Lunes a última hora de la tarde

Bernard Berge, de cuarenta y cinco años y prematuramente canoso, miraba por la ventana de su oficina del ministerio que daba a la place Beauvau, temeroso de la inminente llamada de teléfono. Se colocó sus gafas de montura redonda en la frente y se frotó sus cansados ojos. Buscó de nuevo en sus bolsillos las pastillas azules. Sólo le quedaban dos.

Al otro lado de la plaza, las parpadeantes luces azules del palacio presidencial del Elíseo se desdibujaban en la noche primaveral. Bernard llevaba días sin dormir. Sesenta y dos horas, para ser más exactos, y no creía que pudiera volver a hacerlo nunca más. Las pastillas para dormir ya no le hacían efecto.

Alguien llamó a la puerta. Había dejado instrucciones de que no lo molestaran. ¿Quién sería?

Oui-contestó él-. ¿Es urgente?

Como respuesta, la pesada puerta de madera se abrió lentamente. Entró resueltamente su madre, una mujer de pelo blanco, pequeña y muy delgada, de ojos negros hundidos. Sin quitarse el arrugado impermeable, se plantó delante de la mesa en la fría oficina.

¡Maman! -exclamó él-. ¿Qué haces aquí?

Desde la zona de recepción más allá de la puerta abierta, varias personas levantaron la cabeza. Él corrió a la puerta para cerrarla.

– Bernard, juro por Dios -dijo ella- que no me puedo creer que lo vayas a permitir.

– Siéntate, maman.

Su madre se quedó de pie y, con dificultad, abrió su bolso, sacó una manoseada carte de séjour, que colocó sobre la mesa.

– Tu padrastro se ha ganado este permiso de residencia. Y Bernard, estudiaste la Biblia. Conoces la ley de Dios.

Su voz temblaba, pero mantenía la mirada fija.

– Con la mano sobre ella, júrame que no vas a deportar a ninguna víctima.

– Sé razonable, maman.

Bernard Berge se dejó caer en la silla. ¿Cómo podía estar enfrentándose a él así?

– ¿No tenía sentido nada de lo que viste de las represiones? -Sus manos temblaban-. Olvídate de este asunto, pero no de tu conciencia.

– Ahora mismo eso es imposible, maman.

– ¿Cómo puedes decir eso? -Se sentó-. Naciste en Argel. -Negó con la cabeza-. Hablabas árabe con igual fluidez que francés hasta que llegamos a Marsella.

– Este tema es diferente -dijo él-. Estos sans-papiers se quedaron después de que caducaran sus visados. Son ilegales. No como nosotros, los pieds-noirs, que nacimos en Argelia.

– ¿Murió en vano nuestro pequeño André?

Bernard se apocó como si le hubiera abofeteado. Unos fellaghas rebeldes se habían llevado a su hermano pequeño, André, cuando estaba en la cuna, y lo habían arrojado al pozo del pueblo. Les había ocurrido lo mismo a muchos bebes, como represalia por las masacres en el campo de pueblos enteros. Pero cuando se enteró, ya habían pasado años. Nunca dejó de preguntarse cómo su madre pudo vivir con tanto dolor.

– Puede que lleve mucho tiempo callada -dijo ella, como si pudiera leerle el pensamiento-. Te he inculcado unos valores, te he educado en el socialismo. -Negó con la cabeza. Su mirada se ensombreció-. ¿Qué ha pasado?

– Sólo soy un fonctionnaire responsable de una política impopular, maman. Antoine ha vivido tu sueño -le explicó él.

Se levantó, y se preparó para la discusión que estaba teniendo lugar. Su hermanastro, Antoine, dirigía el pabellón de pediatría de un importante hospital y un dispensario en Marsella.

– Pero estos sans-papiers africanos, estos árabes… sólo son gente, ¿non? -Su voz se suavizó, suplicante-. Venimos a Francia como pieds-noirs, pero nunca nos vieron como verdaderos franceses. Éramos intrusos, y todavía lo somos.

– Es la ley, maman. Si no lo hago yo, lo hará otro.

– Eso también lo decían los nazis -dijo ella, negando con la cabeza.

