Domingo a última hora de la tarde

Aimée y René vaciaron las bolsas de deporte en el suelo del estudio de René. De dentro, cayó un bolso de Prada, lustroso y negro. Combinaba perfectamente con los zapatos de Prada que había encontrado entre la basura de Eugénie. No mucha gente podía permitirse tirar unos zapatos de Prada con un tacón roto.

En una carpeta ponía XT196. Aimée la abrió. Dentro había unas fotos en blanco y negro grapadas. Eran instantáneas de hombres argelinos de tez oscura sobre un fondo de hormigón. Llevaban unos números sujetos a la camisa con imperdibles.

Pero ¿por qué?

Había algo que la inquietaba.

– ¿No te parece extraño todo esto?

– ¿En qué sentido? -le preguntó René, mientras partía un trozo grande y crujiente de baguette con tapenade, unas lonchas de salmón ahumado, queso de cabra y tomates de pera. Le dio una mitad a Aimée.

– ¿Por qué guardarlo en ese vertedero del que escapé? -dijo ella, y le dio un mordisco al bocadillo-. ¿Por qué no lo tenía el jefe? ¿Para qué amenazarme en el circo?

– Comercian con explosivos -le dijo René-. Imagina que tienen que resolver solos la situación, y no están acostumbrados a chantajear ni a ministros ni a sus amantes. Digamos que no es la especialidad de Dédé.

Tenía sentido. Comía mirando por la ventana a la poco iluminada la rue de la Reynie, que se estrechaba y se convertía en un callejón que daba a la place Michelet. La cabeza afeitada, como un pulgar, de un hombre brilló en la luz.

– Pero sé a lo que te refieres -le dijo René mientras se limpiaba la mostaza de su perilla.

Siguió mirando a la figura. Cuando el faro de una motocicleta que pasaba en ese momento iluminó su cara, Aimée reconoció a Claude, el matón de Philippe.

Envolvió el grasiento bocadillo en una hoja de papel que tenía cerca, se lo metió en el bolsillo, y cogió las fotos.

– Odio comer e irme a toda prisa, pero… -dijo ella mientras se abotonaba su chaquetón negro de cuero-. Le voy a dar esto a Philippe. Veré si hace que dejen de tenerlo cogido por los huevos.

– En pocas palabras -dijo René-. ¿Mientras tanto?

– Me gustaría salir con dignidad -dijo ella con una sonrisa-, sin que se ponga chulo ese mec calvo de Claude, que está vigilando el apartamento.

– ¿El matón de Philippe?

Aimée asintió, mientras alborotaba el peludo cuello de Miles Davis.

– Conoce tu coche, René.

René le lanzó las llaves de su vieja motocicleta.

– Coge el pasadizo subterráneo que va del sótano a mi garaje.

– ¿Se puede quedar Miles Davis?

Bien sûr -contestó él.

– Pórtate bien, bola de pelo -dijo ella, y se metió las llaves en el bolsillo.


* * *

Aimée pasó con la Vespa de René, una reliquia color verde manzana de sus años en la Sorbona, por delante de las farolas con adornos en espiral de la place des Vosges, y vio que Claude la seguía en una pequeña furgoneta; sus luces se reflejaban en el tambaleante espejo retrovisor de la moto.

¿Por qué no había hablado Martine con Philippe para que Claude dejara de perseguirla? Subió a toda velocidad por el bulevar Richard Lenoir mientras se preguntaba qué podría hacer para deshacerse del matón. ¿Dónde estaba cuando Dédé los arrinconó en el parc de Belleville?

Iba detrás del autobús verde que subía por el bulevar. Claude se mantenía a una distancia prudente, pero Aimée se fijó en que Claude iba más lento a propósito. Probablemente pensaba que ella no iba a reparar en él. ¡Qué stupide! Bueno, Aimée había conseguido sacar provecho de la situación.

Continuó por el bulevar Lenoir, siguió sin prisas hasta que llegó a la rue Oberkampf, y allí se subió al bordillo. Allí, bajó volando la amplia zona peatonal, que habían pavimentado hasta más allá del canal Saint Martin. Claude no podía seguirla hasta allí, pero sí verla hasta que Aimée giró a la izquierda y se metió en la rue Crussol y en el laberinto de estrechas calles que recordaba que había detrás del Cirque d'Hiver. Las calles que daban al cirque llevaban a République o a Bastille. Mientras esperaba en el oscuro portal de un edificio, se comió el bocadillo, con las piernas salpicadas de migas. El Café des Artistes estaba a oscuras; Inés había cerrado. Vio los faros traseros de la furgoneta que iba en dirección a République. Al sentirse ya a salvo, volvió por el bulevar en dirección a Belleville.


