Aimée miró abajo desde la amplia ventana del primer piso; intentaba buscar la forma de entrar en el colegio. Unas figuras entraron apresuradamente en un camión móvil aparcado en la calle. Salieron de él llevando puestas unas chaquetas y portando armas.
Retrocedió lentamente; ninguno de los hombres de Sardou le prestaba la más mínima atención. Pero si alguien la veía, diría que estaba intentando encontrar el baño. Detrás de ella había varias puertas de madera, que pertenecían a armarios de almacenaje y rampas para la basura. Agarró el pomo de latón de la puerta que tenía más cerca, lo abrió, y sintió un aire fresco. Rezó para que tuviera suerte. Una vez dentro, vio una escalera estrecha y en curva, y suspiró aliviada. Había tenido suerte.
Mientras bajaba los peldaños, se imaginó que Anaïs debía de estar intentando decirle algo… pero ¿qué?
No sabía cómo sacar a Simone y a los demás niños de allí: la zona estaba atestada de brigadas, camiones y equipos antiterroristas.
Preocupada, lo único que sabía era que Anaïs contaba con ella.
De nuevo.
Los paramilitares de la raid eran famosos por entrar en el lugar sin dejar de disparar, y después amañar el número de muertos en situaciones de toma de rehenes, centrados únicamente en neutralizar su objetivo. A juzgar por el aspecto de Bernard, la gallina que vino en helicóptero, tenía sentido. Quizás Anaïs pensaba que Aimée era la única que tenía alguna posibilidad. O, como conocía a Aimée, que estaba lo suficientemente loca como para intentarlo.
– No se detenga -le ordenó una figura con casco, que le hacía señas para que se dirigiera hacia las barricadas que bloqueaban la estrecha rue Friedel.
El primer paso sería llegar al edificio adyacente a la école maternelle, entrar, y encontrar la forma de acceder al colegio desde allí. Enseñó la placa de las CRS, y atravesó la columnata en dirección a un grupo de unos diez agentes de las crs y de flics, reunidos a toda prisa. Con algo de suerte con el plan que había empezado a urdir en su cabeza, atraparía al terrorista.
– ¿Qué noticias hay? ¿Han exigido algo? -le preguntó a un guardia.
El guardia dudó, y señaló con la cabeza a un grupo inclinado sobre el capó de un coche de policía.
– Hable con LeMoine, que es la jefa de operaciones.
Al lado de ellos estaba la furgoneta abierta y llena de monos y chaquetas protectoras. Dentro de ella, una mujer corpulenta que mascaba chicle mientras ponía marcas en su tablilla sujetapapeles. Asintió cuando Aimée le mostró su placa, e hizo un gesto hacia el perchero.
– Es talla única, capitán. Le sugiero que se arremangue.
Aimée levantó el ligero traje swat, que se arrugó en sus manos.
– El tejido parece endeble, teniente…
– Teniente Vedrine. -La agente le guiñó un ojo-. Tienen un forro resistente. -Le entregó un saco tipo Gore-Tex de color aguamarina-. A lo mejor quiere quitarse esa falda y ponerse esto.
– ¿Cuánto tiempo llevan ahí? -le preguntó Aimée mientras se ponía el uniforme, se abrochaba el chaleco de Kevlar y se subía la cremallera del mono negro.
– ¿No le ha informado nadie?
Mientras le ayudaba, a la teniente Vedrine le estallaban una y otra vez los globos que hacía con el chicle.
Aimée pensó deprisa.
– Me llamaron al busca cuando estaba cenando con mi marido para celebrar nuestro aniversario.
– C'est dommage! ¿Cuántos años?
– Cinco, y es la primera vez que contratamos a una canguro en años… Déme un informe rápido.
Aimée inspeccionó el contenido de varias solapas y piezas del mono.
La teniente Veldrine le ayudó a ponerse la chaqueta antibalas.
– Un empleado descontento del salón de té de la mezquita de París enfureció cuando su hermana sans-papiers la metieron en un autobús para llevarla a la cárcel. Se unió al afl. -Se encogió de hombros. Había inteligencia y humor en su mirada-. Es una operación bastante rutinaria. Con suerte, no durará mucho.
Aimée disimuló su sorpresa. ¿Y los niños? Aunque quizá, todo el mundo se imaginaba que las unidades estaban esperando el momento propicio hasta que los tiradores pudieran disparar. Aimée señaló el perchero con rifles de visión nocturna.
– ¿Número de licencia de armas? -le preguntó la teniente mientras abría su registro de armas.
Aimée se devanó los sesos intentando recordar el número de Morbier… ¿cuál era?
Siendo él un animal de costumbres, normalmente elegía su fecha de cumpleaños para algo así, al menos lo había utilizado para el código de entrada a su apartamento y para el armario de la oficina. No se acordaba de si era un año o dos mayor que su padre.
– Es 21433. Escuche, conozco a uno de los rehenes. -Aimée respiró profundamente-. Fuimos juntas al lycée. Su hermana es mi mejor amiga.
La teniente Vedrine dejó de mover la boca.
– ¿Quién es?
– Anaïs de Froissart, la esposa del ministro.
– Lo comprobaré. -Vedrine se inclinó y habló a la radio que tenía sujeta al cuello del mono-. Confirmar identidad de rehén.
Las interferencias de la radio competían con las sirenas de otro camión de la brigada antibombas. Unas luces azules intermitentes iluminaban las calles.
La teniente presionó el auricular contra el oído para escuchar mejor. Entonces miró a Aimée y asintió. De nuevo, comenzó a mascar el chicle pausadamente. Parecía impresionada.
– Según el comando, unos veinte niños y dos profesoras podrían estar en cualquier de las tres clases que dan al sur -dijo ella-. Los tiradores se hallan posicionados en los tejados que bordean la calle.
A Aimée le vino un sudor frío. ¡Tenía que encontrar a esos niños!
La teniente Vedrine activó la radio móvil y conectó la unidad de Aimée a las otras. Le dio unos auriculares y le colocó un diminuto micrófono en el cuello de su mono.
Su instinto le decía que esa era su oportunidad y que sería mejor que la aprovechara.
Si no los encontraba, el número de muertos sería más alto y los cuerpos más pequeños. Se unió a los demás que se habían reunido a toda prisa en la rue de l'Ermitage.
– Hacemos una batida en el edificio contiguo -anunció el sargento-. Nos aseguraremos de efectuar una evacuación total antes de que los tiradores tengan estas ventanas en su punto de mira, ¿de acuerdo?
La mayoría asintió o murmuró su asentimiento. Cuando el grupo avanzó, Aimée se acercó sigilosamente a una columna y se mezcló con la fila. Entraron en el viejo edificio, un centro para el cuidado de ancianos. A juzgar por su apariencia, parecía que era privada y pija, mucho más exclusiva que una maison de retraite.
Dentro, el grupo se desplegó en abanico, y Aimée atravesó un comedor vacío; en las mesas había copas de vino medio vacías y los platos de comida todavía estaban calientes. Entró en la cocina, que tenía encimeras de acero inoxidable, y una ventana de lamas.
La zona de los fogones estaba llena de humo y olor a cebolla quemada, lo cual hizo toser a Aimée. En unas ollas de cobre hervía un caldo a fuego lento, pero la culpable era una sartén grande en la que chisporroteaban trozos de cebollas que se deterioraban rápidamente. Con cuidado de no quemarse con el mango, apagó el fuego, y levantó la sartén con la ayuda de una toalla y la metió en el fregadero con agua. La sartén empezó a crepitar y a despedir humo, pero ella ya había pasado por delante de un tajo lleno de verduras picadas y ajo machacado.
Salió a un oscuro pasillo de la parte de atrás. Con el edificio a su espalda, en la parte opuesta había lo que parecía ser un teatro antiguo. Oyó que se cerraban las puertas detrás de ella, y se dio cuenta de que pronto entrarían los de las crs.
Este teatro compartía la mitad de la parte de atrás del edificio del centro de ancianos. Aimée dudó; el sargento no les había ordenado que subieran al siguiente nivel. Sin embargo, supuso que la única forma de llegar al colegio sería entrar en el ático del teatro y buscar el tejado.
Sus tacones sonaban sobre el mármol cuando se encaminó hacia el entresuelo. Aparte de ese sonido, lo único que se oía eran los viejos candelabros de pared, que zumbaban como insectos y bordeaban el grande entresuelo. Subió por la amplia escalera de mármol. Unos pasillos oscuros y desiertos salían de la entreplanta, apenas iluminados por la araña que había en el centro.
Oyó un ruido sordo, y después un tintineo de cristal. Anduvo de puntillas por el mármol, pero se detuvo cuando cesó el sonido.
Aimée vio el destello en el alto espejo ahumado. Se giró y sintió el frío metal de una ametralladora en la sien, y se quedó inmóvil.
