Martes a última hora de la tarde

Bernard estudió a Mustafa Hamid. Observó sus enormes ojos negros, su tez cetrina y la saliva seca que salpicaba su barba. Se percató de sus mejillas hundidas y sus esqueléticos brazos.

El frío y la humedad pedían a gritos el abrigo forrado de invierno de Bernard, no la fina chaqueta de traje que llevaba. Le asombró que Hamid sólo vistiera una simple camisa blanca de algodón hasta las rodillas y unas calzas fruncidas. También llevaba una chéchia, un gorro blanco de ganchillo, y un chal de oración sobre los hombros.

La vieja familiaridad lo roía por dentro, intrusa e íntima. Volvieron a él los recuerdos de algo que había intentado olvidar. El santón con ojos de loco que proclamaba el juicio final en las calles desérticas de Argel. Cómo la bala de un francotirador lo silenció a los pies de la madre de Bernard en las largas colas que se dirigían al puerto.

Bernard vio que Hamid, sentado sobre un fino colchón, manejaba entre sus manos unas cuentas antiestrés. Con un ágil movimiento, Hamid tocó la mano de Bernard, y después se la llevó a su propio corazón.

Salaam aleikum, directeur Berge -dijo Hamid dirigiéndose a él de una manera formal, con voz grave-. Disculpe que no me levante para saludarlo.

Aleikum es-salaam -fue la respuesta de Bernard. Era todo lo que recordaba del saludo árabe-. Monsieur Hamid, le agradezco el tiempo que me está dedicando y espero que nuestras negociaciones sean fructíferas.

– Por favor, disculpe mi apariencia -dijo Hamid. Con un gesto, señaló una bandeja cargada con una tetera y unas ramitas de menta dentro de uno» finos vasos ribeteados en oro-. Es usted mi invitado. ¿Le apetece té?

Bernard asintió.

– Monsieur Hamid -dijo él-, mi ministerio quiere cubrir las necesidades de su gente. Estamos dispuestos a trabajar con usted. Cuando haya pasado la tempestad, por así decirlo, nos aseguraremos de que todo esté previsto para su regreso.

Bernard comunicó las malas noticias rápido. Se aferró a la idea de que Hamid oiría la sinceridad en su voz. Que de algún modo lo creyera y llevara a los sans-papiers por el pasillo, hasta los aviones.

Hamid negó con la cabeza. Sus ojos reflejaban la tristeza que sentía Bernard.

– Me disculpo con antelación por lo que quiera que ocurra -dijo Hamid, inclinando la cabeza. Debajo de la chéchia podían apreciarse unos mechones grises aquí y allá-. La violencia nunca es necesaria.

– Estoy seguro de que no amenaza con represalias, monsieur Hamid-dijo Bernard sobreponiéndose rápidamente-. Eso me sorprendería viniendo de un líder y un hombre conocido por sus negociaciones pacíficas.

– No me refería a eso -dijo Hamid-. En las enseñanzas de Alá se aceptan a todos los seres humanos, y prueba de ello es esto, estas personas que usted ve a nuestro alrededor. No nos diferenciamos por ser hindúes, musulmanes o cristianos.

Hamid alzó un brazo, para bajarlo poco después. El esfuerzo excesivo parecía hacer mella en él.

Apareció un hombre de barba poblada, y que vestía de la misma forma.

– La salud de monsieur Hamid está bajo vigilancia -le explicó-. Lo siento, pero está muy débil. Por favor, hable con él más tarde.

Bien sûr-accedió Bernard-. Es una situación muy delicada.

Lo último que quería era que Hamid se convirtiera en un mártir. En su cabeza, desfilaron imágenes del departamento de Costa de Marfil y una dotación de burócratas deshonrados con la mitad de su pensión.

Se retiró al vestíbulo, buscando un lugar tranquilo.

¿Qué había insinuado Hamid cuando mencionó la violencia? Pensó en la amenaza de las células fundamentalistas ocultas y desperdigadas por todo París y sus represalias… Atentados en el metro, explosiones en grandes almacenes… gente inocente de camino al trabajo, familias comprando uniformes del colegio, asesinados por fanáticos. Se le endureció el corazón. Pensaba que Hamid era diferente, que provenía de una secta pacífica.

– Ponme con le ministre -dijo Bernard con la mirada puesta en los autobuses que bordeaban la rue de la Mare. El estruendo de los motores y tubos de escape llenaban la place de Ménilmontant.

– Como desee -le dijo el capitán de cara chupada de las crs.

Cuando le ministrese puso al teléfono, Bernard ya había ensayado su plan mentalmente varias veces. Evitaría una crisis de la única forma que se le ocurría, y sacaría a Hamid de la iglesia. Con un poco de suerte, los sans-papiers lo seguirían.

– El débil estado de salud de Hamid exige atención -le comunicó Bernard-. Lo último que queremos es convertirlo en un mártir, que los inmigrantes lo canonicen.

– ¿Y qué sugiere que hagamos? -preguntó él.

Al otro lado de la línea notó que le ministre ponía la mano sobre el auricular. Bernard oyó aplausos y murmullos de fondo.

– Una táctica para minimizar su poder -le dijo Bernard.

Tres minutos después, el ministro accedió, no sin una advertencia.

– O él está fuera, Berge, o lo está usted.

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