Después de varios intentos, Aimée pudo abrir suavemente el cilindro de la cerradura. Aliviada, respiró profundamente, y sacó su Beretta. Entrar en el apartamento de una persona muerta no garantizaba que estuviera vacío.
La puerta de Eugénie se abrió con un chirrido. Aimée esperó que el apartamento cediera los secretos de la mujer. Fuertes corrientes de aire entraban por las ventanas, de las que colgaban unos visillos hechos jirones. Le hizo una señal a Sébastien.
Atentos a cualquier posible presencia, entraron en el apartamento sin hacer ruido. Aimée casi se cae cuando tropezó con una pila de avisos de obra. Por suerte, Sébastien la agarró del brazo. Le llegó un tufo a humedad acompañado por un ligero olor a descomposición.
Habían destrozado el lugar, y a juzgar por cómo estaba todo, definitivamente lo habían hecho unos profesionales.
Aimée vio los restos de la vida de la mujer por el revuelto apartamento. Era como si a Sylvie la hubiera ultrajado de nuevo, incluso después de muerta. Le entraron ganas de marcharse. Pero debía dejar a un lado los sentimientos, y seguir con su trabajo. Tenía que encontrar algo que apuntara al asesino o asesinos, le sentara bien o mal.
Entró sigilosamente en el cuarto de estar, cuyas ventanas daban a la rue de Jean Moinon. Una botella de Evian había caído al suelo, y su contenido ya se había evaporado hacía tiempo.
El apartamento le recordó a una anticuada sala de espera en la consulta de un médico: impersonal, desprovisto de vida. Se preguntó por qué la amante acaudalada de un ministro viviría en ese lugar. Si Sylvie se quedó allí cuando se hacía pasar por Eugénie, tenía que haber un motivo. Y si los que lo saquearon habían encontrado algo, ella no averiguaría cuál sería ese porqué.
Frustrada, Aimée examinó las habitaciones, pero no encontró respuestas. Cuando miró al patio desde la ventana, una extraña sensación se apoderó de ella. Se arrebujó el cuello del mono.
Aimée desenrolló más láminas de fieltro. Hizo un gesto con la cabeza a Sébastien, y las colocaron en las ventanas. Era mejor que las endebles cortinas opacas que proporcionaban durante la guerra, le había dicho su abuelo, y el fieltro retenía el calor en el interior. Nunca se sabe cuando tenías que hacer una visita inesperada.
Ahora se sentía más segura, y sacó una linterna más grande. La época y la distribución del apartamento le parecían idénticas a las de madame Visse. Sin embargo, en contraste con el apartamento de esta, repleto de cajas, con las paredes de un amarillo chillón, juguetes y muebles, el de Eugénie era austero. Sobrio y vacío.
Trozos descascarillados del revoque cayeron al suelo. A Aimée le pareció que las paredes marrones manchadas de nicotina llevaban desde los años treinta o antes sin ver una nueva capa de pintura. En el pasillo, había partes en las que el papel pintado, con un estampado de rosas de un color pálido, estaba despegado. Las antiguas instalaciones fijas de gas, que se habían convertido en eléctricas, mostraban cables desgastados. A ella no le parecía que ese fuera el nidito de amor ni el lugar de encuentro de un ministro y su amante.
Aimée efectuó un gesto con la cabeza a Sébastien, y señaló el viejo taller que había en el patio. Él había accedido a ir a buscar las bolsas de basura azules si todavía seguían allí. Su primo hizo el signo de okay con los dedos, sacó las herramientas, y bajó las escaleras sin hacer ruido.
De vuelta en el pasillo, el aire estaba viciado y era gélido. Pero sus manos enguantadas, frías y húmedas, y el sudor, que hacía que se le pegara la tela del mono al cuello, la llevaban a sentirse como si estuviera en un baño de vapor.
