Cosas de chicas
Según lo que entendí, la pelea del lunes por la tarde comenzó por la religión y se extendió al sexo, aunque bien pudo ser al revés. Cuando llegué al gimnasio, Josie Dorrado y Sancia Valdez, la pívot, estaban sentadas en las gradas con sus Biblias. Los dos hijos de Sancia estaban en el banco junto a una niña de unos diez años, la hermana menor de Sancia, que ese día hacía de niñera. April Czernin se plantó delante de ellas, dando botes a la pelota que algún profesor de gimnasia se había olvidado en la cancha. April era católica, pero Josie era su mejor amiga; normalmente rondaba cerca de ella mientras Josie estudiaba la Biblia.
Celine Jackman entró un minuto después que yo y echó una mirada desdeñosa a sus compañeras de equipo.
– ¿Qué, las dos rezando para que nazca otro bebé en vuestras casas o qué?
– Al menos rezamos -dijo Sancia-. Toda esa paparruchada católica no salvará a ninguna de las que andáis con los Pentas. La verdad está en la Biblia. -Golpeó el libro con el puño para enfatizar sus palabras.
Celine se puso en jarras.
– Piensas que las chicas católicas como yo somos tan ignorantes que no sabemos nada de la Biblia porque vamos a misa, pero tú vas con April y la última vez que la vi estaba en la misma iglesia que yo, San Miguel y Todos los Ángeles.
April botó la pelota con fuerza y dijo a Celine que se callara.
Celine no se dejó intimidar.
– Las niñas como tú que leéis vuestras Biblias a diario sois las que distinguís el bien del mal, como tú con tus dos bebés. En cambio yo estoy condenada porque no sé nada de la Biblia, como si dice algo sobre el adulterio, por ejemplo.
– Está en los Diez Mandamientos -dijo Josie-. Y si no sabes eso, Celine, eres más tonta de lo que intentas parecer.
Celine apartó su larga trenza pelirroja del hombro.
– Eso lo aprendiste en el Mount Ararat de la Noventa y uno, ¿no, Josie? Tendrías que llevar a April contigo algún domingo.
Agarré a Celine por los hombros y la dirigí hacia el vestuario.
– Los ejercicios comienzan dentro de cuatro minutos. Ve a cambiarte ahora mismo. Sancia, Josie, April, callaos de una vez y poneos en movimiento.
Me aseguré de que Celine hubiese salido de la pista antes de ir al almacén en busca del resto de los balones. Cuando poco después inicié los ejercicios de calentamiento, sólo me faltaban cuatro jugadoras, señal de que empezábamos a conocernos: mi primer día, más de la mitad del equipo llegó tarde. Pero había impuesto la norma de que prolongarían los ejercicios tantos minutos como hubiesen llegado tarde, aunque el resto del equipo ya estuviera practicando con las pelotas. Así conseguí que casi todo el equipo llegara puntual.
– ¿Dónde está la inglesa que va a escribir sobre nosotras? -quiso saber Laetisha Vettel, dirigiéndose a sus compañeras mientras realizaban estiramientos.
– Pregúntaselo a April -respondió Celine con una risita burlona.
– Pregúntame a mí -me apresuré a intervenir, pero April, que estaba flexionando su pierna izquierda ya se había erguido de golpe.
– ¿Preguntarme el qué? -inquirió.
– Dónde está la inglesa -dijo Celine-. Y si no lo sabes, pregúntaselo a tu padre.
– Al menos tengo un padre al que recurrir -contraatacó April-. Pregúntale a tu madre si sabe quién es el tuyo.
Hice sonar el silbato.
– Sólo hay una pregunta que tenéis que contestar, chicas: ¿cuántas flexiones tendré que hacer si no cierro el pico ahora mismo y sigo con los estiramientos?
Mi tono fue lo bastante amenazador como para que ambas volvieran a concentrarse en sus ejercicios. Estaba cansada y no tenía ganas de encontrar maneras enfáticas de penetrar la psique adolescente. El trayecto desde South Chicago hasta la casa de Morrell en Evanston era de unos cuarenta y cinco kilómetros, una hora en las raras ocasiones en que los dioses del tráfico eran benévolos, hora y media cuando, como de costumbre, no lo eran. Mi oficina y mi apartamento quedaban más o menos a medio camino. Seguir al frente de mi agencia de investigación, salir a correr con los perros que compartía con mi vecino de abajo y sustituir provisionalmente a la entrenadora McFarlane me estaba pasando factura.