* * *

Mais, yo no llamé al samu -le dijo Jules Denet, diez minutos más tarde-. Fue a los flics.

Aimée quería asegurarse de que la teoría suya y de René sobre las dos ambulancias del samu encajaba. Y así fue.

Y también se aseguró de que Denet reconocía a Sylvie en la fotografía que habían transformado por ordenador. No quería aparecer en la casa de Philippe y meter la pata.

Jules Denet le sirvió en la taza de Aimée una tisane de hierbas, un humeante brebaje picante. Blanca estaba posada en el respaldo de la silla de Denet picoteándose las plumas, que caían al suelo.

– ¿Cuándo vio por última vez a Eugénie?

Aimée oyó el sonido que producía al frotarse la cara, que estaba sin afeitar.

– Debió de ser esa tarde. Estaba llevando la basura al patio. Me dijo que se marchaba.

– ¿Que se marchaba?

– Iban a colocar el permis de démolission. -Denet le ofreció un trozo de manzana a Blanca, que picó la parte blanca y dejó la piel verde-. Iban a demoler el edificio. Pobre Eugénie, parecía agitada.

– ¿Y eso, monsieur Denet? -quiso saber ella, y le dio un sorbo a su té.

– Lo único que me dijo fue que las cosas habían cambiado.

– ¿Se fijó en si tenía alguna visita?

– Ya me lo ha preguntado -dijo él mientras acariciaba la cabeza de Blanca-. Estuvo una furgoneta aparcada delante un día antes o así.

Aimée sintió interés.

– ¿Qué clase de furgoneta?

– Era azul, puede que gris. No. -Denet negó con la cabeza-. Marrón,

Frustrada, se agarró con fuerza a la parte inferior de la mesa cromada, y respiró profundamente.

– Por alguna razón en especial, monsieur Denet, recuerda esa furgoneta: ¿era de reparto, tenía el nombre de alguna empresa, o algún tipo de logo, quizá?

Aimée esbozó una débil sonrisa.

– Unas alas al lado de las letras. -Él también le sonrió-. Eso es.

– ¿Recuerda el nombre? -le preguntó ella.

– Algo así como Euro-Photo -le contestó él-. Pero no estoy seguro. Eugénie conocía al chico.

– ¿Cómo lo sabe, monsieur Denet? -preguntó Aimée.

– Llevaba cosas de un lado a otro -respondió-. Me parecía un poco raro que trabajara en mudanzas.

– ¿Por qué?

– Cojeaba bastante -le contestó Denet.

Aimée pensó en el amable Gaston. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. ¿Le había estado llevando por el camino equivocado todo el tiempo, enviado adonde estaba el coche bomba, y pasado información que no servía para nada?

– ¿Era un hombre mayor y cojo, monsieur Denet?

Blanca picoteaba unos granos de maíz que había sobre la mesa de café. Denet parecía absorto en sus pensamientos.

Aimée quería que le respondiera.

– Era joven como usted-contestó él-. De piel oscura. Con el pelo raro, como el suyo.

Aimée sonrió aliviada, en parte porque odiaba pensar que no tenía buen ojo para la gente, pero también porque le gustaba Gaston.

Archivó la información que le había dado, y prosiguió con la charla. Sacó la composición digital que había hecho René, y la dejó al lado de la tetera.

– Por favor, échele un vistazo a esto, monsieur Denet.

El miró la fotografía, y negó con la cabeza.

– ¿Monsieur Denet? ¿No es esa Eugénie?

– ¡Déjeme en paz!

Denet negó con la cabeza con violencia.

Aimée se levantó.

Tules Denet seguía sentado, inmóvil, con la cabeza gacha.

– No hace falta que me acompañe a la puerta, monsieur-le dijo ella.

Se colgó el chaquetón de cuero del brazo. Lo único que se oía era el sonido de las garras de Blanca contra la superficie de cristal de la mesa.

– Rosas amarillas. Me gustaría enviarle rosas -le dijo Denet, con los ojos llenos de lágrimas.

– Es Eugénie, ¿verdad? -dijo Aimée, y se sentó.

Él asintió.

– ¿Puedo hacer una copia de la foto? Se la devolveré -dijo en voz baja.

– Quédesela, monsieur-le contestó ella.

Blanca se había posado en el hombro de Denet, y él la acariciaba distraídamente.

– A Eugénie le encantaban las rosas amarillas. Eran sus favoritas.