– Mademoiselle, parece que se ha perdido -dijo una figura vestida con el mono negro de la raid y con gafas de visión nocturna, que le hacían parecer una mosca gigante-. Las fuerzas de las crs controlan el cuadrante inferior. No lo de aquí arriba.
El hombre dio un paso atrás y con el arma señaló hacia la escalera.
– Bien sûr-dijo ella cuando recobró la calma, y dio un paso adelante-. Pero como di clases en este teatro hace años, y estoy familiarizada con la distribución…
– Nosotros nos ocuparemos de eso ahora, ¿de acuerdo? -la interrumpió él-.Vite.'
Y de nuevo apuntó hacia las escaleras.
El corazón de Bernard Berge latía con tanta fuerza que pensó que el equipo de la raid que lo flanqueaba se daría cuenta, a pesar de los cascos gruesos y de todo lo que llevaban en la cabeza. Una vocecita gritaba en su cabeza «¿por qué yo?», mientras Sardou, a través de los auriculares de Bernard, repetía las instrucciones. La rue Olivier Metra, desierta salvo por las fuerzas de las crs que estaban estacionadas detrás de las columnas, brillaba bajo la débil luz del sol de abril.
– ¿Entiende, Berge? -volvió a decir Sardou-. Llévelo a una ventana.
Bernard asintió, y se preguntó de nuevo si su madre se ablandaría y lo enterraría aunque su cuerpo quedara irreconocible después de la explosión.
El grupo desapareció cuando Bernard se aproximaba a la desierta garita del conserje que estaba al lado de la entrada del colegio. Delante de él surgía el patio de la école maternelle, bordeado de macetas de geranios rojos y lleno de triciclos. En lo alto de los tres lados se vislumbraban ventanas con los postigos echados y tragaluces en los tejados inclinados en mansarda. ¡El fanático podría estar detrás de cualquiera de ellos! Un silencio inquietante se cernía sobre el patio. Respiró profundamente y dio un paso vacilante antes de agarrase a la pared de piedra caliza. Le temblaban las manos.
Bernard Berge rezó para que se obrara un milagro, como había hecho de pequeño en el barco que salía de Argel. Había rezado para que la ciudad en llamas volviera a estar intacta y que todo hubiera sido un sueño. Ahora rogaba despertar y ver que eso también era un sueño. Pero sabía que no iba a ocurrir.
– Muévase -siseó alguien detrás de él. Oyó un chasquido metálico: estaban amartillando sus armas-. Nosotros lo cubrimos.
Hizo que sus piernas se movieran y se dirigieran al centro del patio. Cerró los ojos y puso los brazos en alto.
– Soy Bernard Berge -dijo-. Del ministerio.
Silencio.
Abrió un ojo. Una cosa roja ondeaba detrás de una ventana de la planta baja. Y entonces algo asomó brevemente su pequeña cabeza.
– Monsieur Rachid, estoy autorizado para revocar las órdenes de expulsión.
De la garita salió el graznido de un loro. Bernard se sobresaltó. Alzó la vista. Las ventanas parecían observarlo con la mirada perdida.
– En el bolsillo. Quiero enseñárselo… ¿puedo entrar?
La única respuesta fue el agudo graznido del animal.
Vio que una pequeña mano se agitaba desde la ventana, y después desapreció.
– Monsieur Rachid, voy a entrar, y voy a hacerlo con los brazos en alto para que los vea.
Se centró en mover los pies hacia la ventana. Antes de que pudiera llegar a la puerta, esta se abrió, y un niño con jersey rojo y pantalones cortos chocó contra sus piernas.
– ¡Corre! -le exhortó Bernard, que seguía con los brazos levantados,
– Loulou -sollozaba el pequeño-. No me puedo ir sin Loulou.
– No te preocupes, iré a buscarla -le dijo Bernard.
– ¡Loulou es chico! -exclamó el niño.
– Date prisa -le dijo Bernard, impaciente, y lo apartó de sus piernas-. ¡Hazlo que te digo!
El pequeño corrió y tropezó con los adoquines. Cayó al suelo, llorando, al lado de la pared.
– ¡No puedo dejar a Loulou!
– ¡Sigue! -gruñó él, y miró hacia arriba para escudriñar las ventanas.
El pequeño se levantó y se tambaleó, pero pudo llegar a la garita del conserje. Por el rabillo del ojo, Bernard alcanzó a distinguir que el agente de la raid cogía al muchacho.
Entró en la larga clase lentamente, y pasó por delante de unas paredes blancas cubiertas de acuarelas de los niños, una mesa con arena llena de palas de madera y una jaula vacía de conejo que tenía «Loulou» garabateado en un cartel con lápiz de color. Merde!, pensó Bernard. ¡El pequeño iba a poner a todo el mundo en peligro por un conejo!
Atravesó un cuarto de baño de azulejos amarillos, en el que había taburetes delante de los lavabos y diminutos inodoros, y entró en una habitación oscura llena de cunas para la siesta. ¿Hacia dónde debería ir?
Se arrodilló, y a tientas pasó entre las cunas en dirección a una puerta de doble hoja. Algo húmedo y viscoso se le pegó a los dedos, y el miedo lo inundó. No quería mirar.
Gracias a la luz que pasaba por debajo de la puerta pudo ver que tenía sangre en las manos. Bernard lanzó un grito ahogado. La imagen de su hermano pequeño, André, apreció ante él, con su carita flotando en el pozo del pueblo. Bernard no intentó limpiarse las manos. Sabía que nunca podría quitarse la sangre.
– ¡Buen intento, Leduc! -dijo Sardou-. Estás fuera.
El hombre de la raid la había escoltado hasta el centro de mando. La sensación desalentadora que tenía se acentuó cuando vio a unos padres que esperaban llorando en los alrededores.
– La unidad antibombas han establecido el procedimiento a seguir -dijo Sardou-. No pondremos a nadie en peligro.
– Pero mire a Berge -protestó Aimée-. El procedimiento habitual no lo pondría…
– ¿Dentro? -la interrumpió él-. ¡Claro que no! Pero el secuestrador pone las reglas, ya que Berge fue responsable de las deportaciones.
A Aimée le costó hacérselo entender.
– El afl no haría esto -le explicó ella-. Una facción radical ha tomado el mando. La razón real es la pérdida de financiación para la misión humanitaria.
– Estás fuera -volvió a decirle él. Le hizo un gesto con la cabeza a un agente de las crs, que escoltó a Aimée hasta la barricada.
Se le cayó el alma a los pies. ¿Cómo podían dejarla fuera? No confiaba ni en la raid, ni en Guittard, ni en los tiradores. «De gatillo fácil» cobró un nuevo significado con tiradores altamente cualificados que se morían por eliminar rápidamente a los sospechosos. Las bombas y la toma de rehenes se habían convertido en algo habitual en París.
Derrotada, bajó por la rue de l'Ermitage. Se desplomó en el suelo, ajena a las miradas de los transeúntes. Si algo ocurría y no hacía nada, nunca se lo perdonaría. Anaïs había dicho que sabía cómo hacerlo… ¿pero hacer qué?
Tenía que sacarlos de allí.
Aimée se fijó en el aceite de color rosa perla que bajaba por las grietas de los adoquines, y formaba charcos en el suelo. Miró su reloj por la fuerza de la costumbre. Su reloj parado de Tintín.
Se levantó, llamó a René desde el teléfono más cercano, y le pidió que cogiera el equipo y la esperara en el café de Gaston, a cuatro manzanas de allí. Y entonces comenzó a correr.
– ¿Podemos usar tu local como cuartel general, por así decirlo, Gaston? -le preguntó Aimée-. Tengo un plan para desactivar la bomba.
– Si me dejas ver cómo usáis uno de esos -dijo Gaston, y señaló los portátiles que René empezaba a desembalar sobre la mesa con marcas de vasos.
– Te enseñaré incluso -le dijo René con una amplia sonrisa. Miró a su alrededor-. Primero necesitamos una toma para que veas cómo funcionan los protectores de sobretensión. Te lo mostraré inmediatamente.
Aimée se metió el móvil nuevo, que René le había dado, en la cinturilla.
Había algo que no tenía sentido.
– Tengo una terrible sensación -le dijo ella después de contarle su conversación con Philippe-. No negó nada, parecía simplemente abatido.
– ¿Entonces crees que es otra forma de chantajearlo? -le preguntó René.
– Su hija está allí, René -contestó ella-. Y su esposa.
– Pero ¿cómo? -preguntó Gaston-. ¿No lo ha reivindicado el afl?
– Mafoud y el afl son gente corriente, que imprimen panfletos, reparten comida y cuidan de los hijos de los huelguistas -dijo ella-. La toma de rehenes no es su estilo. Aunque el tal Rachid diga lo contrario.
René le dio a «guardar» en su portátil y levantó la vista.
– Rachid podría ser una bomba de relojería. ¿Y si se ve más acorralado y decide llevar la causa más lejos?