Lo había llevado bastante bien hasta la llegada de Marcena Love; hasta entonces, la casa de Morrell había sido un refugio donde relajarme al final de la jornada. A pesar de que aún estaba débil, era una presencia despierta y atenta que alimentaba mi vida. Ahora, en cambio, estaba tan sobresaltada por la presencia de Marcena en su casa que ir a verlo se había convertido en el último motivo de conflicto de la jornada.
En la casa de Morrell las puertas siempre estaban abiertas a todo el mundo. En cualquier momento, en su habitación de invitados podía haber de colegas periodistas a refugiados o artistas. Por lo general, me gusta conocer a sus amigos, me proporcionan una visión más amplia del mundo que normalmente se me escapa, pero el viernes anterior le había dicho sin rodeos que me costaba entenderme con Marcena Love.
– Sólo estará una o dos semanas más -dijo él-. Me consta que os caéis mal pero, en serio, Vic, no tienes por qué preocuparte. Estoy enamorado de ti. Pero Marcena y yo nos conocemos desde hace veinte años, lo hemos pasado muy mal más de una vez, y siempre que viene a la ciudad se hospeda en mi casa.
Aunque soy demasiado mayor para montar el numerito de darle un ultimátum a tu novio y amenazarlo con dejarlo, me alegró que hubiésemos pospuesto cualquier decisión relativa a lo de vivir juntos.
Marcena pasó fuera la noche del sábado pero regresó al día siguiente, acicalada como una gata, exuberante tras sus veinticuatro horas con Romeo Czernin. Se presentó en casa de Morrell justo cuando yo estaba poniendo una fuente de pasta en la mesa, hablando atropelladamente sobre lo que había visto y aprendido en el South Side. Cuando contó lo increíble que era conducir un camión tan enorme, Morrell le preguntó si había punto de comparación con la vez en que, en Bosnia, se las había arreglado para llevar un tanque desde Vukovar hasta Cerska.
– Oh, Dios mío, cómo nos divertimos aquella noche, ¿verdad? -Rió y se volvió hacia mí-. Te lo habrías pasado en grande, Vic. Nos quedamos mucho más tiempo del que estábamos autorizados y nuestro conductor se esfumó. Pensamos que igual sería nuestra última noche en la Tierra hasta que dimos con uno de los tanques de Milosevic, abandonado pero todavía en marcha, y menos mal, porque no tengo ni idea de cómo demonios se pone en marcha uno de esos cacharros, y aun así me las ingenié para conducir el puñetero tanque hasta la frontera.
Correspondí a su sonrisa; realmente era la clase de cosa que yo hubiese hecho, y con su mismo entusiasmo, además. Sentí esa punzada de envidia. Mis aventuras tampoco es que fuesen insulsas, precisamente, pero nada de lo que yo había hecho podía compararse con conducir un tanque a través de una zona de guerra.
Morrell soltó un casi inaudible suspiro de alivio al ver que, para variar, Marcena y yo sintonizábamos.
– ¿Y en qué se diferencia un tráiler de un tanque?
– Hombre, el tráiler no ha sido ni la mitad de excitante que el tanque, nadie disparaba contra nosotros, aunque dice Bron que alguna vez le ha ocurrido. Pero tiene sus bemoles conducirlo; no quería dejar que lo sacara del estacionamiento y, luego, después de casi demoler una especie de caseta, tuve que admitir que llevaba razón.
Bron. Ése era su verdadero nombre; no había conseguido recordarlo. Pregunté si los Czernin la habían invitado a pasar la noche en su casa, pero dudaba de que el culto que profesaba April Czernin a la periodista inglesa fuese a perdurar si se enteraba de que su padre se acostaba con Marcena.
– En cierto modo -dijo Marcena con displicencia.
– ¿Has pasado la noche en la cabina del tráiler? -pregunté-. Algunos de esos camiones modernos llevan casi un apartamento incorporado.
Me dedicó una sonrisa provocativa.
– Tú lo has dicho, Vic, tú lo has dicho.
– ¿Crees que tienes una historia ahí? -terció Morrell de inmediato.
– Por supuesto que lo creo. -Se ahuecó la espesa melena con los dedos y exclamó que Bron era la clave de una auténtica experiencia americana-. O sea, todo encaja -añadió-, no exactamente a través de él, pero sí en torno a él. Resumiendo: el dolor, la pena que causan esas chicas imaginando que el baloncesto podría sacarlas del barrio, el propio instituto y luego la historia de Bron Czernin, un camionero intentando mantener a una familia con esos salarios. Su esposa también trabaja, en By-Smart, y mi siguiente paso es, justamente, By-Smart. Por descontado, sé unas cuantas vaguedades sobre esa empresa: tiene a los pequeños comerciantes de Europa temblando de miedo desde que hace tres años lanzaron su ofensiva transatlántica. Pero lo que desconocía es que la casa matriz se encontraba precisamente aquí, en Chicago, o al menos en uno de los suburbios. Rolling no sé qué. Fields, me parece.
