Jueves por la mañana

Merci, Gaston -le dijo Aimée aceptando el café exprés que el hombre le ponía en la barra de Café Tlemcen.

El lugar, con su gastado linóleo y sus ventanas con visillos, era un ambiente que sentía familiar, casi acogedor. Del otro lado de la estrecha calle, salía de una ventana abierta el estruendoso sonido de música raí, fusión de pop occidental y música regional argelina.

– ¿No estaba prohibida la música raí?

Gaston asintió.

– Los fundamentalistas la prohibieron por considerarla una degeneración de la música occidental, pero a mí me gusta.

– A mí también -dijo Aimée mientras seguía el ritmo de la música con los pies, y bebía de la humeante taza.

Cogió otro terrón de azúcar moreno. La extraña mirada de Gaston la alertó.

– ¿Dónde me puedo lavar las manos?

– Venga conmigo -le dijo él.

Con la cabeza, señaló la parte trasera. Más allá de la barra de cinc estaban los aseos y había un pasillo que daba a la zona de atrás.

Unos hombres mayores jugaban al póquer en las mesas de madera, y varios jóvenes con chándal y rastas a las máquinas de pinball.

Aimée caminaba pegada a Gaston, quien de camino cogió una fregona. Cuando llegaron a una puerta que daba a un patio trasero, él le hizo un gesto para que fuera a la derecha. En el patio había una estructura con tejado de alambre y cristal. Aimée se imaginó que alguna vez había sido una fragua o una herrería, y todavía conservaba su encanto belle époque. Las puertas dobles de madera estaban medio abiertas a pesar de la fría llovizna.

– Podemos hablar chez moi-dijo, y le indicó que entrara con él.

Caminaron por encima de serrín, alrededor de vigas de hierro al descubierto, y de un caballete sobre el que habían colocado un armario de roble a medio hacer. Tenía trozos de estuco pegados a los tacones de las botas. Encima de ella, unas claraboyas que el tiempo había vuelto opacas dejaban pasar una tenue luz al espartano espacio en el que trabajaba y vivía Gaston. A Aimée le entró un escalofrío, y se preguntó cómo el hombre podía entrar en calor en un sitio así.

En el hueco arqueado de un antiguo horno de ladrillo usado para calentar y fundir hierro o forjar herraduras, había una cama de forja con un edredón color caqui encima y un gato blanco persa durmiendo a los pies.

Debajo de la ventana mugrienta había una cocina de dos hornillos conectada a una bombona azul de Butagaz que estaba en el suelo. El olor a grasa subyacía en el aroma que desprendían las teteras de barro con menta fresca y del orégano colocado en el alféizar. La única fuente de calor que vio era una pequeña calefacción portátil. En medio de la habitación había una mesa de formica desconchada y abarrotada de cuadernos y recortes de periódico amarilleados con celofán transparente. El gato persa parpadeó varias veces, olfateó, y se volvió a dormir.

– Alguien dijo que explotó un coche bomba en has Belleville en la rue Jean Moinon… -empezó a decir Gaston, en tono vacilante-. ¿Le ha ocurrido algo a Anaïs?

– A Anaïs no. A la amante de su marido -le respondió Aimée-. Creo que la mujer adoptó otra identidad en Belleville.

– ¿Por qué? -le preguntó Gaston, que volvió a colocar algunos pelos sobre la calva.

Aimée le relató una versión enmendada de lo que había sucedido.

– ¿Ha oído hablar de Eugénie?

Gaston negó con la cabeza.

– Pero Aimée, después de su llamada, busqué en mis archivos. Reconocí a Hamid. Hay algo que debería saber de él -dijo Gaston. Señaló una fotografía recortada de un periódico, con un pie de foto que decía «Souk-Ahras 1958» de Le Soird'Algérie. En ella, un grupo de hombres serios y con turbante que agarraban firmemente unos rifles estaban de pie en el exterior de un edificio bombardeado.

– Mustafa Hamid es un mahgour -dijo el hombre señalando a un adolescente de rostro delgado.

Aimée se echó hacia delante con curiosidad. Hamid parecía el más joven de todos.

– ¿Un mahgour?

Mahgour significa «el indefenso» -le explicó Gaston. Abrió una pequeña nevera y sacó un bote-. En la sociedad islámica tradicional, a la familia la rige el Corán y la shari'a, un código interpretado por juristas, que regula todo, desde la herencia del varón hasta lo que una mujer puede hacer en su hogar.

Gaston se manejaba muy bien con su única mano, y vació las sobras que había en el bote dentro del comedero del gato que estaba en el suelo.

– La familia de Hamid fue masacrada durante una de las primeras batallas en la región montañosa de Cabilia. Creció en las calles. Era un mahgour sin un vínculo, familia, o grupo que le pudiera proporcionar seguridad y protección en una sociedad donde los individuos sin esos vínculos se encuentran indefensos.

– Pero él forma parte de este grupo -dijo ella mirando a la foto.