– ¿Acorralado…? -Gaston se estremeció.
Aimée podía ver que al hombre no le gustaba lo que eso implicaría. A ella tampoco.
– Es posible, René -contestó ella-, pero yo diría que es listo y que posee algún tipo de entrenamiento con explosivos. -Hizo una pausa-. Tiene a unos doscientos policías, entre ellos tiradores y agentes de brigada de la raid, a la espera, y no parece demasiado nervioso.
– Tienes razón, Aimée -dijo Gaston. Se apoyó en la barra de cinc, y la limpió con un trapo húmedo-. Quizá se adiestró en el ejército.
A través de las ventanas del café, se veía a la lluvia brillar en un cartel lleno de mugre, con «Biére de froment» escrito con letras de imprenta, que crujía con el viento. El trío árabe se movieron a otro portal para hacer negocios mientras un ciclista pasaba por delante.
Aimée asintió.
– ¿Recordáis que el año pasado unos jóvenes marroquíes con pasaporte francés, y adiestrados en Afganistán, fueron enviados primero a luchar en Bosnia, y después sus jefes les ordenaron ir a Marruecos, a matar a unos cuantos turistas, porque eso desestabilizaría el país?
René y Gaston asintieron.
Aimée se quedó mirando la foto desgastada que estaba metida en el marco del espejo, y pensó en todas las cosas que no tenían sentido. ¿O sí lo tenían? ¿No habían enviado a Berge al lugar con la autoridad de garantizar permisos de residencia a los inmigrantes?
– Sigue -le dijo René que, junto con Gaston, miraban fijamente a Aimée.
– Parece algo similar, son casi los mismos fundamentos disparatados -dijo ella-. Creo que les han pagado por hacerlo. -Se encogió de hombros-. Es una simple corazonada.
René frunció el ceño.
– Confío en tu intuición, Aimée.
– La batalla de Tlemcen da fe de ello -dijo Gaston, que cogió un pañuelo de papel. Las lágrimas le corrían por las mejillas.
– ¿Qué te ocurre, Gaston? -le preguntó Aimée.
– Un problema médico -le contestó él-. Los conductos lagrimales se dilatan y lloro a la mínima. -Le guiñó un ojo-. Consigo medio kilo más de melón en el mercado.
– Hay otra cosa -dijo ella-. ¿Y si no está solo?
– Por supuesto que no lo está -contestó René-. Profesoras, niños…
– Tiene que comer y defecar, ¿no es así? -dijo Aimée.
– Hará que alguien pruebe su comida -dijo Gaston-. Se llevará a uno de ellos al baño.
– Es verdad, Gaston -asintió ella-. Lo más importante es que se cansará. Por supuesto, dependerá del tiempo que los retenga, pero tendrá que dormir.
– ¿Adónde quieres llegar, Aimée? -le preguntó René.
– Tiene un cómplice -respondió ella-. Y a menos que sea una misión suicida, cuenta con una ruta de escape.
René asintió.
– Pongámonos manos a la obra.
Bernard Berge se quedó mirando sus manos manchadas de sangre: la sangre de los pequeños. Unas moscas azules volaban sobre unos trozos de color rojo oscuro que había en las escaleras de mármol. Viscosos y manchados, emitían el hedor dulzón de la carne podrida. Bernard soltó un grito ahogado y apartó la vista.
Vio la aterciopelada oreja gris metida en la gruesa barandilla. Pobre Loulou. Pero al menos era la sangre de un conejo, no de un niño. Se limpió las manos en el mármol y subió.
– Monsieur Rachid, llevo en el bolsillo el documento de inmigración con la puesta en libertad de todos -dijo con la voz quebrada-. En cuanto libere a los niños, las crs escoltará a todo el mundo al lugar donde tramitarán su permiso de residencia, ¡se lo prometo!
Los pasos de Bernard resonaron en el mármol. No oyó nada, sólo el zumbido lejano de las moscas.
– Por favor, estamos cumpliendo sus peticiones, Rachid. -Siguió hablando mientras subía las otrora magníficas escaleras, ahora cubiertas de lápiz de color y carteles que decían «Grupo de "Gusanos de seda a mariposas" todos los viernes», «"Gacelas en movimiento" de mademoiselle Mireille los martes por la mañana».
Bernard se detuvo en el descansillo. ¿Dónde estaban los niños? Le dolían los brazos de tenerlos en alto; la sangre le había bajado por las mangas blancas de su camisa, pero tenía miedo de bajarlos. El vestíbulo daba a un pasillo de techo altos, que se estrechaba en otro ala. Se detuvo. Unos sonidos apagados provenían de detrás de un puerta en la que ponía «Sala de arte». ¿Debería entrar?
Dudó antes de girar el rajado pomo de porcelana. De repente, alguien lo agarró por detrás.
– Rachid -farfulló él-. Habla conmigo.
Unos brazos fuertes le habían cogido de los hombros, tenía los ojos tapados, y le llegó a sus oídos el sonido de un fuerte desgarrón. Alguien le puso una cinta adhesiva sobre la boca. Oyó palabras guturales en árabe, glotales y duras.
Su último pensamientos consciente fue el de un olor a éter cuando un trapo húmedo le cubrió la cara, lo que le recordó a cuando le extrajeron las anginas.
Tiempo después, no sabía cuánto, la cabeza de Bernard comenzó a desarrugarse, como si cada capa empapelada de tejido de la conciencia se soltara con un esfuerzo. Abrió los ojos, y se dio cuenta de que, casi pegadas a su nariz, unas burbujas plateadas subían a la superficie. Estaba frente a un acuario que borbotaba, y tenía la espalda apoyada en una pared. Respiraba, pero no podía llenar los pulmones con aire suficiente.
Ante él, en el suelo, una figura encapuchada y vestida de negro, con cartuchos de dinamita alrededor de la cintura, jugaba con una niña de leotardos rosas a construir con Lego. El rostro encapuchado miró hacia arriba.
– Bienvenido al colegio, monsieur Berge -dijo el hombre sin que se le moviera el pasamontañas negro-. Merci por el documento; sin embargo, han surgido nuevos problemas, y nos gustaría que nos ayudara a solucionarlos.
Bernard se dio cuenta de que sus resuellos y jadeos querían decir que estaba hiperventilando.
– ¡No puedo respirar!
– Calmez-vous; nos gustaría pedirle algunos privilegios cuando esté más tranquille-le dijo Rachid, que gritó algo en árabe a otro encapuchado que llevaba un mono negro y que salía de un vano con una ametralladora colgada sobre el pecho.
– Liberaremos a los tres niños más pequeños para mostrar nuestra buena fe, monsieur Berge. Pero usted debe quedarse aquí y ayudarnos a conseguir nuestras peticiones.
Bernard asintió.
– Estoy autorizado…
– Ahora mismo está autorizado para escuchar -lo interrumpió.
En el exterior de Café Tlemcen, la llovizna se había convertido en un chaparrón. El viento agitaba las hojas y las pequeñas ramas con fuerza, y se quedaban enganchadas en el pelo de Aimée. Dejó la antena de radio sobre la mesa, y estiró su abrigo mojado encima de unas sillas. René y Gaston apiñaron los planos de la école maternelle en la mesa redonda del café.
– Aimée, tenemos una noticia buena. La école maternelle tiene ordenador -dijo René-. ¿Preparada para oír la mala?
Aimée refunfuñó.
– El ordenador no funciona -dijo René.
Que un ordenador no funcionara no era el fin del mundo; los dos lo sabían.
– Pero eso no nos ha detenido en el pasado, René -dijo ella-. Es sólo un poco de trabajo y algo de tiempo.
– Tiempo es algo que no tenemos -dijo él en tono más bajo.
Ella oyó el cambió en su voz y se preocupó.
– Tiens, ¿ha ocurrido algo más?
– Se puede decir que sí-respondió él-. ¡Han conectado el sistema de seguridad del edifico a la bomba humana! Mira este mapa, Aimée.
Mientras la cortina de lluvia empañaba las ventanas del café, ella examinaba el mapa de la estructura del edificio. Las únicas entradas o salidas de los planos del edificio estaban conectadas al sistema central. ¿Cómo iba a entrar?
Aimée se detuvo y señaló con el dedo varias equis que había al lado del antiguo alcantarillado.
– ¿Puedes descifrar eso, René? -le preguntó ella.
Él asintió.
– Son unos viejos socavones -contestó él, y miró más de cerca los planos-. Tapiados.
– ¿Que van adónde? -preguntó ella.
– A un afluente del canal cercano -contestó él-. El bulevar Richard Lenoir es la continuación pavimentada del canal Saint Martin.
Aimée reprimió su emoción, que iba in crescendo.
– ¿Alguna idea de cuándo se tapiaron?
René examinó los planos.
– Diría que lo hicieron cuando se pavimentó el canal. Deja que lo compruebe.