– Rolling Meadows -dije.
– Exacto. Bron me ha dicho que el viejo señor Bysen es increíblemente piadoso y que en la oficina central la jornada comienza con una sesión de plegarias. ¿Te lo imaginas? Es absolutamente Victoriano. Me muero por verlo con mis propios ojos, así que estoy tratando de organizar una entrevista.
– Quizá debería acompañarte. -Expliqué mis esfuerzos para reclutar a la empresa como patrocinadora del equipo-. Billy el Niño quizá nos consiga una cita con su abuelo.
– Oh, Vic -dijo loca de entusiasmo-, será genial si lo consigues.
Terminamos la velada en relativa armonía, lo cual fue una bendición, pero aun así no dormí bien. Me escabullí del piso de Morrell a primera hora de la mañana, mientras él aún dormía, para que me diera tiempo a pasar por mi casa y sacar a los perros a correr antes de iniciar la jornada: me tocaba dirigir el entrenamiento en el Bertha Palmer y había prometido a Josie Dorrado que después hablaría con su madre.
Fui corriendo con los perros hasta Oak Street y luego de regreso a casa: unos diez kilómetros en total. Los tres necesitábamos un poco de ejercicio y pensé que me encontraba mucho mejor hasta que el señor Contreras, mi vecino de abajo, me dijo que tenía mala cara.
– Creía que con Morrell de vuelta te animarías, tesoro, pero tienes peor aspecto que nunca. Ahora hazme el favor de no irte pitando a trabajar sin tomar antes un buen desayuno.
Le aseguré que estaba bien, estupendamente, ahora que Morrell estaba en casa y recobrándose de sus heridas, que mi agobio presente sólo sería temporal, hasta que encontrara un entrenador de verdad para las chicas del Bertha Palmer.
– ¿Y cómo vas a conseguirlo, tesoro? ¿Ya tienes algún candidato?
– Estoy tanteando el terreno -repuse, a la defensiva. Aparte de reunirme con Patrick Grobian en By-Smart, había hablado con las mujeres con quienes juego partidillos los sábados y con una conocida que lleva un programa de voluntariado para chicas. Por el momento seguía con las manos vacías, pero si Billy el Niño lograba sacarle unos dólares al abuelo quizás alguno de mis contactos se mostrara más entusiasmado.
Huí del apartamento antes de que el señor Contreras metiera la directa y me retuviera una hora más, no sin antes prometerle que tomaría un buen desayuno. Al fin y al cabo, el lema de mi familia es no saltarse nunca una comida. Justo debajo del escudo de armas de los Warshawski: un tenedor y un cuchillo cruzados sobre un plato.
En mi fuero interno, me había ofendido que me dijeran que tenía mal aspecto. Cuando subí al coche, estudié mi rostro en el espejo retrovisor. Desde luego, tenía mala cara: estaba ojerosa y la falta de sueño hacía que los pómulos me sobresalieran como los de una modelo de pasarela anoréxica. En lugar de ocho horas de cama, lo único que necesitaba era un buen corrector y un poco de base de maquillaje, aunque no en ese momento, cuando me disponía a pasar dos horas con dieciséis adolescentes en una cancha de baloncesto.
– Morrell piensa que soy guapa -refunfuñé en voz alta, aunque en ese instante Marcena Love debía de estar delante de él, pensé, guapísima y perfectamente arreglada; seguramente iba maquillada cuando requisó el tanque y enfiló hacia la frontera. Me abroché el cinturón de seguridad con tanta fuerza que me pellizqué el pulgar, y giré en redondo para sumarme al tráfico. Cuando llegue mi turno de conducir un tanque, yo también me pondré pintalabios.
Paré en un bar a tomar unos huevos revueltos y un café expreso doble y llegué a mi oficina alrededor de las diez. Me concentré en los archivos de la Securities Exchange Comission y comprobé las fichas de detenidos de todo el país en busca de un hombre que uno de mis clientes quería contratar. Por primera vez en una semana, realmente conseguí concentrarme en mi verdadero trabajo, finalizando tres encargos e incluso enviando las facturas correspondientes.