– Así es -reconoció Gaston-. Y ahora Hamid habla en nombre del afl, es su líder. Su grupo acepta a todos los «hermanos africanos», como dice él.

– Entonces ha sido aceptado, ¿no es así? -le preguntó Aimée. Se imaginó que tendría un motivo para contarle todo eso.

– Un mahgour que forja complejas lealtades y vínculos sobrevive, e incluso puede prosperar. Pero siempre será un mahgour. -Gaston asintió-. Los anciens combattants, como yo, hemos luchado con muchos. Se unían a nosotros porque su gente no confiaba en ellos. Algunos se convirtieron en harkis, los paramilitares que lucharon con los franceses.

– Parece que está arraigado en el tribalismo -dijo ella.

– La mayoría de los argelinos descienden de las tribus de los cabilios y los bereberes -dijo él-. Pero si entiende este concepto, entiende al país.

Se alegró de que él estuviera de su lado.

– ¿Quién es este? -le preguntó ella señalando al j oven que estaba al lado de Hamid. Los dos con el brazo encima de los, hombros del otro.

Gaston examinó los nombres que había debajo de la foto.

– Su hermano.

– Pero me dijo que Hamid era huérfano.

– Tenía un hermano. Solían estar muy unidos -Se rascó la cabeza-. Tenemos archivos sobre todos los insurgentes. Un alto porcentaje provenía de los mahgours. Su hermano vivía en París, pero volvió a Argelia. O eso creo.

– Djeloul Sidi… ¿es así como se llama? -le preguntó Aimée, mirando desde más cerca.

Gaston asintió.

– ¿Cambió Hamid de nombre?

– Muchos mahgours lo hacen -contestó él-. La gente que se esconde lo hace con frecuencia.

– O dejan el pasado atrás, y comienzan una nueva vida -añadió Aimée-. ¿Alguna idea de a qué se dedica su hermano ahora?

– Me centro en las luchas anticoloniales desde 1954 hasta 1961 -dijo él-, e incidentes de fuego amigo.

– ¿Qué espera conseguir con sus memorias, Gaston? -le preguntó ella.

– La verdad -le respondió él-. A nadie le gusta hablar de esa época. Pero las acciones de fuego amigo ocurrieron en mis tropas. Más de una vez.

– ¿Está escribiendo la historia?

– Las luchas de aniquilación mutua entre facciones argelinas podrían ocupar muchos tomos -dijo él señalando los periódicos-. Aquí también. -Señaló su cabeza-. El canal Saint Martin, desde donde me llamó ayer por la noche -siguió él-, era en 1960 un conocido lugar para los ajustes de cuentas. Con espantosa regularidad, se encontraban cuerpos flotando.

Gaston negó con la cabeza.

– La oas perseguía a la resistencia argelina, y los militantes del fln vigilaban a los suyos.

– ¿Quiere decir que los franceses mataban a los suyos, y los argelinos también? -Aimée pensó en el manso canal y en la amenaza de Philippe.

Él asintió.

– Ocurrieron cosas horribles.

Los ojos de pez de Claude todavía la hostigaban.

– Por la reacción de Philippe, creo que de alguna manera Eugénie/Sylvie se había puesto en contacto con Hamid-dijo ella-. Pero como amante rica de un ministro que era, dudo que apoyara su causa. Tenía otra identidad; tenía secretos.

– Todo el mundo tiene secretos -dijo Gaston.

Pero no todos llevaban una doble vida, pensó ella. Tenía que averiguar más.

– ¿Qué noticias le llega de los sans-papiers?

– Ayer por la noche tuve que separar a dos que se estaban peleando -le dijo él-. Un fundamentalista y el hermano de un proxeneta. -Puso los ojos en blanco-. Los dos afirmaban que Hamid es una mera figura decorativa. Uno decía que el mullah Walid se haría con el poder. El otro afirmaba que su hermano, el proxeneta Zdanine, tenía planeado desviar la atención hacia su persona.

Gaston negó con la cabeza.

– Y mientras tanto Hamid se consume en una huelga de hambre, que es el centro de atención de los medios de comunicación. Está intentando mantener a su afl unido a todos los sans-papiers, no sólo a los de Argelia.

– ¿Entonces si la facción del afl se separa de Hamid, podrían justificarse diciendo que es un mahgour?

– Depende -contestó Gaston-. Pero me parece una buena conjetura. Nosotros solíamos decir que «la mugre flota río abajo, la buena y la mala, y con frecuencia junta».

– ¿Qué quiere decir, Gaston?

– Hamid tiene una iglesia llena de gente. Algunos sólo están allí por hacer compañía.

– ¿No va la policía a echarlos de allí otra vez?

– Va a haber otra vigilia de protesta con velas -le dijo él-. Y Hamid va a conceder entrevistas.

– Entonces a mí también me concederá una -dijo ella.

Pero antes tenía que entrar en el apartamento de Eugénie/Sylvie en la rue Jean Moinon.

Загрузка...