Le dio a varias teclas del portátil cercano. Aimée lo miraba mientras en la pantalla aparecía una cuadrícula del siglo XIX superpuesta a un mapa de Belleville contemporáneo. Aimée lo observaba paralizada.
– ¿Qué clase de mago eres, René? -dijo ella.
– Es sólo un nuevo programa que he encontrado. -Se rió entre dientes-. Lo mejor está por venir.
La nítida resolución resaltaba los estrechos callejones y calles que el varón Haussmann había sustituido en el siglo XIX por los anchos bulevares y avenidas del Belleville de hoy.
– ¡Increíble!
Los ojos de René se iluminaban mientras tecleaba.
– Hay más.
Un sistema subterráneo de arroyos y afluentes del Sena, como ramas de un árbol, se desplegaba en diversos colores.
– Esa gruesa línea azul indica el viejo afluente del canal Saint Martin, y las verdes son los antiguos manantiales de Belleville.
A Aimée el corazón le latía deprisa.
– Si de algún modo pudiéramos entrar, ¿un socavón es navegable?
René se encogió de hombros.
– Como es tierra porosa compuesta de limo de río, ¿quién sabe? El suelo se asentó, para luego hundirse. Hay viejos socavones por todo París, especialmente en el décimo, undécimo, decimonoveno y vigésimo arrondissements. Todo el mundo se olvida de eso.
Aimée se quedó callada.
– Belleville es donde se encuentran todos, ¿verdad?
– Parece que hay un socavón tapiado en el sótano -dijo él-.Que va de la école maternelle a la calle. El embalse de Belleville y las torres de agua están a unas pocas manzanas de allí.
René abrió los ojos de par en par.
– ¿Estás pensando lo mismo que yo?
– Entramos por el socavón -dijo ella, y tocó el lugar en el mapa de la pantalla-. Encendemos el ordenador, pasamos el cableado de la bomba del sistema de seguridad al ordenador, transferimos la conexión e introducimos el código de bloqueo. -Hizo una pausa y respiró-. Lo único que quedaría sería sacar a los niños del socavón.
– ¡Caramba, Aimée! -exclamó él-. Muy buen razonamiento si funcionara el ordenador. Otra historia es si esta teoría se puede poner en práctica. -Le dio a «imprimir»-. Nadie sabe qué pasa realmente ahí abajo.
Aimée se sacó el móvil de la cinturilla. Intentó que René no viera que le temblaban las manos.
– No es mi estilo ser una rata de alcantarilla. Ni me gustó la última vez en el Marais -le dijo René-. Aunque en aquella ocasión no había niños ni agujeros subterráneos inestables.
Ella estudió el mapa y dejó sus temblorosas manos metidas en los bolsillos.
– Piénsalo, René -dijo Aimée-. Simulamos la conexión del ordenador, engañamos al sistema e introducimos el código de bloqueo.
René frunció el ceño.
– Aimée, me preocupa… no hay garantías de ese modo.
– No hay garantía alguna, René. Pero si inutilizamos el artefacto explosivo, Anaïs y esos niños tendrán una oportunidad. Con los tiradores de la raid, me temo que van a ser carne de ametralladora.
René negó con la cabeza.
– No podemos hacerlo solos.
Su corazón le latía muy deprisa mientras veía cómo el plano subterráneo salía de la impresora de René.
– La cuestión es si pedimos ayuda o lo hacemos solos -quiso saber Aimée.
René puso los ojos en blanco.
– Soy demasiado bajo para esos uniformes de comando. Además, mi fontanero se ha trasladado a Valence. Necesitaríamos dinamita.
– Gaston fue militar, ¿no es así? -dijo ella, y se volvió hacia él-. ¿Eres bueno con el desatascador?
– Fui aprendiz en el Cuerpo de Ingenieros del Ejército -le contestó él-. Antes de pasarme a la inteligencia.
– Perfecto -dijo ella.
– Las bombas te ponen nerviosa, Aimée -le dijo René, con preocupación en su voz-. Dejemos que los mandamases nos den acceso. Entonces tendremos más posibilidades.
Antes de que ella pudiera responder, oyeron un disparo a lo lejos.
– Puede que tengas razón, René.
Aimée agarró su abrigo mojado y abrió la puerta del café.
Dos manzanas más tarde, se encontró con una multitud solemne de mujeres en la plaza cerrada con barricadas. Una de las preocupadas madres, cuyo rostro reflejaba el miedo del grupo silencioso que la rodeaba, tenía a un policía antidisturbios del cuello del uniforme.
– ¿Qué ocurre? -preguntó ella-. Díganos qué está pasando.
– Tiens -respondió él-. Los sacaremos pronto de ahí.
Se llevó a la mujer y al resto lejos de allí.
– ¡Acaban de salir tres más!
En el patio del colegio alguien gritó: «¡Tomad el flanco derecho!».
– Mi hijo es asmático -suplicó la mujer-. Necesita su inhalador.
– Déme su nombre, madame-dijo amablemente el agente de las crs. Lo anotó, y repitió el nombre al micrófono que tenía sujeto al cuello de su uniforme.
Aimée oyó que un funcionario les rogaba que le dejaran ofrecerse como rehén para canjearse por uno de los niños. De mediana edad y bien vestido, siguió insistiendo.
Un pequeño grupo de gente, que se imaginaba Aimée serían psicólogos infantiles, permanecían alerta al lado de él. Ella miró hacia arriba, y examinó los tejados en mansarda que bordeaban el teatro, cuando unas balas rebotaron en la barandilla de metal de la plaza. Todo el mundo se tiró al suelo adoquinado. Excepto Aimée. Había visto una cara en la ventana del ático del cuarto piso; y pelo rubio, que después desapareció. ¿Sería Anaïs?
– Encore!
Bernard estaba boquiabierto, sorprendido. Contemplaba cómo la joven profesora, que llevaba una bata manchada de pintura y tenía el rostro colorado, daba vueltas a la manivela de una caja de música, de la que salía una canción infantil. Los niños reían mientras rodeaban una hilera de sillas pequeñas. Cuando la música paraba de repente, todos organizaban un barullo enorme. El niño que se quedaba sin silla se apartaba, riendo, y se unía a los que aplaudían alrededor de las sillas que quedaban, mientras la profesora le daba de nuevo a la manivela.
Alguien le tiró a Bernard una espada de madera al regazo.
– En garde, monsieur! -dijo un niño con cara seria y brillo en su» pequeños y oscuros ojos. Llevaba una capa blanca y escarlata atada debajo del mentón.
– Michel, puede que monsieur esté cansado. Matar dragones y lobos todo el día puede ser agotador -dijo una voz tranquila detrás de él.
Bernard se giró y descubrió a una mujer, de pelo castaño y una bata de tejido vaquero, que entraba en la clase con una bandeja de galletas y unas jarras con zumo, escoltada por un hombre con un pasamontañas negro.
– A table, mes enfants -dijo ella-. Después a dormir la siesta, como siempre.
El primer hombre encapuchado, conectado a una pila de cartuchos de dinamita que había en una cesta de bloques de madera, le hizo un gesto a Bernard para que volviera a su lado. Bernard vio que el hombre movía las manos, y se fijó en que el artefacto explosivo debía de ser uno por control remoto.
– ¿Está ayudando al cazador? -le preguntó el niño de la capa.
– Alors, Michel, atrapar al lobo es un trabajo duro -la profesora miró a Bernard y asintió-. ¡Nuestro cazador necesita ayuda!
Bernard asintió también como si matara lobos y dragones a diario. Así que las profesoras habían convertido todo en un juego, pensó él. Qué listas. Además también era una buena forma de evitar el pánico y asegurar la cooperación.
Una niña pelirroja, que tenía pecas por toda la cara, llevaba una boa de plumas enroscada alrededor de los hombros. Salió del rincón de los disfraces con unos zapatos de tacón de color rubí que le quedaban muy grandes y que hacían que anduviera a trompicones y con los pies metidos hacia dentro.
– Gigi tiene hambre -dijo ella con una tortuga enorme en sus brazos. El animal abría y cerraba la boca.
Bernard vio que salían unos cables de la dinamita. Temeroso de que la niña los pisara, gritó: «¡Detente!».
La profesora levantó la vista.
– ¡Lise, no te olvides de que consigues tres puntos para tu equipo cada vez que saltes por encima de esos cables!
Lisa asintió, dejó a Gigi en el suelo, y tranquilamente saltó por encima de ellos. El corazón de Bernard le latía muy deprisa, y sabía que de nuevo estaba hiperventilando.
Le había hecho llegar las peticiones de Rachid a Guittard, que reiteró que tenía que recordar su «cometido»: que se colocaran delante de la ventana. Sin embargo, ninguno de ellos se alejaba mucho de la dinamita. Guittard había accedido a las demandas de Rachid para que pusieran en libertad a los inmigrantes y había insinuado que Bernard tenía que ganar tiempo.