Apuntó la linterna a la estrecha cocina, con apenas espacio suficiente para que una persona pudiera abrir los cajones. En el piso estaban tiradas una cocina de gas con dos hornillos y una chamuscada tetera de aluminio. Al lado del viejo fregadero esmaltado, una botella de lavavajillas Maison Verte, puesta boca abajo, había dejado su huella verde dentro y dejado mugre con olor a jabón. Todos los cajones estaban abiertos. Había bolsas de té esparcidas por la mesa de fórmica desconchada. Unos azulejos de linóleo, manchados de grasa y ondulados en los extremos, cubrían el suelo.
Inquieta, se quedó mirando el vacío pasillo, y se fijó en que alguien había arrancado los trozos del enlucido, lo que había dejado agujeros en el descolorido papel. Quienquiera que había revuelto el lugar estaba buscando algo… Haber hecho saltar a Sylvie por los aires no había sido suficiente.
En la oscura habitación había un saco de dormir negro hecho jirones, cuyas plumas estaban tiradas en el suelo. Un escritorio de pino de Ikea, de los que puede montar uno mismo, estaba roto; y habían destrozado contra la pared una de las patas, que había quedado hecha astillas. Reparó en que en la pared, debajo de la ventana, había una toma de teléfono. Buscó por la habitación, pero no encontró ningún teléfono.
Le resultaba difícil imaginar a aquella mujer sin teléfono.
Dentro del armario había una caja naranja con un peto vaquero, una camisa blanca, y un jersey negro, del revés y rasgados por la costura. De la única percha colgaba un impermeable largo y negro de nailon, destrozado. Aimée buscó la etiqueta.
Ninguna.
Llevada por la curiosidad, poco a poco fue inspeccionado más partes de la casa. Dentro del baño, un cubículo, encontró un paquete roto de dos rollos de papel higiénico rosa de Moltanel. El suelo de la manchada bañera estaba cubierto de trozos de papel rosa y de bolas de algodón. Habían vaciado un bote grande de desmaquillante de Sephora, y de los caros. Además habían arrancado la tubería de aluminio de debajo del lavabo, y en el viejo suelo de baldosas había pelos negros y materia fangosa.
Aimée se acercó a la ventana que daba al patio. Desde abajo, Sébastien le dio la señal de aprobación con el pulgar, y se fue a buscar la furgoneta.
Ella se dio la vuelta, e iba a quitar el fieltro de las ventanas y a irse cuando algo rojo al lado del perchero vacío llamó su atención.
Apuntó la linterna en esa dirección, y echó un vistazo.
Unos mechones largos de lo que parecía ser pelo rojo asomaban por la puerta del armario de la entrada.
¿Por qué no le habría dicho a Sébastien que esperara? Alumbró la puerta con la luz de la linterna. Consiguió que sus manos dejaran de temblar, y lentamente abrió la puerta.
Sobre el linóleo alabeado estaba una peluca pelirroja de pelo corto y a capas.
Nada más. Aimée miró más de cerca. La peluca parecía que la habían tirado en el último momento. Tenía que ser la que Sylvie usaba cuando hacía de Eugénie.
Varias cosas la inquietaban, y en especial una. Volvió a la oscura habitación. Era la toma de teléfono sin teléfono. Que, sin embargo, era perfecta para un módem. ¿Había usado Eugénie un portátil para conectarse a Internet?
Buscó entre la ropa del armario. En el bolsillo de atrás del peto encontró el cable del teléfono. El portátil no podía estar muy lejos.
Alumbró con la linterna, y empezó a buscar en el armario. Examinó cada tabla de madera para ver si las habían levantado recientemente, y pasó la mano por los bordes del papel pintado para ver si tenía burbujas o junturas desniveladas.
Nada.
Se sentó sobre los talones. ¿Dónde habría escondido el portátil?
¿En qué lugar habría puesto el ordenador si la hubieran cogido desprevenida, con tiempo sólo para meter el cable del teléfono en el bolsillo?
