Aimée no podía dormir. Por la ventana de su habitación entraba el débil zumbido de una barcaza, cuyas luces azules parpadeaban sobre el Sena. Reflejados en las puertas de espejos de su habitación, vio los oscuros tejados del Marais al otro lado del río.
Sentada en la cama, tenía el portátil encima de las rodillas, y en la pantalla se podía ver un revoltijo de números. El saldo de la cuenta de Sylvie/Eugénie en el Crédit Lyonnais.
Había estado intentando sacar algo en claro del dinero que había retirado y depositado, pero se le empezó a nublar la mirada.
En el patio, al que daba su otra ventana, había un peral con sus hojas en ciernes y nidos de pájaros. Miles Davis dormía acurrucado a su lado en la cama, y gruñía en sueños. Su peludo pecho blanco subía y bajaba en mitad de un intenso sueño.
Con el otro portátil, que tenía encima de unos libros grandes de medicina que usaba como mesita de noche, había estado conectada durante horas buscando vínculos con la cuenta del Crédit Lyonnais. Había metido el número de cuenta, y la había revisado para encontrar conexiones con cuentas de otros bancos, un trabajo tedioso. Hasta ese momento había probado en quince bancos, y sin éxito.
El dinero tenía que venir de algún sitio, y sabía que Sylvie hacía operaciones bancarias por Internet. El Minitel le había allanado el camino. Había limitado la búsqueda a aquellos bancos cuyos clientes pudiera acceder a sus servicios online. Pero como todos los bancos franceses estaban regulados por el Banque de France, no veía cómo Sylvie pudo haber lavado u obtenido dinero sin su conocimiento.
Desalentada, sólo le quedaban dos números más que comprobar cuando un depósito rutinario de mil francos respondió a su consulta. De inmediato, aparecieron en su pantalla una serie de números.
Por supuesto, ¡tenían que ser los intereses que producía la cuenta!
Se incorporó nerviosa, y empujó el edredón nórdico de plumón a un lado. Al seguir la fuente del número hasta una cuenta de tránsito, encontró un hilo al Bank of Commerce Ltd., cuya oficina central estaba en las Islas del Canal. Un destino idóneo para una cuenta en un paraíso fiscal, pensó Aimée. Buen sitio y anónimo. ¿Por qué no había pensado en eso?
Ahondó en su búsqueda, y accedió a la cuenta de las Islas del Canal. Tres grandes inyecciones de dinero habían inflado el saldo del Bank of Commerce desde el septiembre pasado. Pero igual que el flujo y el reflujo de la marea, cuando una cantidad significante se retiraba, esta era reemplazada por otra. Sin embargo, lo que llamaba la atención era el saldo actual de casi cinco millones de dólares americanos (o unos tres millones de libras esterlinas). Aimée soltó un grito ahogado. No era de extrañar que Sylvie pudiera permitirse unas perlas Biwa o tirar unos zapatos de Prada.
Su sorpresa se unió a la sensación de que ese asunto le quedaba grande. Algo olía a podrido. Volvió hacia atrás, y revisó las cantidades depositadas en los últimos doce meses. Varios depósitos habían hecho que su saldo ascendiera, en cierto momento, a veinte millones de dólares.
Se sobresaltó cuando sonó el teléfono. Miles Davis se despertó con un bufido.
– Aimée -dijo René, en un tono de voz excitado-. Agárrate al portátil.
– ¿Has averiguado lo mismo que yo? -preguntó ella.
– Sylvie nació en Orán -le dijo él-. Por eso llevó tiempo identificarla en el fíchier de Nantes.
Sorprendida, Aimée le dio a «guardar» en los dos portátiles, y acarició al perro.
– Bravo, René -dijo ella-. Sigue.
– Fíjate -le explicó René-. Su nombre verdadero es Eugénie Sylvie Cardet. Su familia dejó Argelia en el éxodo. Terminó en la Sorbona, en un* de las clases de Philippe.
– Estoy impresionada, René -reconoció ella-. ¿Descifraste el código del fíchier?