– Monsieur Rachid, el ministro Guittard accede a sus peticiones -le informó Bernard, repitiendo las órdenes de Guittard-. Vamos a retirar los aviones, que esperan en la pista.
– Tres horas -dijo él-. Cada hora que pase después dispararé a una profesora.
Bernard se estremeció, pero mantuvo un semblante firme.
– Monsieur Rachid, estamos accediendo a sus demandas…
– Y usted pierde una extremidad -lo interrumpió él.
– Monsieur Rachid…
Bernard titubeó; intentó seguir.
– ¿Le gusta el sol? -lo interrumpió Rachid-. Porque cuando salgamos de aquí es probable que venga con nosotros.
Las esperanzas de Bernard se esfumaron. Había estado condenado desde el principio.
– René, ¿podríamos desconectar el sistema de seguridad por medio de una fuente remota? -le preguntó Aimée, de pie al lado de la ventana de Café Tlemcen.
Él se encogió de hombros.
– Aunque tienes razón, René -reconoció ella-. Es hora de trabajar con los mandamases.
No tenía otra opción.
– Commissaire Sardou, puedo ayudar -le dijo Aimée a su móvil.
– ¿Usted otra vez? -le espetó Sardou.
– Déjeme hablar con el ministro Guittard -le pidió ella-. Podemos inutilizar el sistema de seguridad de la école maternelle.
– No estropee las cosas. Vamos a satisfacer las peticiones de los secuestradores -bramó Sardou-. No la necesitamos.
– Sugiero que simulemos la conexión al ordenador -le dijo Aimée-, engañemos al sistema e introduzcamos el código de bloqueo.
Guittard se puso al teléfono.
– Hable conmigo, mademoiselle Leduc -le pidió él.
– No habrá ningún altercado si mi socio y yo trabajamos con sus ingenieros. Los niños saldrán de allí vivos.
– La escucho -dijo él.
Aimée le resumió su plan, le bosquejó los detalles después de que él hiciera una pausa y le dijera que siguiera.
– Pero el ordenador tiene que estar encendido para hacerlo.
Guittard sonaba preocupado, pensó ella.
– Un moment-le dijo Guittard, y la puso en espera.
– Rachid les ha dado tres horas -dijo René. Miró su reloj, y negó con la cabeza-. Nos quedan dos horas.
– Olvídese. El equipo de tácticas dirige esta operación -dijo Guittard cuando volvió a ponerse la teléfono-. Sus hombres coordinan esto. Los terroristas han colocado una trampa en el ordenador para impedir una simulación como esa. No hay forma de desarmar la bomba a través del sistema de seguridad.
Frustrada, Aimée le dio una patada al suelo de baldosas. Si esa información era cierta, no había manera de hacerlo.
Nunca había tenido una buena relación con los servicios informáticos especializados de la gendarmerie. Esta unidad, un secreto bien guardado del Ministerio de Defensa, contaba con un gran presupuesto. Paradójicamente, el papeleo del Gobierno nunca permitió que la división avanzara al mismo ritmo que el sector privado; René siempre estaba varios años por delante de ellos. Cada trato que Aimée tenía con ellos estaba lleno de resentimiento y obstáculos.
– Así que esperaremos -dijo Guittard-. Por cada diez sans-papiers, ellos liberan a un niño.
Desilusionada, quería gritarle que los terroristas no siguen las reglas. En cambio, dijo adiós y comenzó a pasearse de un lado a otro del café de Gaston.
– Bernard se graduó con honores en la ena -le dijo Gaston, y le dio un sorbo a su agua mineral-. Ten más confianza en él.
Aimée sabía que eran la créme de la créme. Ningún otro país tenía un equivalente. La única comparación que se acercaba la había hecho un amigo de su padre que la había equiparado a Princeton, Harvard y Yale juntas, aunque más exclusiva.
Los graduados, a los que se llamaban enarques, accedían directamente a puestos ministeriales. Aimée recordó un comentario en un periódico que definía al Gobierno no como socialista sino como énarquiste.
– Bernard siguió el camino del énarque como era de esperar -siguió Gaston, que dio otro sorbo, y posó el vaso en la barra, con cuidado de dejarlo encima del posavasos-. Primero lo designaron para un puesto en el Ministerio de Economía, trabajó en los presupuestos generales, y después se pasó a Justicia. Fue juez durante mucho tiempo.
– ¿Así que los enarques no salen del gobierno? -preguntó ella, sorprendida.
– Bien sûr-contestó Gaston-. Son todos amigos, y les gusta que los puestos se queden dentro de la familia, por así decirlo. Que sean exclusivos.
Viven cerca unos de otros en elegantes pisos del séptimo arrondissement para así caminar juntos al ministerio.
Aunque a Aimée le parecía que no encajaba en ese grupo. Al recordar su aspecto angustiado, se quedó absorta en su pensamiento. Si Bernard hubiera tenido algo de agallas, lo habría conseguido todo.
La tenue luz de la tarde brilló en el vaso de Gaston, que miró de nuevo hacia arriba; esta vez su mirada arrugada era seria.
– Su padre sirvió en Algérie bajo el mandato de Soustelle. Para haber sido un pied-noir, Bernard ha llegado a lo alto.
Quizá lo que ella había creído que era cobardía era su conciencia. ¿Cómo se sentiría al formar parte de ese grupo selecto? ¿Cuánto le había costado llevar a cabo esta misión?
– Se dice que se despidió a principios de año para evitar una crisis nerviosa -dijo Gaston-. Se metió en su piso y no salía. Hasta que lo sacaron de allí para este trabajo.
Bernard contemplaba las agujas del enorme reloj de pared acercarse lentamente al cuatro. A su alrededor, los pequeños ronquidos de la hora de la siesta iban al ritmo de la cinta de Mozart que había arrullado a muchos hasta dormirlos. La profesora, que él había oído que se llamaba Dominique, estaba sentada en el medio, y acariciaba la espalda de uno de los niños mientras escribía lo que Rachid le dictaba en susurros.
– Para poder escapar -decía Rachid-, pedimos que la policía anuncie nuestra muerte. Una vez que estemos seguros de que estamos a salvo, liberaremos a los últimos niños.
Dominique levantó el papel, escrito con lápiz rojo, para que lo viera. Tenía unas ojeras marcadas.
– Fírmalo como «La Bomba Humana» -le dijo Rachid-. Y después, quédate con los niños.
Ella obedeció y se tumbó en una de las camas.
Rachid metió la nota en una lata de galletas y se acercó a rastras a Bernard.
– Vaya con él -le dijo mientras con la cabeza señalaba al otro terrorista-. Tire esto por la ventana del ático que da a la plaza.
– ¿Por qué no llamamos a Guittard? -le preguntó él-. Puede explicarle sus peticiones al ministro.
Rachid golpeó la mesa con el puño. El acuario tembló.
– Cuando quiera sus sugerencias, burócrata, se las pediré.
Bernard dio un respingo. Cogió la nota y pasó a gatas al lado de los niños que dormían. El cómplice de Rachid le daba con la ametralladora para que subiera por las escaleras, y le golpeaba en las costillas cada vez que se detenía.
Bernard sudaba cuando llegaron al cuarto piso. Durante todo el trayecto, no dejó de pensar en cómo conseguir que el terrorista se colocara cerca de la ventana. Un crujido en las escaleras de madera lo alertó… ¿una rata, otra mascota del colegio que se había escapado, o un niño escondido? El terrorista se detuvo, también lo había oído.
– ¡Espere aquí! -gritó el hombre.
Bernard se quedó de pie en los gastados escalones. Respiraba con dificultad. Este mundo infantil de tantos cuidados le resultaba ajeno.
Recordaba que los años de posguerra y hambre los pasaron en habitaciones alquiladas con un aseo para dos pisos. Y eso su madre lo había considerado un lujo. Su verdadero padre había muerto en una escaramuza en el desierto con rebeldes fellagha cuando él era niño.
Su padrastro, Roman, también un pied-noir, hablaba poco. Pero cuando lo hacía, todo el mundo escuchaba. Bernard siempre había comparado sus palabras con los utensilios de su profesión de carnicero: afiladas y mordaces.
Una vez, le había preguntado a su madre, cuando todavía no se enteraba de mucho, el motivo por el que las palabras de su papi cortaban como un cuchillo. Esta suspiró, y lo atrajo hacia sí, algo para lo que raras veces tenía tiempo. Le dijo que su padre lo guardaba todo dentro, y que algunas personas demostraban su amor de otra manera. Su papi, continuó ella, demostraba su amor trabajando duro. Ahora tenían una casa, le decía ella, y señalaba la habitación en la que estaban. El revoque de las paredes aparecía desconchado en las dos estrechas habitaciones de techos altos, y su única fuente de agua era una bomba que había en el patio.
