva turco y caviar iraní-. Mejor que la mayoría. Soy prostituta. Lo hacía por cien francos, y en coches quemados hasta que conocí a Khalil. Se convirtió en mi mecenas, me enseñó cosas, me dijo cómo sacarles los cuartos a los clientes y hacer más que lo que vale mi alquiler. -Miró a Samia de forma elocuente-. Haré todo lo que el mec me pida.

Samia apartó la mirada. Quizás el lujo era difícil de mantener. Aimée vio una foto enmarcada de un niño de ojos almendrados con expresión seria. Su tez color miel era como la de Samia. Llevaba unos pantalones cortos de uniforme de un colegio católico, y una cartera colgada del hombro.

– Es precioso -exclamó Aimée, y lo decía en serio-. ¿Es tu hijo?

Samia asintió. Se le iluminó la mirada.

– Marc por Marco Aurelio -le explicó ella. La expresión en su rostro era encantadora.

– ¿Colegio católico?

– Está bautizado -contestó ella, con un dejo de orgullo en su voz.

– Debe de ser costoso -dijo Aimée, haciendo un gesto con los dedos.

Samia se puso tensa y se miró hacia otro lado.

– Zdanine nos ayuda; amuebló el piso.

– Pero ya no puede ayudarte, ¿no es así? -dijo Aimée, sin esperar a que ella le contestara-. Está atrapado en la iglesia.

Vio en sus ojos que Samia lo estaba pasando mal.

Aimée sabía que había tocado su fibra sensible cuando mencionó a su pequeño. Y sabía que Samia tenía problemas de dinero.

– Mira, si no estás interesada, al menos ayúdame a ponerme en contacto con Eugénie -le pidió ella.

La respuesta de Samia fue su mirada vacía.

– Tienes que irte, ¿no es así? -dijo Samia, su velada cortesía forzada-. Llego tarde.

Aimée arrancó un trozo de papel de su agenda, y escribió su número de móvil.

– Piénsate lo que te he dicho. Llámame dentro de unas horas.

Decepcionada con el hecho de que Samia no picara enseguida el anzuelo, bajó las gastadas escaleras, pasó al lado del hammam, y salió a la calle. Esperó que la chica la llamara cuando estuviera desesperada.


* * *

– ¿Cuánto? -le preguntó Aimée en la rue de Belleville al hombre que llevaba relojes colgados del brazo.

– Cincuenta francos -contestó él, agitando el brazo delante de su cara.

Sacudió en su muñeca una pulsera de plástico de color naranja fosforescente con una carita sonriente amarilla.

– No es mi estilo -dijo ella.

Su móvil comenzó a sonar.

– ¿No habíamos quedado? -le preguntó René.

Le puso al hombre cincuenta francos en la palma de la mano, cogió el reloj, se ató las zapatillas de bota, y salió corriendo.

Cuando llegó a la oficina, ya se había convencido a sí misma de que había encontrado a los asesinos de Sylvie entre la red maghrébin.

Sin embargo, a ese paso le llevaría un año.

René levantó la vista de su libro. Sus grandes ojos verdes tenían los párpados caídos. Eso a ella no le gustó.

– No me lo digas -dijo él mirándola de arriba abajo-. Estás aumentando nuestros ingresos.

– ¿No hemos conseguido el contrato con la edf? -le preguntó ella, y se dejó caer en la silla.

– Como te he dicho, le gustamos al inquieto directorcillo -contestó René, y se recostó en su silla ortopédica-. Pero el mandamás de la edf no quiere ir poco a poco con el sistema de seguridad, o eso dicen. Algo de razón tienen. La firma de Seattle les ha hecho una oferta de servicios integrales. Impresionante.

Aimée se levantó, con la mirada encendida.

– Nosotros también podemos hacerla.

– Ya lo tengo. -René le guiñó el ojo-. He preparado un paquete básico -dijo él, enseñándole una carpeta gruesa-. Es un borrador, por supuesto. Pero pensé que podríamos añadir algo especial. Un pequeño extra.

– Exacto. Alguna piéce de résistance -siguió ella, y lanzó la chaqueta de cuero en el perchero.

Se rascó la cabeza, y abrió la ventana de la oficina que daba al Louvre. El golpeteo de los motores diesel y, de vez en cuando, el grito de un vendedor ambulante competían con el rugido de los autobuses de París.

– Pongámonos manos a la obra, socio -dijo ella desabrochándose los automáticos de las mangas de su camisa.

Una hora después, había rehecho su escáner de vulnerabilidades de redes, y también habían añadido el mantenimiento. Un oferta realista. Y por menos de lo que ellos se imaginaban que la otra firma ofertaría. Aimée respiró hondo, y envió por fax su oferta a la edf.

Su móvil comenzó a sonar.

Rezó para que fuera Samia.

Allô?

– Philippe lo niega t-t-t-odo -dijo Anaïs. Su voz era pastosa y arrastraba las palabras.

Sintió alivio al oír su voz, pero le asustaba su tono.

– No quiere ha-ha-hablar de ella.

– He estado preocupada, y he intentando dar contigo -le dijo, aterrorizada por cómo sonaba Anaïs. Cogió un trozo de papel-. Déjame ir a buscarte. ¿Dónde estás?

