Miércoles a media tarde

Bernard no había conseguido enviar a los inmigrantes al aeropuerto. Ahora lo destituirían y lo relegarían a alguna oficina de tercera en los confines de la tierra.

Bernard se alejó de la iglesia. Lo llevaban sus pies; la mente la tenía en blanco. Deseó no sentir nada. Se encontró caminando por calles familiares, por los lugares que frecuentó en los últimos años de su infancia. En bas Belleville, donde su familia se había sentido afortunada de encontrar un apartamento barato después de su éxodo de Argelia. Sin sirvientes ni pertenencias, sólo la ropa cargada a la espalda.

Fue un mes de abril gélido y cortante como ese. Uno de los más fríos en años. Bernard le había sorprendido el frío y el color gris de París. Nunca se había imaginado que lloviera tanto, que hubiera tanta gente, y tantos vehículos. No como en Argel, con su sol abrasador, el clamor de la medina, y los excrementos de burro sobre las calles empedradas. En el pequeño apartamento no se había quitado el abrigo, porque nunca entraba en calor.

Los lugares de su infancia en Belleville habían cambiado. Ahora las estrechas calles estaban repletas de tiendas de chinos, de telefonía móvil con letreros en árabe, e incluso una cadena de tiendas Mr. Bricolage. La entrada la cubría un brillante y verde césped artificial. Eso, recordó él, había sido una fábrica de vidrio.

Su primer recuerdo vivido de París fue ver a los trabajadores de mono en la fábrica echando arena en calderos amarillos: peroles enormes y humeantes de hierro negro fundido. Cuando volvía a casa del colegio, se quedaba maravillado ante el frágil y quebradizo vidrio listo para su entrega. «¿Arena en vidrio?», preguntó él, y su madre asintió. «Pero tú me dijiste que aunque la mona se vista de seda, mona se queda», dijo él. «Eso no tiene nada que ver», suspiró ella. «¿Por qué?», insistió él, y ella, que estaba cansada o llegaba tarde al trabajo, solía decir: «Ahora no, Bernard, ahora no». Nadie se lo pudo explicar satisfactoriamente. En el instituto politécnico, el árido profesor había hablado del proceso químico. En secreto, Bernard había desechado la teoría: prefería creer en la magia, como siempre había hecho. Recordó las historias de los djinn que le contaba su niñera bereber; y de Aïsha Qandisha, que, como todo el mundo sabía, tenía pies de cabra y un ojo en mitad de la frente.

El viejo edificio de su apartamento no tenía nada de mágico. Había un restaurante en la planta baja. Antes una brasserie de madera oscura había ocupado la esquina. El restaurante tailandés, con adornos de oro y mucha luz, anunciaba «Oferta especial para los primeros en venir a cenar. 48 frs». Los recuerdos lo llevaron hasta la puerta.

Su padrastro, Roman, un polaco expatriado que se había unido a la legión en Argelia, era carnicero. Le suministraba la carne al dueño de la vieja brasserie, Aram, un cristiano de Orán, con el que también jugaba a las cartas. Recordaba que a Roman no le había molestado, como le molestaban muchas otras cosas, que Aram hubiera comprado el local por poco dinero después de la guerra. Pero su madre le había replicado: «Los antiguos dueños son ceniza, Roman, es por eso». La mirada de este se había endurecido. A partir de ese momento, no dijo nada más. Su madre tampoco.

Bernard entró en el restaurante.

Monsieur, ¿mesa para uno? -le preguntó la sonriente mujer de pelo oscuro.

Su patung con motas doradas reflejaba la luz, y una cinta fucsia le rodeaba la cintura. De la cocina salía un aroma a limoncillo. Recordaba las paredes revestidas de madera, el oscuro interior, y que no había ventanas.

Bernard asintió.

Lo llevó hasta una mesa en la que había palillos y unos cuencos y platos de porcelana azul y blanca. Unos dragones de pan de oro sobresalían del techo como gárgolas. El restaurante estaba medio lleno, y se oía el murmullo de las conversaciones y el tintineo del cristal.

¿Le apetece té helado tailandés?

Él asintió de nuevo, encantado de aceptar sus recomendaciones.

Le puso un plato en la mano.

– Sírvase usted mismo, monsieur.

Cuando vio la mesa del bufé, con su sopa humeante y sus fuentes calientes de tallarines de arroz, rollitos de primavera, pollo al limoncillo, y otros platos tentadores, se dio cuenta del hambre que tenía. Recordaba que donde se encontraba ahora la mesa del bufé, solía estar la vieja barra de madera de abedul que Aram aceitaba y enceraba todos los días.

Bernard estaba asombrado. No había pensado en esas cosas en años. Los recuerdos de gente y del edificio de enfrente, víctimas de la bola de demolición, lo inundaron mientras comía. Se sentía algo mareado. Hubo un tiempo en que todo era diferente, recordó él. Hubo un tiempo en que lo fue.

Se sirvió varias veces del bufé. La tranquilidad se apoderó de él. Se sentía igual que cuando tomaba las pequeñas pastillas azules.

Se fue al baño. Pasó por delante de la cocina, y miró dentro. La pintura, los azulejos salpicados de grasa, incluso las tuberías parecían nuevos. Sólo el techo abovedado de los aseos de la parte de abajo era el mismo. Pintura de un gris anodino cubría la vieja piedra donde Roman colgaba sus delantales manchados de sangre las noches que pasaba por allí después del trabajo para jugar a las cartas.

Ça va, monsieur?-le preguntó un hombre asiático de rostro brillante, con unas cartas de menú debajo del brazo-. ¿No se encuentra bien?

Bernard se dio cuenta de que se había parado en medio de las escaleras, sudoroso y temblando.

– Estoy bien, perdone -le contestó. Se limpió la frente, y entonces agarró al hombre del brazo-. ¿Desde cuándo es usted dueño de este restaurante?

Bernard pudo ver el miedo en los ojos del hombre, que se soltó.

– ¿Se lo compró a Aram?

El asiático le soltó algo en tailandés, y desapareció escaleras arriba. Bernard se dio una palmada en la frente. ¡Qué estúpido! Por supuesto, el hombre era un sans-papiers. Y él estaba abordando a un ilegal para indagar sobre su pasado.

Arriba, la sonriente mujer que le había atendido se había transformado en una seria recepcionista. Su dominio del francés había desaparecido, y señalaba la cuenta y su reloj, dando a entender que era hora de cerrar. Intentó explicarse una vez más, pero se dio por vencido ante sus rostros impasibles.

En la rue d'Orillon, se detuvo y alzó la vista hacia su antigua ventana. Las contraventanas desconchadas estaban abiertas, y un cordel de la colada colgaba fuera. Llegó a sus oídos un dialecto africano. Oyó los lloros de un niño, que apaciguó la voz de la madre. Otra oleada de inmigrantes, pensó Bernard. Había cosas que no cambiaban.

El busca vibró en su cintura. El número de Nedelec en el ministerio apareció inquietante en la pantalla. Bernard se detuvo en el teléfono de la esquina.

Directeur Berge, le damos una segunda oportunidad -le informó-. Mustafa Hamid quiere negociar. Lo esperamos en el ministerio en una hora.

Antes de que él pudiera objetar nada, Nedelec ya había colgado.

Bernard se sintió de nuevo acorralado.

Se tambaleó, y vomitó toda la cena en el solar vacío, entre escombros y alambre, que una vez ocupó el edifico de su vecino.

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