Pero cuando Roman hablaba, usaba el lenguaje como un arma. En cambio Bernard había aprendido a utilizarlo como un escudo, mientras vivía en el éter de las ideas.
Su madre le dijo que estaba segura de que algún día haría que su papi se sintiera orgulloso de él, y que le demostraría lo listo que era. Le acariciaba la mejilla con una mano, le alisaba el pelo y el remolino recalcitrante que nunca se dejaba hacer. Su tono era de melancolía cuando le preguntó si cuidaría de su papi cuando se hiciera viejo.
Pero nunca lo hizo. Roman murió de tuberculosis y arruinado siete años después; antes de que Bernard entrara en la École Nationale d'Administration, y su hermano aprobara el examen de ingreso en la facultad de Medicina. Sin embargo, los intensos silencios y mordaces palabras de Roman se le quedaron grabados en el alma.
Estos niños nunca conocerían las privaciones que él había pasado. Y, por una vez, sin hacer caso de la envidia que habitaba en su corazón, sintió gratitud. Gratitud por el hecho de que ningún niño sufriera lo mismo… pero entonces se acordó de los Balcanes, de los huérfanos de ojos vacíos. La guerra no se acababa, sólo tomaba formas diferentes. Y estos niños, ¿no eran ellos víctimas forjadas en batallas de la hace tiempo perdida guerra de Argelia?
Oyó un estallido de cristales delante de él.
– ¡Estoy aquí, burócrata! -gritó el hombre-. ¡Ahora!
Bernard reprimió el impulso de escapar, bajó la cabeza y entró. El terrorista había roto la ventana. El suelo estaba cubierto de fragmentos de cristal, que emitía un matiz azulado. El estrecho ático olía a humedad y estaba lleno de letras de escaparate de madera que llegaban a la altura de la cintura. La débil luz del sol se reflejaba en el cristal y creaban una alfombra de diamantes. ¿Y si los tiradores pensaban que estaba haciendo señas? Bernard sintió pánico. Respiraba con dificultad.
No, esperarían, no iban a disparar a cualquier cosa que brillara, estaba seguro. Su nivel de tensión bajó ligeramente. Hasta que, en la esquina, vio a una mujer, despeinada y atada a una silla, que se esforzaba por golpear al terrorista en las espinillas. Le lanzó una mirada que Bernard no pudo interpretar.
– Lléveme al baño -gritó ella-, o lo haré en el suelo.
El terrorista le dio una bofetada con el dorso de su mano enguantada.
– ¡Haga lo que quiera, infidéle, pero cállese!
Bernard vio que sus manos agarraban el largo respaldo de la silla y que tenía las muñecas desatadas. Ella le hacía señales. Ellos eran dos, y un solo y enorme terrorista con una semiautomática.
– Mire -dijo Bernard, que se iba acercando poco a poco al terrorista-. Le sugiero…
– Se acabó la cháchara.
Bernard hizo un gesto hacia ella.
– ¿No le puede dejar al menos que vaya al baño?
Bernard se preguntó quién sería.
El terrorista apuntó a una ventana, con trozos de cristal que salían de las esquinas.
– Deprisa-dijo él-. ¡Tírela desde aquí! Burócrata, se me está acabando la paciencia -gruñó el terrorista. Esputó y escupió al suelo; se acercó a Bernard y lo golpeó con la ametralladora en las costillas-. ¿Me ha oído? Tire la lata por la ventana.
Bernard dio un respingo cuando el frío metal del cañón le traspasó la fina chaqueta del traje. Dio un paso. El cristal roto crujía bajo sus pies. Se quedó inmóvil.
Miró a la mujer en busca de ayuda, pero los ojos de pesados párpados de esta lo miraban ausentes. Le sangraba la nariz, y el rojo brillante de la sangre le bajaba por la barbilla y le salpicaba su otrora blanca blusa de seda.
Bernard sabía que era un cobarde. Las peleas en el patio del colegio y las burlas lo habían demostrado. La idea de ser el blanco de los tiradores de la raid no le atraía demasiado. Lo que quería en ese momento era ponerse de rodillas debajo del tragaluz, en el frío, entre las letras torcidas, y suplicarle misericordia al hombre.
– La policía me disparará -dijo él; le temblaban las venosas manos-. No puedo…
– No importa. -El terrorista bostezó-. La usaré a ella.
A Bernard le fallaron las piernas; ya no lo podían sostener. Mareado, intentó agarrase a la silla de la mujer. Falló. A su alrededor, la luz giraba y cambiaba. Cayó al suelo con todo el peso de su cuerpo. Se dio cuenta, unos segundos después, de que tenía multitud de esquirlas en los brazos.
La mujer saltó de la silla gritando, y empezó a darle patadas en las piernas al terrorista. Este tropezó con Bernard, que seguía aturdido, y dejó escapar un bramido. Se dio con la cabeza en la pared, y se desplomó encima de su ametralladora. Unos disparos ensordecedores le atravesaron con violencia el pecho. Su torso negro se retorcía mientras las balas lo perforaban. Su cuerpo cayó de lado.
Bernard se fijó en que la mujer se había ido. Estaba solo. Solo con un terrorista muerto, cuyas tripas bajaban lentamente por el revoque granulado. ¿Qué debía hacer? ¿Habría oído Rachid los disparos?
Le dio la vuelta al voluminoso cuerpo, y cogió la ametralladora, que estaba pegajosa por la sangre.
Bernard le quitó el pasamontañas negro al hombre. Su cara con barba de varios días tenía la mandíbula laxa y la expresión ausente de la muerte. Por primera vez en su vida, no sintió miedo alguno a la muerte. Un alivio extraño lo inundó.
Y entonces tomó una decisión. Sin duda se uniría al pequeño André, quien lo había llamado por la noche durante tanto tiempo. Pero primero salvaría a los niños, ya que no había podido salvar a su hermano.
Desagraviaría el pasado.
Bernard le abrió la cremallera y le quitó el mono al terrorista; fue un proceso laborioso: bajarle las mangas, y quitarle la prenda de los hombros y de sus anchas e inertes caderas. Y después las pesadas botas, que limpió antes de ponérselas. Se colocó el pasamontañas. En el bolsillo lateral, que estaba cerrado con cremallera, encontró un cargador nuevo.
Cuando bajó dos tramos de escalera con el pasamontañas negro, sus dedos ya agarraban con fuerza el gatillo. Le gustaba cómo la sólida curva se adaptaba a su dedo. Se detuvo al oír un crujido en el estrecho descansillo.
La luz de un candelabro de pared iluminaba el rastro de unas huellas pringosas de dedos. Metida debajo de la escalera, con pasamanos de metal, había una pequeña puerta que pasaba casi desapercibida. Caminó de puntillas por el suelo, pegó el oído a la puerta y escuchó. De vez en cuando, oía susurros y un pitido estridente.
– Tranquilo, soy un amigo -dijo él, y abrió poco a poco la puerta. Había una figura agachada detrás de limpiadores y mopas-. Deja que te ayude, pequeño.
– Me llamo Simone -dijo una carita que lo miraba enfadada, que surgió lentamente con un móvil en la mano y un gastado osito de peluche marrón en los brazos-. Este juego es aburrido. -Tosió y reprimió sus moqueos-. ¡Quiero irme a casa!
Bernard se arrodilló, rígido e incómodo por el mono, con los brazos ocupados con el arma.
– Yo también -dijo él.
– ¡Tú no puedes! -exclamó ella, y se limpió los mocos de la nariz con la manga.
– Me llamo Bernard.
– Eres el hombre malo.
– Deja que te explique… -comenzó a decir él.
– ¿Dónde está mi maman?-dijo ella ceceando.
¿Sería la mujer de arriba?
– Dime cómo es.
– La empujaste -dijo Simone, su tono de voz cada vez más alto-. Te vi. No es justo. Todo el mundo sabe que no se puede empujar a la gente.
– Pero no fui yo.
– ¡Mentiroso!
Cuando Bernard intentaba calmarse, Simone le cerró la puerta y le pilló los dedos con ella. Se tambaleó del dolor, sacó la mano y retrocedió dando un traspié. Se golpeó con fuerza la cabeza en el pasamanos, y se desplomó. La ametralladora se le escapó de las manos, y el cargador se le cayó estrepitosamente del bolsillo al parqué.
En cuclillas, Simone miró por la rendija de la puerta. El hombre malo parecía dormido. Le había hecho daño. ¡Bien, eso le enseñaría a no empujar a la gente! Las reglas eran las reglas, pero a veces uno tenía que aprender a golpes, como dijo papá, darle a la gente su medicina… ¿era eso lo que había dicho? Bueno, algo parecido.
Le sonaron las tripas, y hacía demasiado calor en ese armario. Era hora de ir a buscar a su maman y una tartine con mantequilla. Le había dado una paliza al hombre malo. Ya se podían ir a casa.
