Esa noche era el momento de entrar en el apartamento, pensó Aimée. Era hora de revisar esas bolsas de basura de plástico azul que estaban en el patio de Sylvie en busca de pistas. En París, recogían la basura todos los días, pero ¿habían llegado los éboueurs a Belleville? Llamó a su primo Sébastien. Se le daban bien los trabajos sucios. Pero tendría que hacer la propuesta más atractiva. Persuadirlo. Invitarlo a cenar. Además Aimée tenía hambre.
– ¿Qué tal L'Estaminet o Café de Charbon? -sugirió Sébastien-. Vayamos a unos de esos restaurantes de moda en la rue Oberkampf.
Aimée estaba harta de la elegancia estudiada de estos lugares: tiendas que habían sido destruidas por dentro para luego reformarlas, para que parecieran de nuevo antiguas al estilo de los noventa, y que estaban atestadas de gente que quería ver y ser vista.
– Favela Chic es mejor -fue su respuesta.
Le resultaba acogedora la elegancia infantil de los santos e iconos brasileños incrustados en las paredes, sin mencionar la humeante yuca, las alubias y los pasteles bahianos de gambas, fritos y crujientes.
En su habitación, abrió el armario, encontró los monos verdes de barrendero que buscaba, y los metió en su mochila. En la habitación que no utilizaba, la que había sido de su padre, miró en su cómoda art déco. No le gustaba entrar allí, y mucho menos hurgar en sus cajones. Una vez abierto, la invadió el olor de su padre. La lana y el cedro de su infancia, familiares para ella. Encontró el kit para abrir cerraduras envuelto en terciopelo azul oscuro. Él le había enseñado a conectar un explosivo, forzar una caja fuerte, alterar el medidor del gas y pinchar la línea de teléfono. Le había dicho que sólo era para que estuviese al tanto de todo.
Horas más tarde, Aimée abría la chirriante puerta de Favela Chic, cargado de humo e iluminado por guirnaldas de diminutas luces rosas y verde melón. Los primeros clientes de la noche estaban sentados bebiendo cerveza en mesas cubiertas de hules floreados.
Sébastien estaba flirteando con la joven camarera brasileña cuando Aimée se sentó en su mesa al lado de la ventana.
– Orangina, por favor -pidió ella.
– Que sean dos. -Y sonrió.
– Muito obrigada. -La camarera de tirabuzones asintió.
Sébastien giró la cabeza para ver a la chica contonearse hasta la cocina.
– Tiene pinta de que le gusten las rave -dijo él, estirando sus largas piernas y reclinándose peligrosamente en la pequeña silla.
Descubrió el negocio de las láminas de arte después de sacar la nariz del polvo blanco, y la aguja del brazo.
A su primo pequeño le iba bien. Aimée se alegraba por él, por todo su metro ochenta. Ocupaba la silla y la mesa como un gran oso negro. Sus pantalones negros de cuero con tachuelas, su chaqueta de motero, y su poblada y oscura barba ayudaban a intensificar ese parecido.
– Estoy pensando en alquilar el escaparate que hay en la esquina de la rue Saint Maur.
– Te debe estar yendo bien, Sébastien -dijo ella.
– No me quejo -dijo él-. Ya tengo algunos encargos de museos.
– Felicidades. Estoy orgullosa de ti. -Y lo decía en serio.
Después de comer, Aimée pagó la cuenta, y él quedó con Maria-Joáo, la camarera, después de cerrar. Sébastien se encendió un puro.
– ¿Para qué me necesitas? -le preguntó él.
– Para que me ayudes a recoger basura -respondió ella.
– ¿Humana?
– Más inane -dijo ella-, y maloliente.
– ¿Por qué no me sorprende ese comentario?
– Vamos a entrar en el apartamento de alguien -le dijo-. Me vas a ayudar a robarle la basura.
– Eso es algo que no entraría exactamente en mis planes para una noche -dijo Sébastien.
– Primito, me debes por lo menos toda una vida -le dijo-. Recuerdo aquella vez que te despejé las vías respiratorias y que te recuperaras antes de que llegara el samu. Sin mencionar cuando tiré tu alijo en un tejado antes de que los flics hicieran una redada en el lugar.
– Y por eso -dijo él con una sonrisa- soy tu esclavo.
– Bien. Caminemos, así haremos la digestión antes del trabajo. ¿Aparcaste la furgoneta en la place Sainte-Marthe?
– Bien sûr-fue su respuesta-. Y he traído todo lo que me pediste.
Sébastien se echó al hombro su abultada bolsa de cuero. Llegaron al edificio de Eugénie en la rue Jean Moinon. La estrecha calle estaba desierta y oscura. Las bombillas de las farolas, rotas. Posiblemente, pensó ella, para que lo yonquis pudieran hacer negocios sin que nadie los viera.
– Mi antiguo lycée está cerca de aquí -dijo Sébastien.
– Y ha cambiado -le informó ella-. Ahora alberga temporalmente una parte del depósito de cadáveres.
– ¡Un momento! -exclamó él retrocediendo-. Yo no entro en depósitos.
– No te preocupes -dijo ella-. Ya lo he hecho yo.
Él parpadeó y negó con la cabeza.
– Deberíamos ponernos manos a la obra.
De su bolsa sacó para él un mono verde de talla extragrande que tenía «Propriété de París» escrito en la espalda, y lo llevaban los basureros. Ella se puso el suyo, se subió la cremallera, y se ató el pelo con un pañuelo. Se colocó un gorro de esquiar, y tiró bien de él para que le tapara un poco los ojos.
– Vamos a usar una técnica americana -le explicó Aimée.
La mirada de Sébastien se iluminó.
– ¿El dumpster diving? [1] -dijo él-. Vamos vestidos para eso.
– No es tan distinguido -dijo ella, con una mueca de asco-. Una pena. La basura se tira todos los días. Pero como el edificio lo van a demoler y no hay gardien, puede que encontremos algo.
Las ventanas de apartamento de Eugénie estaban cerradas y no se oía nada. Un gato con rayas que bajaba sigilosamente por la calle era el único signo de vida. Parte de ella no lo quería hacer. Odiaba tener que hacerlo.
Respiró profundamente. El aire gélido golpeó sus pulmones. Sofocó la tos con su mano enguantada, e introdujo su activador de códigos digitales en el teclado numérico de la puerta para descodificar el código de entrada. Le dio a un botón y la puerta del edificio, con pomo de bronce y tallada a mano, se abrió con un clic.
Una vez dentro de vestíbulo, Aimée depositó en el suelo la bolsa de cuero que le había pedido a Sébastien que trajera. Cogió una mini linterna con la boca y apuntó con ella para así tener las manos libres. Desde dentro, cogió varios trozos de fieltro, algunas bolsas de plástico de Intermarché, y unas gomas elásticas. Se envolvió los pies con el fieltro, se metió una bolsa en cada pie, se colocó las gomas alrededor de los tobillos para que no se le cayeran las bolsas, y le indicó a Sébastien que hiciera lo mismo.
– ¿Así que una técnica americana?
– Conmigo todo es tecnología punta -dijo ella, y subió las escaleras.
En el descansillo del segundo piso, dejó la bolsa de nuevo. Un rayo azulado de luz de luna que atravesaba el agrietado tragaluz alumbraba sus cabezas y el suelo combado.
– ¡Chis! -dijo ella con un dedo en los labios, y desenvolvió su kit para abrir cerraduras.