El estropeado escritorio tenía un cajón. Lo abrió. Vacío. Aunque se atascó ligeramente cuando tiraba de él. Se arrodilló, sacó su mini destornillador y golpeó la tornapunta de pino que servía de apoyo al soporte del cajón. La madera era barata, y en algunas partes estaba unida con grapas. A tientas encontró una zona nudosa, y presionó. La solapa de la tornapunta se abrió de golpe.
Un cajón secreto a la vista. Aimée estaba impresionada. Y si Eugénie tuviera un módem inalámbrico, habría estado más impresionada. En Francia, muy poca gente lo tenía. Ella y René querían uno, pero estaban esperando a que fuera más barato.
Aimée metió la mano dentro, y exploró las hendiduras y las protuberancias. Tocó un folleto liso, y tiró de él. Era el manual de un portátil nuevo. O los hombres que habían estado allí lo encontraron, o Sylvie se lo había llevado con ella y se había convertido en ceniza.
O habían sido más listos que ella, o había llegado demasiado tarde; de cualquier forma, ya no estaba.
Desalentada, Aimée sabía que el único sitio que le quedaba para encontrar respuestas era en la basura. Antes de marcharse, desenrolló el fieltro de las ventanas.
Cuando llegó a la esquina, Sébastien ya había cargado dos sacos azules de basura en la parte de atrás de su furgoneta. Aceleró el motor cuando Aimée abrió la puerta. Bajaron por la rue de Jean Moinon, y casi atropellaron a un gato con rayas.
– Ça va?-preguntó él mirándola.
– Lo sabré cuando veamos lo que has encontrado -dijo ella.
Las farolas de vapor de sodio brillaban encima de ella.
Se adentraron a toda velocidad en la fría noche de París por mojadas calles adoquinadas.
El viejo cuarto de los arreos donde descargaron la basura ocupaba una esquina del patio del edificio de Aimée en Île Saint-Louis. Antiguamente, esa otrora mansión Duc de Guise funcionaba como cuadra para los caballos, y ahora albergaba marcos de ventana que ya no servían, unas tuberías de pvc, y veinticinco kilos de mortero adhesivo de Placoplátre. En un lado había una antigua estufa de cerámica, con los azulejos rotos y la patas inclinadas, apoyada perezosamente contra la pared de piedra.
– ¿Te diviertes? -dijo Aimée mientras escudriñaban las bolsas de Sylvie.
Sébastien, absorto en su trabajo, no se molestó en levantar la vista. Los dos llevaban mascarilla, pero no había forma de evitar el olor.
– Después de esto, voy a necesitar una sesión en un hammam -le dijo él.
– Yo también -dijo ella, y se imaginó el hammam: el mármol caliente, el vapor que sube hasta el techo abovedado de mármol blanco, la mugre que desaparece gracias al jabón negro y a una esponja vegetal, las pequeñas tazas de té de menta, el masajista con brazos de hierro que frota su cuerpo hasta dejarlo con una consistencia parecida a la de la mousse.
– Tiens, Aimée -le dijo Sébastien mientras sostenía en alto una especie de panoja pastosa de algo verde oscuro y viscoso.
Ella asintió.
– Pongamos la materia orgánica por allí.
La linterna de Aimée brillaba entre las velas que había encendido, y proyectaba un resplandor medieval bajo el techo abovedado del siglo XVII. Encima del suelo de piedra extendieron el resistente plástico transparente, y encima de él echaron lo que había en las bolsas. Ambos se inclinaron sobre el contenido para seleccionarlo.
Ella se dio cuenta de que habían tenido suerte de que no se hubieran llevado la basura. Los éboueurs debieron de haberse imaginado que el edificio estaba deshabitado.
Media hora después lo tenían todo clasificado en tres montones: papel, perecederos y lo demás.
Lo demás consistía en un par de zapatos negros de Prada, que tenían un tacón roto, pero de moda. La fina suela curvada apenas estaba desgastada. Aimée vio que apenas se los había puesto, a juzgar por su aspecto. Y eran muy bonitos. Sylvie tenía gustos caros.