En caso de que nadie la creyera, levantó el arma del suelo. Era tan pesada y fea. Qué pena; no cabía en su mochila de Tintín. Se colgó la correa al hombro, pero el arma rozaba el suelo. Bastó con enrollar la tira al cuello tres veces. Recogió el suave y negro cargador lleno de balas y lo introdujo en la muesca del arma, como hacían en la telé. Suspiró. ¡Qué pesada, y cuántas cosas tenía que llevar!
Y al osito de peluche no le gustaba tanta sacudida. Lo metió entre las correas del arma y esperó que no le importara estar tan apretado. Cuando bajaba las escaleras, escalón por escalón, sujetándose al pasamanos con la mano que tenía libre, recordó el teléfono y, como pudo, dio la vuelta. El osito se iba a enfadar con tantas idas y venidas. Cuando cogió el móvil, que estaba en el armario encima del cubo de metal, se encendió una luz verde. A lo mejor ya funcionaba. Le dio al botón que maman le había enseñado, el de la letra grande que no podía recordar.
El nuevo móvil de Aimée, conectado a su anterior número, sonó. Aunque le había dicho a Yves que la dejara en paz, tenía la esperanza de que fuera él. Tranquilízate. No es momento para que te asalten imágenes de Yves y sus patillas.
– Al habla Aimée Leduc -dijo ella en tono formal.
– ¡Un flic la va a ir a recoger! -le gritó Sardou-. ¡Venga para aquí ya!
Empezó a hablar, pero afuera una sirena anunciaba la llegada de la moto de un policía.
Cuando llegó al improvisado cuartel general, Sardou parecía que iba a escupir fuego.
– Simone sólo quiere hablar con usted -le dijo él, y le pasó bruscamente el móvil.
Aimée respiró profundamente.
– ¿Simone? -dijo ella. Agarraba con tal fuerza el teléfono que tenía los nudillos blancos.
– Dile a todos que he ganado, Aimée -dijo la niña con voz cansada.
Al otro lado de la línea se oyó un ruido metálico estrepitoso. Una serie breve de clics hizo que Aimée se diera cuenta de que Sardou estaba localizando la llamada. Vaya sistema tan primitivo tenían los flics. A René le daría la risa, pero no era divertido.
– Puedes hablar conmigo, Simone, soy policía y quiero ayudarte -dijo Sardou.
– Eso es lo que me dijo el hombre malo -le respondió ella. Su voz sonaba incluso más cansada-. Pero ya me encargué de él. Así que deja de hablar.
– Simone, cuéntame lo que ha ocurrido, ¿de acuerdo? -le intentó persuadir Aimée, en un tono de voz suave-. Sólo un poco. El resto me lo dirás ante un chocolate caliente, ¿vale?
Simone bostezó. Sardou permanecía en silencio.
– Aja, seguro que preferirías un Orangina, ¿eh? -Aimée se rió, con la esperanza de que su risa sonara auténtica.
– ¿Tendré un gran Orangina aunque maman diga que las bebidas frías me dan dolor de estómago?
– ¿Qué me dices de uno doble? -le preguntó Aimée.
– Hice dormir al hombre malo y le cogí el arma -le dijo Simone.
– ¿Dónde estás? -la interrumpió Sardou.
– Pero Aimée -dijo la niña a punto de llorar-. ¿Dónde está maman?
– Mira Simone, me llamo Sardou. Puedo ayudarte…
– Sé que estás con el hombre malo -le dijo Simone, que colgó con un sonoro clic.
¡Había una niña de cuatro años que deambulaba con un arma, y Sardou había hecho que se enfadara! Y no sabían nada de Anaïs. Aimée se estremeció, e intentó no pensar en lo que podía haberle pasado.
Oyó que Sardou farfullaba algo al otro lado del teléfono, que emitía un zumbido. Aimée agarraba el teléfono con fuerza. Tenía que mantenerse calmada y serena. Respiró profundamente.
– Sardou, cuando le dé al botón de rellamada, déjeme hablar a mí. ¿No está de acuerdo en que es lo que hay que hacer en esta situación?
Sonaba diplomático, pensó ella. Durante lo que pareció ser un minuto, lo único que oía era el zumbido y el clic de la otra línea. Sardou debía de estar consultando con los demás.
– Asegúrese de que consigue que Rachid se coloque en la ventana -dijo finalmente.
Nerviosa, Aimée midió sus palabras.
– ¿Cómo puede pensar que una niña pequeña pueda hacer eso? Rachid no es estúpido.
– Por lo visto parece que se ha deshecho de un terrorista.
Sardou podría tener razón.
– ¿Sería suficiente una ventana del patio?
– Que mire hacia el sur -interrumpió al otro lado el ministro Guittard.
Aimée le dio a la tecla de rellamada de su móvil. Saltó una grabación: «La persona a la que llama no puede atender en estos momentos su llamada o está fuera de cobertura. France Telecom le agradece su paciencia y le sugiere que lo intente de nuevo pasados unos minutos».
Genial.
– Confiaba en mí, Sardou; la ha fastidiado -le dijo ella.
La conversación de Sardou y Guittard había sido una pérdida de tiempo y había resultado inútil. Hasta que Simone contestó, estaba a la espera.
– Llame de nuevo. Siga intentándolo, mademoiselle Leduc -le pidió Guittard, y colgó.
Más o menos lo había resuelto.
Fue entonces cuando miró su nuevo móvil con la batería… su reloj de Tintín parado… la cabeza le iba a toda velocidad. Cuando dejó la propuesta en la edf, el director le había pedido que apagara el móvil porque la radiación electromagnética del inhibidor afectaba a los sistemas. Los aplastaba, había dicho él. Los campos electromagnéticos eran bastante altos debido a todo el equipo sin revestimiento y al refuerzo de hierro pesado de las paredes de la planta. No había razón para que no lo hiciera ahora.
– Sardou -dijo ella en un tono de voz seguro y tranquilo-. Sé cómo desactivar la bomba sin tocar el ordenador.
Bernard se dirigió a las escaleras, que se movían vertiginosamente mientras él se arrastraba hacia ellas. Sentía un dolor punzante en la mano. ¿Adónde se había ido la pequeña? ¿Dónde estaba el arma?
El mono del terrorista se le pegaba al cuerpo. Temblaba. Si pudiera llegar abajo, fingiría ser el otro terrorista, herido e incapaz de hablar. Conseguiría que Rachid se colocara delante de la ventana. Con ese pensamiento, casi se cae por las escaleras de cabeza.
Y entonces el sol brilló por un instante cuando las nubes se separaron. Bernard sonrió. Por fin el sol. Oyó un silbido y un crujido y el fino polvo del cristal de la ventana le cubrió la cara. Y Bernard sintió calor en la cara.
El maravilloso calor de su infancia. Todo bailaba ante él: su nounou, la delgada madre sonriente que conoció de pequeño, su papá conduciendo un todoterreno. El pequeño André, al que le estaba saliendo los dientes lo estaba llamando, y Bernard se unió a él.
René entró en el centro de mando con una pequeña bolsa de la compra. Dejó la bolsa, y empezó a sacar cosas.
– Todo está aquí-dijo él. Sujetó el inhibidor del tamaño de un walkman a su riñonera. Con la potencia que salía de él, podría dejar fuera de combate los sistemas de comunicación de los edificios circundantes.
Aimée le ayudó a meterse la antena por la manga para que pudiera sacarla con facilidad.
– Por lo que ha dicho Simone, sabemos que uno de los terroristas está fuera de combate -dijo Aimée-. René parece un niño desde esta distancia. Si las puertas por las que ha entrado Berge están cerradas, él puede ir hacia la ventana. Cuando apunte con el inhibidor al dispositivo que controla la bomba, René disparará radiofrecuencias de alta energía. Interferirá con el mecanismo de detonación, lo que desactivará…
Aimée no pudo terminar.
Sardou y todos los hombres que llevaban auriculares corrieron hacia la ventana.
– Luz verde -murmuró alguien.
Vio que un equipo de tácticas con uniforme negro se detenía delante de la puerta, y oyó el clic de los rifles de forma simultánea.
– ¡No lo hagáis! -gritó ella-. El edificio saltará por los aires.
– Tienen tres o cinco segundos antes de que reaccionen -farfulló Sardou-. Será mejor que los aprovechen.
Perpleja, vio cómo el equipo accedía al edificio. No hubo explosión. Más chasquidos de los rifles. Pudo ver cómo las balas hacían añicos los cristales.
Aimée soltó un grito ahogado.
– ¡Por favor, Dios mío, que Anaïs y los niños no se acerquen a las ventanas! ¿Qué ha pasado? -le preguntó ella a Sardou.
– Hace tres minutos Rachid accedió a nuestras demandas -le contestó Sardou-. Lo hemos grabado desconectando los cables. Su plan era de respaldo.