– En algún lugar -su voz se apagaba-. Martine y el ama de llaves llevan a Simone al colegio. Pero hay a-a-algo que va mal. Te envié un cheque. Philippe tiene miedo. No te lo dije… Sylvie me dio un sobre…

– Tengo que hablar contigo, Anaïs -le dijo Aimée-. ¿Dónde está ese sobre…?

Pero Anaïs colgó antes de que ella pudiera terminar la pregunta. Preocupada, llamó a Philippe. Su cordial secretaria no tenía ni idea de dónde estaba madame de Froissart, pero de nuevo le prometía que se encargaría de darle el mensaje al ministro.

Ni soñarlo. Empezaba a tener la sensación de que la única forma de dar con Philippe sería coger un rifle e ir tras él.

Buscó entre el correo que tenía sobre su mesa, y abrió una carta que iba dirigida a ella. Agitó el cheque de Anaïs en el aire.

– Nuestra cuenta ha engordado diez mil francos.

René pestañeó.

– ¿Anaïs?

Ella asintió.

– Comamos mientras te pongo al corriente.

Pidieron sushi del japonés que había debajo de su oficina, y lo incluyeron en gastos de la empresa.

Mientras comían el rollito de centollo y la seiba marinada, Aimée le habló del plan de Morbier y de Samia, que bautizó a su hijo y quería que tuviera la nacionalidad francesa, mientras su padre, proxeneta y distribuidor de explosivos, pedía asilo en la iglesia.

– ¿Y qué me dices del fichier de Nantes? -le preguntó ella-. Sylvie debe tener otra dirección.

– Por ahora no he tenido suerte, pero seguiré intentándolo -asintió René-. Mi amiga me ha prestado un nuevo software para morphing -continuó él frotándose sus manos rechonchas-. ¿Por qué, por ahora, no lo intentamos con Sylvie?

– Adelante -dijo Aimée dejando sus palillos-. ¿Qué es lo que hace?

– Hay una pequeña pega -dijo él-. Necesitamos una foto.

– Creo que puedo solucionarlo -dijo Aimée.

Entró en su ordenador, y accedió a la cuenta de banco con la contraseña de Sylvie, beur. Buscó alguna documentación que usara para abrir la cuenta con Crédit Lyonnais. Diez minutos más tarde, se emocionó cuando encontró la fotografía de su carte nationale d'identité.

– Mira, René -le dijo mientras imprimía la imagen.

Por primera vez vio la imagen de la mujer, no sólo de su cuerpo desmembrado.

– Parfait! -exclamó él-. Knockout! [2]

– Es muy atractiva, imponente…

Iba a añadir que nadie, fuera atractivo o no, merecía que una bomba lo hicieran volar en pedazos.

– Knockout es un nuevo programa. Un software para crear máscaras en fotografías -le explicó él- que funciona para todo lo relacionado con las imágenes retocadas digitalmente.

– ¿Y qué significa eso?

– Mira -dijo él con una mirada radiante, fruto de la expectación.

Aimée colocó la fotografía de Sylvie dentro del escáner.

En su terminal, René trazó unas líneas que definían el contorno interior y exterior del rostro de Sylvie. Knockout imprimía el primer plano ya procesado (el objeto con los colores eliminados) y un canal alfa en escala de grises que conservaba la transparencia del original.

– ¿Pelirroja y pelo corto?

– Como el mío -dijo ella al recordar la peluca-. Hazlo algo más desgreñado en la parte de atrás.

Jugueteó un poco con la imagen, y después la imprimió. Un ajuste perfecto.

– ¡Eres un mago, René!

– Intenta refrescarle la memoria a la gente con esto -le dijo él-. Ya sabes, por el precio adecuado, la red maghrébin realiza funciones similares. Una Eurocard oro, un carné de conducir, incluso un número de la Sécurité Sociale.

Merci -le agradeció ella, sorprendida de nuevo por todo lo que sabía René sobre los bajos fondos-. Necesito averiguar de dónde viene ese plastique Duplo.

Le pellizcó a René en las dos mejillas.

– Es hora de ponerse a trabajar.

– ¿Adónde vas? -le preguntó con los ojos abiertos de par en par.

– A refrescarle la memoria a Philippe -le contestó ella-. A saber qué está pensando.

Antes de que pudiera bajar la cremallera de su mono de cuero, le sonó el móvil.

Oui.

Se detuvo en seco antes de descubrirse y soltar «Leduc Detective».

– Te estoy esperando -le dijo Samia.

Esperaba que fuera Anaïs, pero enseguida se repuso.

– Samia, ¿lo has reconsiderado?

– Hay alguien a quien tienes que conocer. -La voz de la chica sonaba forzada, tensa-. Date prisa.

– ¿Y qué sucede con Eugénie?

– Lo sabe -dijo ella-. Estoy en el hammam. ¿Puedes pasarte por aquí en quince minutos?

– Voy de camino -le contestó ella, cogiendo su chaqueta y metiendo la Beretta en el bolsillo.

Esta podía ser la oportunidad que estaba buscando.

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