Desbaraté mi precario buen humor intentando llamar a Morrell mientras aguardaba en un semáforo rojo de la calle Ochenta y siete a que me respondiera su contestador automático. Seguramente había ido con Marcena al jardín botánico de Glencoe; lo habían comentado la noche anterior. Eso no me planteaba ningún problema, ni por asomo. Era fantástico que se sintiera con fuerzas para levantarse y salir. Pero la idea incrementó la ferocidad con que arremetí contra Celine y April al principio del entrenamiento.
El equipo guardó silencio unos minutos, interrumpiendo los habituales empujones y protestas de que no podían hacer esto o aquello, que los ejercicios eran demasiado duros, que la entrenadora McFarlane nunca les hacía hacer tal o cual cosa.
Celine, siempre inclinada a hacer diabluras, rompió el silencio preguntando si sabía algo de Romeo y Julieta. Se sostenía de pie sobre la pierna izquierda y levantó la derecha hasta la cabeza cogiéndola por el talón. Poseía una flexibilidad extraordinaria; incluso cuando me sacaba de mis casillas y me venían ganas de arrearle era capaz de paralizarme con la fluida belleza de sus movimientos.
– ¿Te refieres a la guerra civil que hace que dos amantes con mala estrella se quiten la vida? -dije con cautela, preguntándome adónde quería ir a parar-. De memoria no lo puedo recitar.
Celine perdió el equilibrio un instante.
– ¿Qué?
– Shakespeare. Así describe a Romeo y Julieta.
– Sí, es como una obra de teatro, Celine -intervino Laetisha Vettel-. Si alguna vez vinieras a clase de inglés, te habrías enterado. Shakespeare vivió hace unos mil años y escribió Romeo y Julieta para el teatro antes de que hicieran la película. Antes incluso de que supieran cómo se hacen las películas.
– Amantes con mala estrella -dijo Josie Dorrado-, significa que ni las estrellas del cielo los ayudarían.
Para mi asombro, April le dio una patada de advertencia en la pierna.
– ¿Eso es lo que significa «tener mala estrella»? -preguntó Theresa Díaz-. Pues es lo que nos ocurre a Cleon y a mí, porque mi madre no me deja verlo después de la cena, ni siquiera para estudiar.
– Porque es de los Pentas -apuntó Laetisha-. Tu madre es más lista que tú, de modo que hazle caso. Si quieres vivir hasta tu próximo cumpleaños, apártate de los Pentas.
Celine levantó la pierna izquierda y dijo:
– Tú y Cleon tendríais que hacer como el padre de April. Me he enterado de que todo el mundo hace lo mismo que la entrenadora el jueves, le llaman Romeo. Romeo el Errante, metió a la inglesa en su…
April se abalanzó sobre ella antes de que terminara la frase, pero Celine ya se lo esperaba: le arreó una patada a April y ésta cayó al suelo. Josie se puso de un salto al lado de April, y Theresa Díaz se apresuró a ayudar a Celine.
Cogí a Laetisha y a Sancia, que se disponían a entrar en la pelea, y las obligué a dirigirse al banquillo.
– Y ahora sentaos y no os mováis de aquí -les ordené.
Corrí al cuarto de las escobas y cogí un cubo. Estaba lleno de agua sucia, lo cual me vino de perlas: me lo llevé hasta la pista y lo vacié encima de las chicas.
El agua fría y hedionda las hizo reaccionar: se levantaron mascullando de rabia e indignación. Agarré a Celine y a April por sus largas trenzas y tiré con fuerza. Celine quiso arrear otro puñetazo. Solté las trenzas y agarré a Celine por el brazo, torciéndoselo contra la espalda al tiempo que le sujeté el hombro derecho contra mi pecho. Metí mi brazo derecho debajo de su mentón y la inmovilicé justo a tiempo de agarrar otra vez a April por el pelo con mi mano izquierda. Celine chillaba, pero sus gritos quedaron ahogados por los berridos de los hijos de Sancia y de su hermana, que estaban fuera de sí.
– Celine, April, voy a soltaros, pero como una de las dos haga un solo movimiento, la derribo, ¿estamos?
Apreté el antebrazo bajo el mentón de Celine para que supiera hasta qué punto hablaba en serio y di un tirón a la trenza de April.
Ambas permanecieron mudas un largo instante pero finalmente asintieron a regañadientes. Las solté y las mandé al banquillo.