– Entonces, ¿para qué dispararle?
Aimée se agarraba con tanta fuerza al alféizar de la ventana que tenía los nudillos blancos; todavía se preparaba para una explosión.
– Habíamos eliminado al otro -le explicó Sardou-. A la raid no le gusta coger prisioneros.
Llevaron al patio a dieciséis niños con su profesora y a una temblorosa Anaïs con Simone. A Aimée la inundó una sensación de alivio, hasta que lo recordó.
– ¿Y Bernard Berge?
La respuesta a su pregunta llegó cuando sacaron tres cuerpos al patio adoquinado: un hombre corpulento en ropa interior y dos hombres con mono negro.
¿Tres terroristas?
El equipo de tácticas les quitó los pasamontañas a los otros dos.
Uno de ellos era un hombre con barba, y un pequeño agujero negro en la bóveda craneal. Murió en el acto, se imaginó ella. Un tiro limpio al cráneo, que no le habría afectado al sistema nervioso y le impidió que activara la bomba. Bernard era el otro, con el mono manchado. Un punto rojo oscuro, como un tercer ojo, le goteaba por la frente. Tenía el rostro relajado, y parecía en paz. Aimée sintió una sensación muy extraña, como si el alma de Bernard batiera sus alas sobre el patio adoquinado, y volara hacia la débil luz del sol.
– Nom de Dieu! -bramó Sardou mirando a Berge-. ¡Berge ha ido de pecador a mártir en un solo día!
– Berge era prescindible, ¿no es así? -dijo enfadada Aimée-. Guittard siempre tuvo planeado echarlo a los perros, de una forma u otra.
Sardou tenía los ojos vidriosos. Se dio la vuelta y se dirigió al patio. Cuando la camilla levantó el cuerpo sin vida de Berge, Aimée susurró una oración. El pobre Bernard había sido carne de terrorista.
Fuera, Guittard estaba dando una rueda de prensa. Había tantos medios que ella y René tuvieron que esperar cerca de las ambulancias del samu donde unos padres llorosos y aliviados abrazaban a sus hijos. Había llegado Martine, que cogió a Simone, y ayudó a Anaïs a acceder al puesto de primeros auxilios que habían improvisado en la parte de atrás de un camión de bomberos.
Desaliñada, Anaïs se sentó en el parachoques del camión, para que atendieran sus heridas.
– íbamos a desmantelar el sistema, Anaïs -le explicó Aimée-. Lo habíamos averiguado.
– Sabía que podías, ¿por qué no lo hiciste? -dijo ella con el pelo pegado a su arañado e hinchado rostro-. Se me ha estropeado el traje.
Aimée vio a Kaseem Nwar. Estaba de pie, sonriente, balanceándose sobre sus talones, mientras Philippe abrazaba a Simone.
Y entonces Aimée lo supo.
Todo encajaba. Philippe había hecho un trato con el demonio sonriente. A Aimée le hervía la sangre, y se quedó mirando a Kaseem Nwar, que se agachó y le dio una palmadita en la cabeza a Simone.
– Philippe ha cedido ante Kaseem -le dijo Aimée a Martine y a Anaïs, que tenían los ojos como platos-. Él financió la misión, ¿no es así?
Anaïs se encogió de hombros, y puso una mueca de dolor cuando el paramédico le limpió la cara.
Aimée estaba furiosa. Por segunda vez había estado a punto de salvar a la familia de Philippe, pero él había pactado con el diablo. El diablo sonriente que vendía a su propio hermano, Hamid.
– Las dns sabía que el terrorista había desactivado la bomba -dijo ella-. Y aun así los mataron, incluso a Bernard.
Anaïs se mordía el labio mientras el paramédico la curaba.
– ¿Qué quieres decir?
– Kaseem os tomó a ti y a tu hija como rehenes hasta que Philippe cedió -le respondió ella.
Los ojos de Anaïs se llenaron de ira. Entonces se ablandó cuando vio a Simone y a su marido.
– No sabía que era Kaseem, Aimée. Lo siento. Sólo quería que averiguaras quién estaba chantajeando a Philippe.
– Podrías haberme ayudado más, Anaïs.
Aimée se acercó a grandes zancadas a Kaseem y a Philippe. Este la ignoró, y abrazó con fuerza a Simone.
– Te debo una Orangina, Simone -le dijo Aimée en un tono de voz tranquilo.
La niña asintió seria.
– Una grande.
– Vamos a llevar a maman a casa, Simone -le dijo Philippe.
No miraba a Aimée a los ojos.
Simone cogió a su padre de la mano y tiró de él.
– Esto no se ha terminado, Philippe -dijo Aimée con los dientes apretados-. Me encargaré de ello.
Pero Philippe y Simone ya se habían abierto camino entre el equipo de urgencias para ver a Anaïs. Philippe la rodeó con sus brazos, y por un momento los de Froissart formaron una pina. Entonces él se las llevó a la zona de descanso.
– Déjelo estar, mademoiselle Leduc -le dijo Kaseem.
– Ha puesto en peligro a unos niños -dijo ella-. Antes de eso, intentó matarme en el cirque. ¡Saboteó la causa del afl y la de su propio hermano!
Kaseem negó con la cabeza.
– Nadie creía en él de todas formas.
Aimée sintió pena por el pobre Hamid, que se moría de hambre por ayudar a los inmigrantes. Qué irónico que fuera Kaseem, su hermano, quien proporcionara armas y ayudara en las masacres que los inmigrantes habían intentado evitar.
– Las fotos XT196…
– No dicen nada -la interrumpió Kaseem-. Son sólo fotos.
A Aimée le recorrió un escalofrío. Su cruel arrogancia la ponía nerviosa.
– Pilas de cuerpos en el desierto -continuó él-. Y qué. Lleva ocurriendo desde hace años. Desde los ochenta. A nadie le importan las luchas internas en Argelia.
– Es diferente cuando los responsables de eso son los excedentes de armas francesas y los contribuyentes franceses son los que cargan con la cuenta -dijo ella-. Al menos, eso es lo que pensarán ellos.
Kaseem se abotonó el abrigo de lana, y chasqueó los dedos a un hombre que estaba apoyado en un coche.
– Los ministros hacen la vista gorda. Usted debería hacer lo mismo. Disfruto de su compañía. Podríamos…
– Todo ha sido un engaño -lo interrumpió Aimée-. Sylvie descubrió lo que significaba XT196, por eso la mataron, mientras Philippe recortaba la financiación. Philippe escondió a Anaïs, así que usted utilizó a su hermano Hamid. Urdió la trama de la toma de rehenes y culpó al afl. Todo esto para presionar a Philippe para que cediera, para que financiara la misión porque su hija estaba dentro. Entonces Anaïs se dio de alta en la clínica, una ventaja para usted. Y nadie sabría la verdad. Nadie encajaría las piezas. Excepto yo.
– Lo tomaré como un «no» para cenar conmigo. -Kaseem sonrió y no pestañeó ni una vez-. Especule cuanto quiera. No lo puede probar.
Se sintió impotente; quería dejarlo al descubierto allí mismo. Su sonrisa condescendiente le estaba poniendo de los nervios.
– Es un aspirante a general, ¿no es así?, jugando con los mandamases del ejército -dijo ella-. Siempre y cuando proporcione las armas, podrá seguir jugando. ¡Sin los juguetes comprados con la financiación de Philippe usted sólo es un simple mahgour sin nada que ofrecer!
Sus ojos brillaron.
Sabía que había dado en el blanco.
– Diga lo que le apetezca -dijo él-. Tengo lo que quiero.
Y se fue.
Los adoquines resplandecían a sus pies, resbaladizos y pegajosos, cuando llegó el panier á salade, la furgoneta que se iba a llevar los cuerpos. Kaseem tenía razón, y le ponía enferma. Los malos habían ganado. Y ella había creído que los podía detener.
Cuando subieron el cadáver de Bernard a la camilla, Aimée susurró una oración.
Tenía que haber una forma de atrapar a Kaseem. De desacreditarlo.
Cuando Martine se acercó a ella, Aimée ya había pensado en cómo hacerlo.
– Veo que Kaseem no es de tu agrado -le dijo Martine-. ¿Qué vas a hacer con él?
– Voy a hacer que se sienta muy incómodo -contestó ella-. Con tu ayuda le podré causar algo de daño.
– ¿Cómo?
– Para empezar, volvamos a tu oficina -dijo Aimée-. Te lo contaré por el camino.
– No si eso involucra a Anaïs -dijo ella.
– No te preocupes -la tranquilizó Aimée-. Cogeré al pez gordo. No sólo eso, venderás más periódicos con el informe que redactaré con información privilegiada. Tengo los negativos para probarlo.
– Llévame a la sala de prensa -dijo Martine, y abrió la tapa de su móvil-. Tengo información de primera mano para redactar un artículo sobre la toma de rehenes.