Martes por la tarde

Youssefa tiró del chador negro que le cubría la cabeza. La larga pieza de lana era caliente y pesaba. Le resultaba irónico que, después de haberlo llevado en raras ocasiones en Orán, se lo pusiera casi todos los días en París. Pero era perfecto para pasar desapercibida. Era una pena que no pudiera disimular su cojera.

Rezaba para que Eugénie apareciera esa vez. Tenía que hacerlo. Todo despendía de eso. Una y otra vez repasó en su cabeza las instrucciones de Eugénie: encontrarse el lunes en la gruta que había en el pare des Buttes Chaumont. Pero Eugénie no había ido. El plan B era quedar en la cima del parc de Belleville a la misma hora el martes.

Si Eugénie tuviera móvil, pensó ella. Pero no confiaba en ellos. Decía que los canales cifrados no eran seguros; France Télécom sólo quería que todos creyeran que lo eran.

Youssefa tiritaba en la entrada mientras escudriñaba la rue Crespin du Gast. En Francia hacía tanto frío. ¿Cuándo iba a brillar el sol? Esperó a que pasara la anciana y su terrier de pelo recortado. Entonces recorrió la estrecha calle agarrando el paquete con fuerza.

Con la cabeza gacha, pasó al lado de los manifestantes apostados delante de la iglesia.

«El afl se manifiesta por tus derechos, mon amie», dijo un joven de rastas poniéndole un folleto en la mano. «Coge uno. Ven a nuestra vigilia.»

Corrió a toda prisa, temerosa de tocarlo. De donde ella venía, a ese tipo de manifestantes les habrían segado la vida como se hace con el trigo antes de que pase la cosechadora.

Sé discreta, habían sido las instrucciones de Eugénie. No confíes en nadie.

En la cima del parc de Belleville, el contorno de París, atenuado por la niebla, pasó desapercibo para Youssefa. Se paseó por la rue Piat, que coronaba el parque. No había señal de Eugénie. El miedo se apoderó de ella.

Tres horas más tarde, el terror se convirtió en desesperación. Llevaba sólo cinco días en París. Su único contacto, Eugénie, había desaparecido. El vínculo se había roto… ella sería la siguiente.

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