– Me aseguraré de que sea una docena -le dijo ella-. Tiene mi palabra, monsieur Denet.

Aunque tenga que cogerlas yo misma en el jardín del número 78 de la rue du Guignier, pensó ella cuando salía de la casa en dirección a la rue Jean Moinon. Recordaba esas rosas amarillas. Tenían que ser las rosas de Sylvie en la casa de Sylvie.


* * *

– Philippe -dijo ella inclinándose y hablando por el móvil fuera de la casa de Denet-. Tenemos que hablar.

– ¿Qué demonios has hecho? -dijo arrastrando las palabras.

Sorprendida, Aimée se paró fuera del apartamento de Denet. Se quedó en la entrada, alerta a cualquier movimiento en la rue de Ménilmontant. Buscó a Claude.

– ¿Dónde está Anaïs?

Aimée oyó salpicaduras, y un ruido sordo. Después, silencio.

– ¿Ça va, Philippe?

– No metas a Anaïs en esto -dijo él.

– ¿No estaba Sylvie protegiéndote? -le preguntó Aimée.

– Deja que me en-n-n-carge yo de esto -le interrumpió él-. ¡Eres problemática, y complicas las cosas!

Alors, podrías estar metido en un lío -le dijo Aimée levantando la voz-. XT196… ¿entiendes?

– Deja de entrometerte.

Philippe colgó violentamente el teléfono.

Tenía que hacerle entender. Y averiguar por qué Sylvie tenía otra identidad. Cogió un foulard de lana del bolso, se lo colocó alrededor del cuello, y fue en coche a su casa.

Cuando llegó a Villa Georgina, la casa de los de Froissart estaba a oscuras. Subió a la puerta lateral y llamó.

Silencio.

Había unas viejas ventanas con el marco de metal que daban al jardín. Una tenue luz brillaba encima de la cocina azul aga. Aimée miró por el cristal con burbujas de la ventana, y vio a Philippe con medio cuerpo encima de la mesa de pino. Contorsionado e inmóvil.

El pánico se apoderó de ella. ¿Estaría herido?

Llamó con fuerza a la puerta.

Ni se oía nada, ni nada se movía.

Probó en todas las ventanas. Finalmente, la más alejada se movió. Cogió una ramita del jardín, la introdujo y la movió una y otra vez hasta que sintió cómo cedía el pasador. La ventana se abrió con un chirrido.

Se subió el chaquetón, y trepó. Le vino un olor a güisqui. En el suelo había un charco ambarino. Philippe roncaba fuerte, totalmente borracho. Aliviada, lo sacudió varias veces. Balbuceaba y babeaba. Su canoso pelo estaba enmarañado y aplastado en un lado.

Philippe se había quedado dormido de la borrachera. Frustrada, quiso golpearlo en la cabeza… había desencadenado todo ese follón porque era incapaz de dejar el pajarito dentro.

¿O sí?

Al no poder hablar con Philippe, la única que se lo podía decir era Anaïs… y estaba desaparecida.

Aimée buscó en la cocina, en el teléfono del recibidor, en el estudio con paredes de caoba de Philippe, y en todos los cajones de su mesa de despacho. Nada indicaba dónde podía estar Anaïs. Miró debajo de las carpetas apiladas encima de la mesa, entre directivas ministeriales y prospectos comerciales.

Y fue entonces cuando vio que un sobre marrón llevaba una etiqueta que decía XT196. Dentro había cientos de fotos en blanco y negro de hombres argelinos que llevaban unas tarjetas con números sujetos a la camisa con imperdibles. Como las que había encontrado dentro de la bolsa de deportes.

¿Qué significado podía tener eso?

Miró más de cerca. Algunas tarjetas estaban sujetas directamente a la piel del pecho. Pero lo que le llamó la atención fueron los rostros más inexpresivos, intercalados con los que tenían el miedo en los ojos. Desconcertante.

No había texto. Sólo las caras.

En la solapa de atrás, vio algo escrito con lápiz. Emborronado. «Youssef» y un número. De nuevo el mismo nombre y número de teléfono.

Volvió a la mesa de la cocina, donde Philippe seguía roncando, profundamente dormido. Aimée abrió la nevera de acero inoxidable, y se puso un poco de Badoit fresca. Bebió la burbujeante agua mineral, y después hurgó en los bolsillos de Philippe. En uno de ellos había un recibo del Centre Hópitalisation d'Urgence en Psychiatrie Esquiro para madame Sitbon. Por supuesto, tenía que ser Anaïs. ¡Sitbon era su apellido de soltera!