– Sancia, dile a tu hermana que se lleve a tus hijos al vestíbulo. Vamos a tener una charla como equipo y no quiero oír sus aullidos durante la reunión. Chicas, os quiero a todas sentadas. Ahora mismo. Venga.
Se apiñaron en el banco, amedrentadas por mi demostración de fuerza. Yo no quería imponer mi autoridad valiéndome del miedo. Mientras se sentaban permanecí de pie sin pronunciar palabra intentando serenarme y centrarme en ellas, no en mi sentimiento de frustración. Me miraban con ojos como platos, por una vez en absoluto silencio.
Finalmente dije:
– Todas sabéis que si informo de esta pelea a la directora, Theresa, Josie, Celine y April serán expulsadas no sólo del equipo sino del instituto. Las cuatro se estaban peleando, y -levanté una mano cuando Celine comenzó a protestar que April la había atacado- me importa un rábano quién ha empezado. No estamos aquí para hablar de culpa sino de responsabilidad. ¿Alguna de vosotras quiere jugar al baloncesto? ¿O queréis que diga que estoy demasiado atareada para entrenar a un puñado de chicas que sólo quieren pelear?
Eso provocó un tumulto; querían jugar; si aquellas dos iban a pelearse no debían estar en el equipo. Alguien señaló que si Celine y April eran expulsadas se quedarían prácticamente sin equipo.
– ¡Son unas egoístas! -gritó una chica-. Si lo único que les importa son sus riñas, no tendrían que entrar en el gimnasio.
Una chica que casi nunca hablaba sugirió que se las castigara por haberse peleado pero que no las expulsaran del equipo. La idea cosechó un considerable murmullo de aprobación.
– ¿Y qué se os ocurre a modo de castigo? -pregunté.
Hubo muchas discusiones y burlas sobre posibles castigos hasta que Laetisha dijo que deberían limpiar el suelo.
– De todas formas, no podemos jugar hasta que se haya hecho limpieza. Que hoy limpien el suelo y mañana entrenamos.
– ¿Qué está ocurriendo aquí?
Me volví tan sobresaltada como las chicas de mi equipo al ver a una mujer de pie a mis espaldas. Era Natalie Gault, la subdirectora que nunca recordaba mi nombre.
– Oh, señora Gault, estas dos…
– Delia, ¿te he pedido que hables? -la interrumpí, evitando el chivatazo-. Han surgido algunas desavenencias, pero ya las hemos resuelto. Ahora se marcharán todas a casa salvo las cuatro que se quedarán para fregar el suelo. Un suelo que, aunque hay una fregona y un conserje que cobra un salario, da la impresión de haber estado acumulando suciedad desde que me gradué, y de eso ya hace un siglo. April, Celine, Josie y Theresa van a darnos una lección de compañerismo limpiando esta mugre. Nos gustaría utilizar el gimnasio mañana para recuperar la sesión de hoy.
La señora Gault me midió con la misma mirada que el personal de dirección empleaba conmigo en mis lejanos tiempos de estudiante. Noté que me encogía como solía ocurrirme entonces; era cuanto podía hacer para lograr que mi palabrería surtiese algún efecto.
Gault aguardó lo suficiente como para darme a entender que sabía que estaba encubriendo un problema grave, lo que los hilos de sangre que corrían por la pierna de Celine y la cara de April hacían bien patente, pero finalmente dijo que lo hablaría con el entrenador de los chicos: si íbamos a limpiar el gimnasio, deberíamos tener derecho a usarlo en primer lugar. Añadió que ordenaría al conserje que nos proveyera de más fregonas y detergente.
Fomentar el compañerismo fregando suelos resultó ser un buen ejercicio: al final de la tarde las cuatro estaban unidas en su rabia contra mí. Ya habían dado las seis cuando por fin las dejé marchar. Tenían los uniformes empapados y estaban agotadas, pero el entarimado resplandecía como no lo hacía desde…, bueno, desde un día de veintisiete años atrás cuando mis compañeras de equipo y yo lo habíamos fregado. Después de un episodio bastante peor que una mera pelea entre pandilleras. No era un episodio de mi vida en el que me gustara recrearme, y prefería no pensar en ello.
Las seguí al vestuario. El moho formaba manchas afelpadas a lo largo de las duchas y las taquillas, faltaban algunos asientos de retrete y varias tazas estaban llenas de compresas y otros desechos sanguinolentos. A lo mejor podría conseguir que la señora Gault presionara al conserje para que fregara aquello ahora que el equipo había limpiado el gimnasio. Aguanté la respiración y le grité a Josie que la estaría esperando en el almacén de material.