Sábado a última hora de la tarde

Los muertos lo tienen fácil, pensó Bemard, mientras juntaba las carpetas encima de la mesa de su despacho.

Facilísimo.

Pero no era verdad. Deseaba que lo fuera. En el exterior, a lo largo de los caminos de grava, las sombras de los árboles se agitaban y se alargaban. Bemard tiró el bote de pastillas a la basura. Si no conseguía más no podría dormir.

Delante de él aparecieron imágenes de su nounou, la niñera bereber con piel de caramelo que le cambiaba los pañales y le daba de comer. Vio la sonrisa de ella, agradable y cariñosa, que mostraba sus dientes de oro. Vio cómo se le arrugaban los ojos al reírse cuando él le hacía cosquillas por detrás, en su suave y oscura piel. Cómo le guardaba el primer higo de la temporada, lleno de semillas, y un puñado de uvas doradas de Lemta. Oyó las notas roncas desgarradas de su canción, que él nunca entendió. Ella le contó que la canción hablaba del Atlas, que estaba cerca de su pueblo, dentado, púrpura, enorme. Y cómo el chergui, el seco y ardiente viento del este, azotaba la tierra y enardecía el espíritu.

Su nounou le enseñó juegos con los que los niños nómadas se entretenían en el desierto. Solían sentarse durante horas en el fresco suelo de baldosas azules del patio, bajo los arcos encalados, al lado de la fuente, y jugaban a lanzar el guijarro y a esconder la bota de agua.

Y entonces apareció la imagen que había intentado olvidar: la cabeza de su nounou empalada en el poste de la valla en la fábrica de Michelin, por una pelea provocada por unos que habían sido acusados por los gendarmes de sabotaje. Una nube de moscas negras sobre su boca abierta, que mostraba sus dientes de oro, resplandecientes a la luz del sol; los gritos de su madre; y cómo ella los mandó correr hasta el puerto. Pero no había barcos.

¿Cómo iba una mujer analfabeta, que hablaba un dialecto bereber, ser una espía?, había oído decir que su madre le preguntaba a su padrastro años más tarde en la cena. Cada dinar que nounou ganaba, continuó su madre, se lo enviaba a su familia en el pueblo.

Roman había contestado que las dos partes pagaban y cometían graves errores. «Francia se llevará los beneficios en el futuro», había dicho él. Para un antiguo soldado eso parecía caritativo. De hecho, fue lo único caritativo que Bernard le oyó decir sobre los argelinos.

Y tenía razón, pensó Bernard. Él era el que se ocupaba de ese beneficio en Notre-Dame de la Croix.

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