– Hace unas horas -le contestó él-. Son una mina de información. Parece ser que se unió al Partido Socialista y, después, a la Liga Árabe de Estudiantes, que, según mis amigos árabes de Internet, se convertiría más tarde en el afl.
Aimée cogió su cuaderno. Sobre la hoja cuadriculada dibujó un diagrama con los vínculos que Sylvie tenía con Hamid y Philippe.
– Así que aquí está su conexión con Hamid -dijo ella-. Lo conoce desde finales de los años sesenta. Su dirección es 78 place du Guignier, ¿no es así?
– Qué rápida, Aimée -dijo él-. Pero el punto más interesante es su padre -siguió René-. León Cardet, un caporal de la oas.
Aimée rodeaba con su brazo a Miles Davis, que se había acurrucado con las orejas de punta al oír la voz de René. Aimée se incorporó.
– Attends, René, ¿no hubo un Cardet en el golpe de estado para echar a de Gaulle?
– Uno de los muchos golpes que hubo. -René se rió entre dientes-. Pero sí, tienes razón, cogieron a Cardet. Un mec desagradable.
– Entonces si Sylvie tenía un padre así y se unió a Hamid y después se convirtió en la amante de Philippe, pudo haberse estado rebelando contra su propio padre y todo lo que él representaba. -Aimée estaba cada vez más excitada-. ¡Sylvie pudo haber estado ayudando al desamparado!
– Exactamente -dijo René-. Parece que en los sesenta a Cardet y a sus compinches de la oas les gustaba deshacerse de los cuerpos tirándolos al canal Saint Martin.
A Aimée le entró un escalofrío. Se imaginó el estrecho canal bordeado de árboles, las esclusas de metal, y la capa de suciedad arremolinada en la superficie.
– Existen ciertos problemas con esa teoría, René -le dijo ella-. Gaston me contó que facciones enfrentadas de Argelia tiraban allí los cuerpos. Aquellos que ayudaban a los franceses o no apoyaban al fln cavaban su propia tumba acuática.
Al otro lado del teléfono hubo una pausa.
– Cardet pudo haber estado jugando en los dos bandos -dijo René lentamente-. O usaba la tapadera para deshacerse de objetivos de la oas, y se los atribuía al fln.
– Interesante -dijo ella-. Puede que tengas razón. -Recordó las fotos granuladas de Cardet en su juicio, con una arrogancia llena de desprecio incluso cuando estaba siendo sentenciado-. Pero si Sylvie estaba ayudando a Hamid, ¿Por qué tenía millones en una cuenta en un paraíso fiscal?
René silbó cuando le contó lo que había encontrado en la cuenta de las Islas del Canal. Miles Davis aulló cuando oyó el silbido.
– Espera un minuto -dijo él-. ¿Y si Sylvie recibió fondos en una cuenta en un paraíso fiscal como las Islas del Canal, y se lo entregó al afl?
– Aguarda.
Aimée hizo una pausa.
– La conexión con el afl no está clara -dijo ella mientras se devanaba los sesos intentando saber qué era lo que se le escapaba-. El afl parece más una operación de base y de bajo coste. Abordan los problemas de todos los inmigrantes, no sólo de los argelinos.
Se puso sus pantalones negros de cuero.
– René, déjame que intente algo. Te volveré a llamar.
– Bien -dijo él-. Buscaré más vínculos en el fichier.
Después de ponerse un enorme jersey de lana, se llevó los portátiles, por separado, a su estudio. Su ordenador de mesa tenía más memoria y en menos de treinta minutos, los tres ordenadores estaban trabajando. Los dos portátiles ejecutaban sin cesar programas de codificación de software para acceder al banco que ingresaba dinero en la cuenta que Sylvie tenía en el paraíso fiscal.
Aimée se sentó delante del enorme ordenador, e indagó en la fuente de financiación del afl. La única cuenta que pudo localizar fue una cuenta comercial que el afl tenía en el Crédit Agricole con menos de un cuarto de millón.