Aimée reconoció el hospital, famoso por su centre de crise, y no muy lejos de Père Lachaise en la rue Roquette. Bebió un poco más de Badoit, garabateó «Llámame» en una de sus tarjetas, se la metió a Philippe en su mano cerrada, y se fue.


* * *

En el cuarto piso de la clínica, Aimée rozó la mejilla de Anaïs con el dorso de la mano.

La mujer pestañeó y abrió los ojos.

– Qué bien ver una cara familiar -le dijo Anaïs con una débil sonrisa.

– Siento molestarte.

La habitación privada daba a los árboles de square de la Roquette. Al lado de la cama de hospital se oía el pitido lento y constante de un monitor.

– ¿Cómo está mi Simone?

Aimée dio un respingo. Se sentía culpable, no había ido a ver qué tal estaba la niña.

Bien, te echa de menos -mintió ella-. Mira esto.

Tenía en la mano otra foto que René había modificado… de Sylvie con la peluca roja.

– Sylvie se ponía peluca -dijo Anaïs-. A algunos hombres les gusta. Philippe es uno de ellos.

Pobre Anaïs.

– Hay más. Lo siento -dijo Aimée, e intentó controlar su nerviosismo-. He encontrado unas fotos extrañas.

Las lágrimas se deslizaban por las mejillas de Anaïs.

– ¿Qué ocurre? -quiso saber Aimée. No podía entender su desinterés.

– Philippe ha cambiado. Está muerto por dentro.

– Intenta olvidar. -Aimée negó con la cabeza-. Tiens, si estuviera muerto por dentro no bebería hasta quedarse inconsciente.

– Esto no se terminará hasta que el asesino… -Anaïs respiraba agitadamente, y más lágrimas bajaron por sus pálidas mejillas-, hasta que tú los atrapes. Su Sylvie pretendía ser otra persona, tiene que averiguar el por qué… su motivo. Esto no acabará hasta entonces. Te contraté para que encontraras a quien mató a Sylvie.

Aimée lanzó un suspiro.

– Mira, Anaïs, estoy haciendo lo que puedo, pero tú y Philippe no habéis sido de mucha ayuda. He estado trabajando a tientas. Si sabías lo de las fotos, ¿por qué no me lo dijiste? ¡Es como si me hubieras dado media baraja para jugar a las cartas!

– El general -dijo ella limpiándose las mejillas.

Aimée se agarró con firmeza a la barandilla de la cama y se echó hacia delante.

– ¿Qué has dicho?

– Recuerdo… que alguien dijo «general», quizá fue Sylvie… y después la explosión.

¿Qué querría decir con eso? ¿Qué Sylvie dijo eso en el apartamento?

Anaïs asintió.

– Sylvie dijo que habían ocurrido cosas terribles en Argelia. Philippe también lo sabía.

Aimée se preguntó si tendría algo que ver con esas fotos.

– ¿Qué te dio Sylvie?

– Un sobre. Anaïs se frotó los ojos.

– ¿Un sobre que tenía XT196 escrito en él?

– Lo tiene Philippe.

– ¿Viste al general?

Anaïs negó con la cabeza.

– ¿Oíste algo, alguna voz, algún ruido?

– Ese olor. -Anaïs entrecerró los ojos, como si intentar recordarlo pudiera traerlo de vuelta.

– ¿Qué olor?

– Me siento tan estúpida -dijo ella-. Tengo la cabeza hecha un lío.

– ¿Qué olor, Anaïs?

– No lo recuerdo -contestó ella-. Philippe dice que me tengo que recuperar y que no me preocupe por Simone. -Los hombros de la mujer se contrajeron debajo del camisón del hospital-. Martine está llevando a la Simone a la école maternelle, pero quiero llevarla yo al colegio y estar con ella. Philippe dice que aquí estoy a salvo, pero quiero irme a casa. Tiene miedo, Aimée. Pero no sé por qué.

– Si alguien lo está chantajeando tengo parte de las pruebas -dijo Aimée, que intentaba hacérselo entender-. Está a salvo. Vendrá a por ti mañana.

– Regaliz -dijo ella.

Aimée se quedó inmóvil. Recordó al militar que masticaba regaliz en el circo.

– ¿Te olía a regaliz en el apartamento de Sylvie?

Pero Anaïs ya había cerrado los ojos. Y de sus labios salían unos débiles silbidos.

Mientras caminaba por la fría noche de París, Aimée deseó poder creer que era verdad que Anaïs iba a estar a salvo.

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