Bernard se acercó a las altas ventanas del ministerio y bajó la mirada a la rue des Saussaies. Hubo una vez en la que la Gestapo detenía a quien quería en el cuartel general de la policía a una manzana de allí. Las luces de faroles proyectaban largos rectángulos temblorosos en los estanques de las fuentes del Elíseo.

¿Por qué ella no lo podía entender?

– Madres e hijos -suspiró ella-. ¿Cómo puedes deportarlos?

Bernard tenía un dolor de cabeza espantoso. Se frotó de nuevo los ojos. ¿Por qué no lo dejaba en paz?

– Tenemos leyes en Francia que nos aseguran liberté, égalité, fraternité -le explicó él-. Mi trabajo consiste en protegerlas, en seguir la política del ministerio. Ya lo sabes, maman. Yo no soy el que elabora estas directrices.

– Tienes cara de no haber dormido -le dijo ella, y se levantó lentamente, con la mirada fija en él. Se dio la vuelta y caminó hacia la puerta-. Si tuviera tu trabajo, Bernard, tampoco podría dormir.

Maman, por favor, sé razonable -dijo él-. Serví en el Palacio de Justicia, trabajé como juge administratif. Debo cumplir la ley.

– Bernard, puedes elegir -dijo ella dándose la vuelta de nuevo para mirarlo cara a cara-. Pero si tomas la decisión equivocada, no vuelvas a profanar mi casa.

Él se quedó en la ventana, y oyó cómo se marchaba arrastrando los pies. Volvieron a él momentos de su infancia que tenía enterrados: los muecines que al amanecer llamaban a la oración, las largas y polvorientas colas para el pan, el sonido de la fuente de mosaico azul en el patio con arcos, los gritos en la oscuridad mientras el souk de su quartier ardía en llamas durante los disturbios.

Sonó el teléfono. Bernard dudó si contestar o no. Al final, lo cogió.

Le ministre Guittard lamenta comunicar que las órdenes de inmigración no pueden ser ignoradas por más tiempo. -Era la suave voz de Lucien Nedelec, el subsecretario-. A su departamento, directeur Berge, le han ordenado que confirme la política de deportación. Por favor, proceda.

Hubo una larga pausa.

– Entiendo -dijo Bernard.

El atardecer de color melocotón ya había bañado el Sena al otro lado de la ventana de Bernard cuando sonó su interfono una hora más tarde.

– ¿Hago pasar al caporal, directeur? -le preguntó su secretaria-. No tiene cita.

Al palacio del Elíseo se le debió haber ocurrido un plan y querían su aportación.

– Dígales que enseguida voy.

¿Lo servirían en bandeja al país y a los medios, como el perfecto chivo expiatorio por la controvertida política? Ya había sido acusado por su madre. ¿Podría ir a peor?

Se abrochó el cuello de la camisa, se volvió a hacer el nudo de la corbata, y se puso la chaqueta.

El grupo paramilitar de la raid esperaba en el pasillo abovedado.

Directeur Berge, acompáñenos, por favor -le pidió un hombre de mirada fija vestido con el equipo antidisturbios.

Bernard, con la cabeza levantada, asintió.

– Después de usted, monsieur.

Bernard los siguió por pasillos cubiertos de alfombras del siglo XVIII y paredes de espejos que daban a una amplia escalera y un altísimo techo de más de nueve metros. Siempre había pensado que se parecía más a un museo que a un ministerio en activo. En la place Beauvau lo metieron en un Renault negro que los estaba esperando. Una vez dentro, el hombre de la mirada fija señaló el brumoso noreste de París.

– Lo vamos a escoltar hacia allí.

– ¿No vamos al palacio del Elíseo? -preguntó él.

– Lo esperan en la iglesia -contestó.

– ¿Quién? -preguntó Bernard, perplejo.

– Los que están en huelga de hambre en Notre-Dame de la Croix.

– ¿No hay allí negociadores entrenados? -dijo Bernard, con la voz quebrada. Sabía que una multitud de sans-papiers había tomado la iglesia de Belleville. Algunos de ellos estaban en huelga de hambre en protesta por la deportación.

– Parece ser que han solicitado su presencia.

– ¿Solicitado mi presencia? -preguntó Bernard.

– Usted es especial -contestó él, e hizo un gesto con la cabeza al conductor que se unió al tráfico.

Tenía razón, pensó Bernard tristemente. Las cosas podían ponerse peor.

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