Los perecederos eran: pieles de manzana, cáscaras de almendra, y la viscosa masa verde. Olisqueó. Menta. Bolas de algodón manchadas con maquillaje color canela, colorete brillante y rímel negro.
Inspeccionó un bote de Nutella que estaba a medias, una botella de plástico blanco de leche agria Viva, y el envase aplastado de un yogur de fresa de Danette.
Volvieron a meter los montones en las bolsas, y las tiraron en el cubo de Aimée.
– Sé que te debo una, Aimée -dijo Sébastien-, pero la próxima vez deja que te devuelva el favor de otra manera.
Juntos revisaron todos los papeles, y los pusieron en varios montones: circulares de Monoprix que anunciaban las ofertas de abril, recibos y sobres arrugados, y papel gris rasgado. Aimée cogió una hoja dorada, como las que había pegadas por todo Belleville. Impreso en ella: «Amnistía para los sans-papiers. ¡Hazte oír! Únete a la vigilia de los huelguistas. Presiona al ministerio. El ayuno de Mustafa Hamid entra en el decimonoveno día».
Aimée se incorporó. El corazón le latía deprisa. Recordó la reacción que tuvo Philippe cuando oyó a Hamid en la radio: su enfado y cómo se había marchado en el coche. ¿Había cogido Sylvie el folleto y lo había tirado… o se lo había guardado por algún motivo? ¿Existía alguna conexión?
Le dio la vuelta al panfleto. En el otro lado había algo emborronado. El nombre «Youssef» y «01 43 76 89». Se preguntó si podría ser el número de teléfono de uno de los árabes, de los que el panadero Denet no tenía muy buen concepto, y que frecuentaban el apartamento de Eugénie. Aimée lo puso a un lado.
Sébastien estaba juntando los trozos de papel gris sobre la tabla de planchar mientras ella los alisaba con una plancha de viaje. Después de dejarlos estirados, los puso en fila, y los pegó en una hoja transparente de contacto. Lo hizo varias veces hasta que colocó todo el papel gris en la hoja.
– Ahora viene lo interesante -le comunicó a Sébastien.
Subieron al apartamento, en el que había pocos grados más que en el otro sitio.
Ni luces acogedoras, ni calor.
Ni tampoco estaba Yves. Qué lastima. Intentaba apartarlo de su pensamiento, pero no podía.
Sébastien se frotó las manos enguantadas, y dio golpes en el suelo con los pies. Se quitaron los monos, y Aimée los echó a la ropa sucia. Algún día iría al lavomatique.
Él colocó los papeles sobre la descolorida alfombra Gobelin. Su abuelo la había comprado en el mercadillo de porte de Van ves. Ella tenía doce años y recordaba haberlo ayudado a llevar su hallazgo de cincuenta francos en el metro. «Un clásico, Aimée», le había dicho él. Había abarrotado el lugar de clásicos, un tanto gastados y deshilachados.
Encendió el escáner, y comenzó a escanear las hojas de contacto con los trozos de papel. Se abrigaría bien, se pondría delante del ordenador, y ejecutaría un programa de alta resolución que hacía coincidir fibras de papel. Después ejecutaría otro programa para encajar las características espaciales y numéricas. Con algo de maña uniría los trozos en el orden correcto y podría leer así lo que ponía.
– Sébastien, ¿por qué no entras en calor con un Calvados? -le sugirió ella-. ¿O un poco de vino tinto?
– ¿Y tú?
– Calvados, por favor, necesito algo calentito que me ayude a pensar.
Él sirvió para los dos unos buenos tragos del ambarino aguardiente de manzana. La tenue luz de la araña bailaba en la estancia.
– Salut.
Brindaron.
En la pantalla del ordenador aparecieron las aplicaciones informáticas, y una luz verdosa envolvía su terminal.
– Me espera una larga noche -dijo ella.
Él miraba su reloj con una sonrisa.
– Espero que a mí también.